La subasta

Carmen Omaña

Fragmento

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CAPÍTULO 1

El presente: 22 de abril del 2013

El día que tanto había esperado llegó. Ella se dio de bruces con la vida tras la decisión de continuar estudios en San José. No pudo negar el repudio que le causó haber tomado esa decisión. ¡No debió mudarse nunca!… Cartago siempre le pareció el escenario perfecto. Siempre apacible. Sin muchos incidentes. Una ciudad de vida normal, con gente común que trabaja y regresa a resguardarse de las gélidas tardes. Las montañas le transmitían esa energía psicodélica que muy pronto se transformaría en un espejismo. «¡Maldito sea el momento en que me mudé!». El único incidente que podía desbarajustarla en Cartago era la acción volcánica del Irazú. Ese estratovolcán que siempre admiraba, pero a quien temía hasta hacerla doblegar cada vez que iniciaba la poderosa emanación de cenizas. Terror por su posible y violenta reacción, enojo por hacerla trabajar más de lo debido. Sí. Cada mañana era lo mismo. Tuvo que programar su despertador en el nuevo celular para levantarse una o dos horas antes de lo estimado para la partida y así poder dedicarse a remover la capa de ceniza que durante las noches el volcán dejaba sobre su coqueto Hyundai Elantra. Prescindir de manguera y recurrir a un par de cubetas de agua que tenía que llevar a cuestas a través del largo y angosto pasillo mientras los vecinos dormían ¡era todo un reto! Su Hyundai fue lo mejorcito que pudo comprar con sus limitados fondos. Lo amaba por ser su mayor y única posesión. Tuvo suerte de que el «griego» no lo aceptase como parte de la indemnización en la maldita subasta. Su latonería estaba bien cuidada y no podía negar que sus mimos para con él lo hacía ver mucho más moderno de los que sus precarios noventa y tres años figuraban. Pasó toda la tarde en un taller de la localidad del Paraíso. Uno muy distante de Cartago. Se aseguró de conseguir el mejor servicio mecánico, pero principalmente, el del dueño o personal más desactualizado aunque dudó de ello, porque en este siglo XXI hasta las abuelitas usaban WhatsApp y hacían de él un «chismógrafo» profesional. Es que después de la desgraciada subasta su vida había cambiado por completo… Regresó a Cartago porque siempre fue su ciudad. Allí estaban sus raíces, creció, celebró sus triunfos como ajedrecista y ovacionó los del Deportivo Saprissa. En esas tierras vivió sus mejores méritos académicos. No conocía mejor refugio. Amaba visitar las ruinas de Cartago, perderse entre las capas de neblina que adosaba el pasado entre los muros y escalinatas de piedra negra sin temor a toparse con el espectro del que tanto hablaban. La leyenda no le importaba. Respiraba, sentía, vivía la nitidez de los colores de la naturaleza y el olor fresco de la hierba y sus flores. Le atraía el típico traqueteo del tren y contemplar su paso a través de los rieles. Todo en Cartago era un coctel de placer, hasta las constantes lluvias le causaban deleite como si el petricor formara parte de alguna sesión de aromaterapia capaz de despertar todos los sentidos. Llegó a creer que el haber vivido entre su gente respaldaría su moral. ¡Qué equivocada estuvo!... La gente de siempre la miraba con recelo. Algunos volteaban el rostro y le negaban palabra. Otros sonreían y parloteaban con esa mirada ineludible de falsedad imperante en el brillo de las pupilas. O quizá, era la sensación de culpabilidad sin razón… El mecánico usaba gafas de doble fondo. «Lentes culo de botella» que hacía ver exaltada la esclerótica y deformes las dilatadas pupilas. Sonreía por respeto, pero hasta de ello aprendió a abstenerse. No reía como antes y tampoco miraba fijo al rostro de nadie. Las veces en que lo hizo terminó siendo blanco de invitaciones morbosas a lugares que su imaginación jamás hubiese tocado. Y en el mejor de los casos, se atrevían a pasar el dedo índice por la palma de sus manos al fingir un gesto de cortesía ante una vulgar invitación al sexo. «¡A la puta mierda los hombres!», estaba cada vez más decidida a marcharse lejos y, por esa razón, necesitaba una revisión exhaustiva para su Hyundai mientras cruzaba los dedos para que el dinero le alcanzase… Eran las tres y media de la tarde cuando empezó a caer sobre ellos una delgada capa de rocío. Por la densa neblina supo que en cualquier momento empezaría a llover y agradeció a Dios al constatar la existencia del vasto techo de zinc y madera del taller mecánico. Suspiró con nostalgia. Tuvo que girar el cuello y salivar para deshacerse del nudo cruel que congestionaba su garganta. Iba a extrañar a Cartago. Su vegetación. Su clima… Esa neblina que tonificaba su rostro, pero que en ese instante la instó a llorar. Se acarició los parpados con la yema del dedo índice y disimulando removió cualquier humedad salitre de ellos. Deseó que su tía no hubiese fallecido al igual que sus padres. Se dejó seducir por los recuerdos. Su tía había sido tan cariñosa como su madre, pero al igual que ella, trabaja por largas horas, así que sus abrazos y caricias se esfumaban muy aprisa, se iban como granitos de arena en el diminuto cuello vítreo. Deseó que su padre no hubiese tenido miedo de quedar a cargo de siete varones que en su mayoría, ni siquiera alcanzaban la adolescencia y de una chica a quien no sabría cómo atarle las coletas. Quizá Susana necesitó de ese sacrificio para no culparlo por su abandono. Deseó no haberse ocultado tras las cortinas que siempre creyó tan cursi en la sala de casa de su prima y no presenciar su entrega. El rostro de su padre se delineaba con profundas huellas del tiempo, tapizadas con una tez carcomida por el polvo y el sudor propio del esfuerzo físico en el campo de la construcción. Recuerda haberlo visto llorar al trasluz del viso de una de las cortinas. Nunca había visto llorar a un hombre. Llegó a creer ese tonto prejuicio de que «los hombres no lloran», intentó salir a abrazarlo, pero sus pequeñas y lánguidas piernas no respondieron. Permaneció petrificada con la carita de ángel bañada de rocío lacrimal al escucharlo. Nunca olvidó sus palabras: «Ahí te la dejo, mi hermana linda. No puedo cargar con ella». Sonó tan simple. Se sintió inútil y a sus ocho años comprendió lo que sintió su gata Carmela cuando su padre la echó en un sacó de hilos, la subió a la parte trasera del camión y la botó en el primer despeñadero… Deseó nunca haberse mudado con su prima a San José. Quiso retroceder el tiempo, pero ya era tarde hasta para alucinar… ¿Quién lo iba a creer? Su mejor amiga, su prima y, curiosamente, el único familiar cercano. La había traicionado al aliarse con Marbella Polanco, ¡como un vil Judas Iscariote!... «Bueno, así es la vida », trató de consolarse. ¿Cómo iba a saber de la celopatía de Marbella y de las intenciones de su novio? ¿Cómo iba a saber quién era él? Chasqueó los labios y recordó lo que solía decirle su tía cada vez que ella debía salir fuera de Cartago con el Maestro de ajedrez. El Maestro Vitalicio con quien alguna vez, siendo su pupila, aspiró llegar a los torneos nacionales. «Caras vemos, corazones no sabemos», no parecía agradarle la manera en que miraba. Quizá ella olvidaba las imperfecciones que acompañaban a su rostro. Tenía un ojo de vidrio y ese horroroso tics que asustaba a cualquiera en su primer encuentro, pero a quien nadie podía hacerle perder su calificación Elo de 2200 desde que había iniciado su vida como ajedrecista profesional. Recordó sus palabras. Le dio la razón por un segundo retractándose al insultarse a sí misma su capacidad

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