CAPÍTULO 1
El presente: 22 de abril del 2013
El día que tanto había esperado llegó. Ella se dio de bruces con la vida tras la decisión de continuar estudios en San José. No pudo negar el repudio que le causó haber tomado esa decisión. ¡No debió mudarse nunca!… Cartago siempre le pareció el escenario perfecto. Siempre apacible. Sin muchos incidentes. Una ciudad de vida normal, con gente común que trabaja y regresa a resguardarse de las gélidas tardes. Las montañas le transmitían esa energía psicodélica que muy pronto se transformaría en un espejismo. «¡Maldito sea el momento en que me mudé!». El único incidente que podía desbarajustarla en Cartago era la acción volcánica del Irazú. Ese estratovolcán que siempre admiraba, pero a quien temía hasta hacerla doblegar cada vez que iniciaba la poderosa emanación de cenizas. Terror por su posible y violenta reacción, enojo por hacerla trabajar más de lo debido. Sí. Cada mañana era lo mismo. Tuvo que programar su despertador en el nuevo celular para levantarse una o dos horas antes de lo estimado para la partida y así poder dedicarse a remover la capa de ceniza que durante las noches el volcán dejaba sobre su coqueto Hyundai Elantra. Prescindir de manguera y recurrir a un par de cubetas de agua que tenía que llevar a cuestas a través del largo y angosto pasillo mientras los vecinos dormían ¡era todo un reto! Su Hyundai fue lo mejorcito que pudo comprar con sus limitados fondos. Lo amaba por ser su mayor y única posesión. Tuvo suerte de que el «griego» no lo aceptase como parte de la indemnización en la maldita subasta. Su latonería estaba bien cuidada y no podía negar que sus mimos para con él lo hacía ver mucho más moderno de los que sus precarios noventa y tres años figuraban. Pasó toda la tarde en un taller de la localidad del Paraíso. Uno muy distante de Cartago. Se aseguró de conseguir el mejor servicio mecánico, pero principalmente, el del dueño o personal más desactualizado aunque dudó de ello, porque en este siglo XXI hasta las abuelitas usaban WhatsApp y hacían de él un «chismógrafo» profesional. Es que después de la desgraciada subasta su vida había cambiado por completo… Regresó a Cartago porque siempre fue su ciudad. Allí estaban sus raíces, creció, celebró sus triunfos como ajedrecista y ovacionó los del Deportivo Saprissa. En esas tierras vivió sus mejores méritos académicos. No conocía mejor refugio. Amaba visitar las ruinas de Cartago, perderse entre las capas de neblina que adosaba el pasado entre los muros y escalinatas de piedra negra sin temor a toparse con el espectro del que tanto hablaban. La leyenda no le importaba. Respiraba, sentía, vivía la nitidez de los colores de la naturaleza y el olor fresco de la hierba y sus flores. Le atraía el típico traqueteo del tren y contemplar su paso a través de los rieles. Todo en Cartago era un coctel de placer, hasta las constantes lluvias le causaban deleite como si el petricor formara parte de alguna sesión de aromaterapia capaz de despertar todos los sentidos. Llegó a creer que el haber vivido entre su gente respaldaría su moral. ¡Qué equivocada estuvo!... La gente de siempre la miraba con recelo. Algunos volteaban el rostro y le negaban palabra. Otros sonreían y parloteaban con esa mirada ineludible de falsedad imperante en el brillo de las pupilas. O quizá, era la sensación de culpabilidad sin razón… El mecánico usaba gafas de doble fondo. «Lentes culo de botella» que hacía ver exaltada la esclerótica y deformes las dilatadas pupilas. Sonreía por respeto, pero hasta de ello aprendió a abstenerse. No reía como antes y tampoco miraba fijo al rostro de nadie. Las veces en que lo hizo terminó siendo blanco de invitaciones morbosas a lugares que su imaginación jamás hubiese tocado. Y en el mejor de los casos, se atrevían a pasar el dedo índice por la palma de sus manos al fingir un gesto de cortesía ante una vulgar invitación al sexo. «¡A la puta mierda los hombres!», estaba cada vez más decidida a marcharse lejos y, por esa razón, necesitaba una revisión exhaustiva para su Hyundai mientras cruzaba los dedos para que el dinero le alcanzase… Eran las tres y media de la tarde cuando empezó a caer sobre ellos una delgada capa de rocío. Por la densa neblina supo que en cualquier momento empezaría a llover y agradeció a Dios al constatar la existencia del vasto techo de zinc y madera del taller mecánico. Suspiró con nostalgia. Tuvo que girar el cuello y salivar para deshacerse del nudo cruel que congestionaba su garganta. Iba a extrañar a Cartago. Su vegetación. Su clima… Esa neblina que tonificaba su rostro, pero que en ese instante la instó a llorar. Se acarició los parpados con la yema del dedo índice y disimulando removió cualquier humedad salitre de ellos. Deseó que su tía no hubiese fallecido al igual que sus padres. Se dejó seducir por los recuerdos. Su tía había sido tan cariñosa como su madre, pero al igual que ella, trabaja por largas horas, así que sus abrazos y caricias se esfumaban muy aprisa, se iban como granitos de arena en el diminuto cuello vítreo. Deseó que su padre no hubiese tenido miedo de quedar a cargo de siete varones que en su mayoría, ni siquiera alcanzaban la adolescencia y de una chica a quien no sabría cómo atarle las coletas. Quizá Susana necesitó de ese sacrificio para no culparlo por su abandono. Deseó no haberse ocultado tras las cortinas que siempre creyó tan cursi en la sala de casa de su prima y no presenciar su entrega. El rostro de su padre se delineaba con profundas huellas del tiempo, tapizadas con una tez carcomida por el polvo y el sudor propio del esfuerzo físico en el campo de la construcción. Recuerda haberlo visto llorar al trasluz del viso de una de las cortinas. Nunca había visto llorar a un hombre. Llegó a creer ese tonto prejuicio de que «los hombres no lloran», intentó salir a abrazarlo, pero sus pequeñas y lánguidas piernas no respondieron. Permaneció petrificada con la carita de ángel bañada de rocío lacrimal al escucharlo. Nunca olvidó sus palabras: «Ahí te la dejo, mi hermana linda. No puedo cargar con ella». Sonó tan simple. Se sintió inútil y a sus ocho años comprendió lo que sintió su gata Carmela cuando su padre la echó en un sacó de hilos, la subió a la parte trasera del camión y la botó en el primer despeñadero… Deseó nunca haberse mudado con su prima a San José. Quiso retroceder el tiempo, pero ya era tarde hasta para alucinar… ¿Quién lo iba a creer? Su mejor amiga, su prima y, curiosamente, el único familiar cercano. La había traicionado al aliarse con Marbella Polanco, ¡como un vil Judas Iscariote!... «Bueno, así es la vida », trató de consolarse. ¿Cómo iba a saber de la celopatía de Marbella y de las intenciones de su novio? ¿Cómo iba a saber quién era él? Chasqueó los labios y recordó lo que solía decirle su tía cada vez que ella debía salir fuera de Cartago con el Maestro de ajedrez. El Maestro Vitalicio con quien alguna vez, siendo su pupila, aspiró llegar a los torneos nacionales. «Caras vemos, corazones no sabemos», no parecía agradarle la manera en que miraba. Quizá ella olvidaba las imperfecciones que acompañaban a su rostro. Tenía un ojo de vidrio y ese horroroso tics que asustaba a cualquiera en su primer encuentro, pero a quien nadie podía hacerle perder su calificación Elo de 2200 desde que había iniciado su vida como ajedrecista profesional. Recordó sus palabras. Le dio la razón por un segundo retractándose al insultarse a sí misma su capacidad de raciocinio. ¡Era lógico que una persona como el novio de Marbella Polanco no tuviese buena reputación! Nunca se creaba prejuicios por apariencias, pero esa vez se recriminó no haberlo hecho. ¡Qué ingenua! Debió agarrar maleta tan pronto apareció en sus vidas… Nunca le gustó su apariencia tras los onerosos trajes americanos que solía usar cada vez que su novia y él asistían a los casinos. No importaba el valor de la prenda que usase, su estilo de bajo espectro humano predominaba…
Susana Mills siempre estaba inmersa en su propio mundo. Su trabajo, sus clases, sus actividades. ¿Cómo iba a imaginar que estaría conviviendo con el delincuente más buscado de Centroamérica? ¡No!, ¿cómo iba a suponer que el «Gallo» se enamoraría de alguien tan insulso como ella, teniendo a su lado a la despampanante Marbella Polanco? Ella era quien creaba tráfico cada vez que salía a la calle con sus esbeltas piernas medio cubiertas con estilo y gracia bien cotizada. Además, su respetado apellido aludía a una de las más prestigiosas familias de toda Costa Rica. Su padre, Sebastián Polanco un magistrado de la Corte Suprema de Justicia estuvo casado con Irma Aguirre, hija de Duno Aguirre, el empresario de mayor fortuna en el país cuya fama trascendió luego de vivir el trágico secuestro extorsivo de su hijo menor. Televisado por todos los medios y transmitido sin tacto alguno se convirtió en el caso más polémico de rescate policial. Luego de cuarenta días de negociaciones, evaluación y análisis de hallazgos la entrega fue coordinada. El canje sería hecho en una localidad fronteriza al norte del país según las pautas establecidas por los secuestradores y el empresario Duno Aguirre, pero un reportero negligente infiltrado en la operación propició un inesperado enfrentamiento que condujo al fracaso de la operación. Resultado: Vladimir Aguirre, su hijo adorado asesinado por impacto de bala… «Debería sentirse orgullosa», pensó Susana Mills al saberse miembro del círculo de amistades de Marbella Polanco Aguirre. «Pura mierda», reconoció finalmente.
***
El mecánico completó su trabajo y lo mejor del caso: no la reconoció. ¿Qué hubiese respondido si aquel hombre lo hubiese hecho?... «Oye! Eres tú. ¿Susana Mills? ¿La de la Subasta de la Virginidad…? Te la compró». Solía oír lo mismo. Gracias a su mal ganada fama no pudo continuar ejerciendo las suplencias docentes en la escuela primaria en donde impartía Inglés y Francés. Tampoco en la academia de educación a distancia. No después de que uno de sus alumnos se encargase de distribuir su imagen en la subasta de American Bestseller online por todas las redes sociales… Las oportunidades que una vez creyó suyas ganadas con esmero y dedicación le habían sido arrebatadas. De regreso a su departamento acarició el recuerdo de su postor y por primera vez en esos cinco meses renegó de sí misma. Deseó haber aceptado ese cheque y haberse ido de tours al Mediterráneo con ese degenerado griego. ¿Qué hubiese sido peor...? Lamentó no haberle dado la oportunidad de conocerla, quizá terminase viéndola como era y no como una mujer que se iniciaba en la prostitución, porque de eso se trataba la subasta. De prostitución. ¿O acaso no lo era? Si vendía su cuerpo una sola noche, ¿no estaría haciendo negocios con su dignidad, con su cuerpo? ¿No era ese el negocio más antiguo del mundo aunque lo auspiciara un millonario empresario? Su prima Miriam Mills trató de convencerla de que no era así. Aseguraba que pasar una sola noche con alguien que te proporcionará grandes beneficios económicos resultaba mejor que entregarse a un novio o amigo, quien probablemente te dejaría abandonada a la mañana siguiente. Todo lo que estaba viviendo le parecía absurdo e inaudito. Nunca tuvo algo en contra de las mujeres que se dedicaran a ese oficio y tampoco consideró ser una de ellas, ni quiera cuando supo que Marbella Polanco, la propietaria del confortable departamento de la Rohrmoser, administraba las relaciones interpersonales de sus amigas para obtener provecho de ello. Escuchó decirle a una de ellas lo gratificante que resultó ser mujer. Estaba convencida de que los éxitos que pudiese obtener en la vida eran proporcionales al «terrenito» que cultivasen entre sus piernas. Se sonrojó cuando Marbella se atrevió a preguntar por el suyo. Definitivamente, las altas clases sociales podrían sorprender a más de uno.
En una de las discusiones con su prima, Susana se exaltó y le dijo: «Si tan productivo y beneficioso te parece, ve y sométete a una reconstrucción de himen y subástate tú misma. Yo, no tengo el mínimo interés».
No podía explicarse el cambio de ciento ochenta grados que había sufrido su prima. Sus padres les acostumbraron a rezar el santo rosario cada domingo al anochecer, en casa, cuando las arduas jornadas americanizadas les secuestraban las ansias y voluntad de usar la mantilla, el velo y salir a caminar novecientos metros para doblar rodillas al resonar de las campanas. Su tía María Evelia solía ser más religiosa que su madre, Luz Serena. En su viejo Cartago decían que María Evelia sería quien vestiría a todo los santos en la capilla, un crédito ganado tras el fallecimiento de su amado esposo. Entonces, ¿cómo podía ella irrespetar el honor de su familia aceptando un negocio como ese? «¡Por favor, Miriam! ¡Reacciona!», le exigió en una ocasión mientras la tomaba de ambos hombros y la zarandeaba como una muñeca de trapo.
Al rememorar sintió asco, pero en su actual situación acarició la posibilidad de haber aceptado y terminar en la cama de un desconocido que, ante el mundo del ciberespacio y de las finanzas, era el mejor postor. Quizá con la cuenta bancaría repleta de ceros a la derecha, su vida no hubiese sido tan de cuadros… Sacudió la melena y hasta la revolvió con una de sus manos como si con ello pudiese deshacerse de sus inmorales pensamientos. Estaba alucinando. Susana Mills jamás hubiese aceptado. ¡Jamás!… Se asqueó de sí misma y sacó la mano por la ventanilla para pedir el paso a los otros conductores hacia la vía rumbo al Tejar y luego a la Asunción. La luz de cambio siempre le pareció insuficiente. Al sacar el brazo la neblina erizó su piel, pero estaba tan acostumbrada al frío de Cartago que no le dio importancia y ni siquiera recurrió a la chaqueta que colgaba en el espaldar de su asiento. Con rencor arrancó una lágrima que escapaba de sus párpados y se estacionó frente a la verja del apartamento que había rentado desde hace cuatro meses. Sus finanzas estaban tan mal que debía marcharse lo más rápido que le fuese posible o terminaría durmiendo en su Hyundai rojo a mitad de cualquier calle, y de solo pensar en las multas por parqueo indebido se le paraban los pelos de punta. Además, sus últimos días bajo techo no estaban siendo de lo mejor. Para ganarse la vida invirtió en un par de letreros anunciando las clases particulares con la esperanza de dictarlas en su lugar de residencia. Había gastado los últimos quinientos colones de esa semana en impresión y plastificado de una esperanzada posibilidad de trabajo. Lo colgó en la verja, bajo el otro letrero. Era uno de mejor imagen, atornillado a la superficie metálica y que, por ser de la hija del propietario, le otorgaba el privilegio para anunciar sus clases de primaria. No era la misma cátedra. Pero eso a él no le importó. Hora más tarde de haberlo colgado escuchó al propietario arrancar el aviso y ni rastro del plastificado dejo…Ya no le importaba nada, ni siquiera si se largaba sin pagarle un dólar al dueño. En sus últimos días su despensa se había reducido a pan baguette, tortillas y frijoles envasados al vacío, que empezó a admirar como si se tratasen de jamón de pavo o un filete de primera, así que estaba en un punto donde le importaba una mierda lo que pensarán de ella, después de todo, ya la habían degradado lo suficiente. Molesta consigo misma, dio vuelta a la llave dentro de la cerradura en la verja que pronto dejo escapar un chirrido. Alguien advirtió tras las paredes de cartón piedra y cerámica: «No olvidar apagar las bombillas»; como si considerase un hecho que lo haría. No era la única inquilina, pero al parecer en los últimos días, «la subastada» era la única culpable de cada mal social y residencial. Atravesó el pasillo de mala gana e hizo lo propio con la cerradura de madera. Como había llovido, la cañería debió estar revuelta y cada vez que eso ocurría sus habitantes se hacían sentir. Susana les temía. Las detestaba. Una rata se asomó al instante en que abrió la puerta de madera y encendió la luz, la rejilla de múltiples rombos minúsculos era lo único que las separaba y aprisa se apartó como si la delgada suela de su calzado imitación de la Converse pudiese rozar la peluda y asquerosa piel de aquel inmundo animal. El chirrido penetró en sus oídos al instante en que apagó la luz del pasillo, azotó la puerta y buscó refugio en el departamento. Miró en el umbral como si tuviese la impresión de que el roedor y su camada pudieran roer la madera para entrar. Se calmó apoyando los codos en el mesón de cerámica y cenízaro mientras acariciaba con desgano las hebras de su cabellera. Cerró los ojos y se hundió en los pensamientos. Recuerdos. Imágenes. Silencio. La habitación estaba a oscuras, pero no tuvo prisa de entrar en ella. Las maletas estaban hechas y la delgada colchoneta yacía sobre la fría cerámica. Había vendido sus pocas pertenencias para poder respaldar su viaje. La cama de madera que tanto cuidó desde niña, las mesas de noche y su escritorio; el sartén eléctrico y la arrocera fue lo único que conservó para evitarse tener que vivir de enlatados y charcutería al llegar a la ciudad que adoptaría como su nuevo hogar. Algo cayó en su hombro. Se quejó al sentir un escozor. Se pasó el dedo índice por el cuello de su camisa y arrastró una hormiga amarillenta, casi rojiza. «¡Lo que faltaba!». Miró el reloj de su muñeca derecha. Ese de brazalete plástico e imágenes de Minnie que tanto le gustaba. «Hora de la lluvia de hormigas», pensó al mirar arriba. Solían salir tras las lluvias vespertinas, desde las cuatro hasta las seis de la tarde. El techo de cielo raso no vivía los mejores días. Tras él, una estructura de tablas y zinc que prefería ignorar al imaginarse un refugio de arácnidos, insectos y hasta de reptiles caseros. Una mancha teñía un par de recuadros niquelados y en uno de ellos se veía en fila india a los minúsculos insectos. «¡Lo que faltaba!», rezongó. Bebió un vaso de leche de larga duración del Tetra Pak que estaba en el mesón. Y se metió al cuarto a dormir. «Si hubiese aceptado el monto ofrecido en la subasta las cosas serían diferentes…mi postor había prometido un buen trato y la agencia garantizaba mi bienestar», se consoló a sí misma. «Quizá Miriam tenía razón y debí aceptar acostarme con ese griego, después de todo iba a vivir una experiencia única, conociendo, quizá, un país del mediterráneo y saboreando placeres que ninguna mujer desea perderse…», pensando en ello se durmió mientras se dejó cobijar por el recuerdo de su postor.
***
Gianni Streitwieser podía volver loca a cualquiera. Sus flamantes pupilas verdes encenderían la libido de una mujer de forma explosiva. Su mirada felina resaltaban las facciones rectas de su rostro y las leves entradas de su frente proporcional a su contorno le inyectaba poder, una sensación que desde siempre le agradó. Sus cejas frondosas, perfectamente delineadas sobre el arco de sus ojos rozaban con las varoniles pestañas, mientras sus labios sonrosados y simétricos se plasmaban como el mejor bosquejo de la boca de algún dios griego. Su piel expelía sensualidad y ese bronceado tenue que había adquirido tras su viaje a Costa Rica revivía los demonios del morbo femenino. Su barba llevaba días y cada vez dejaba su tosco aspecto de barba incipiente para conformar una capa suave de vello que adornaba el contorno de su boca y la pronunciada barbilla. Aún con barba lucía como él. Elegante y seductor. Llevaba meses tratando de comprender lo que estaba ocurriendo con su vida. Solía tener las mujeres que deseara y hacer con ellas lo que su imaginación le permitiese, y su desempeño en la cama nunca dio razones para ser cuestionado… pero en los últimos meses sus capacidades y destrezas para el placer sexual venían mermando, afectando sus emociones y con ello su desempeño en la gerencia. Su asesora financiera y mejor amiga no pudo dejar pasar por alto la variabilidad en su ánimo. El empresario descuidaba sus funciones y, aunque sus empresas podían prescindir de su gestión, el desapego y apatía pasaron a niveles perceptibles. En su viaje a Costa Rica no solo había invertido veinte días de su oneroso tiempo sino que, además, había destinado una suntuosa cantidad en la propiedad que consideró el sueño ideal. Una mansión en medio de las montañas adyacentes a la ciudad de Escazú, con hermosos acabados al mejor estilo mediterráneo con todas las comodidades que amerita una vida moderna, llena de sofisticado gusto en medio de diecinueve mil quinientos metros cuadrados de áreas verdes. En ella rememoró sus años en Grecia. Tierra que amó desde niño, pero que las circunstancias habían obligado a abandonarla dejando en ella valiosas propiedades que terminaron confiscadas. Algún día las recuperaría todas. Una por una. Aunque tuviese que hacerlo mediante testaferros y tuviese que destruir el imperio heredado por su primo Onassis. Al ver esa propiedad la consideró perfecta. Sí. Era el lugar idóneo para acostarse por vez primera con la bella «Tica»[1] que, no solo había despertado la lujuria en él, sino que había logrado calar hasta sus huesos con sus ocurrentes razones para evadir las pautas legales estipuladas en el contrato. Desde que vio la imagen en su computador no pudo sacarla de su mente. «Susana Mills es una de esas mujeres que entran y se quedan para siempre… lástima que fuese solo una prostituta». Bueno, así la reconoció tras el itinerante banner con flash y sonido erótico que incitaba a hacer doble clic sobre él. No lo pudo evitar. No es hombre de acceder a ese tipo de redes, pero algo en ese rostro puritano tras sus prendas poco insinuantes intentando venderla lo hizo romper la barrera…Y lo siguió haciendo día tras día. Contempló con recelo una imagen de la joven en traje de baño. Dos piezas que se visualizaban como una pésima edición de Photoshop, muy diferente a la imagen que aparecía al fondo en traje de natación completo. Conservador. Sus gafas oscuras la hicieron ver elegante. Su cabello húmedo caía en ondas preciosas sobre sus hombros blancos que sobrevivían a un ligero bronceado y en general la fotografía parecía haber sido tomada en uno de sus descuidos. Daba la impresión de ver a una mujer absorta en sus pensamientos mientras clavaba sus ojos en la alberca en donde sumergía sus pies. Esas piernas lo hipnotizaron en más de una ocasión. Le gustó. No lo pudo negar. La subasta había iniciado un viernes. Precisamente el 21 de septiembre del 2012. ¿Cómo olvidarlo? Ese día sus finanzas habían recibido un fuerte golpe. Y Lissa Carthwer, su despampanante novia, había dejado ver sus verdaderas intenciones. Su experiencia con las mujeres lo habían convertido en todo un maestro, así que no solo sabía encontrar en ellas ese misterioso «Punto Gräfenberg» para hacerlas gemir de placer hasta que sus propios instintos fuesen saciados, sino que también reconocía la voracidad de sus ambiciones. Y Lissa Carthwer había demostrado ser la madre de todas las ambiciones. Cartier y su colección de joyas más sofisticadas conformaban su mejor aliado en eventos sociales, y ni hablar de la confección de sus prendas. Como inversionista llegó a verla como una mala inversión, pero sus destrezas carnales refutaban cualquier objeción. A veces se preguntaba las razones por las que su novia adquiría prendas cuya vida nunca alcanzaría para usarlas. Entonces, recordó su afición por los trajes a la medida y su calzado de marca italiana e ignoró su pregunta. Quizá, si él fuese mujer, gastaría lo mismo o más que su prometida. Suspiró y agradeció a Dios poder contar con talento para las finanzas y con esa ayuda divina que su madre, antes de fallecer, aseguró que tendría siempre. Sin esa bendición, muchos de sus negocios hubiesen sido un total fracaso. La franquicia de comidas rápidas en Londres, Estados Unidos y Canadá había dado en el blanco y actualmente se enfocaba en el mercado de Suramérica. Brasilia le había tratado con excelencia en su mercado de bienes raíces y el Caribe continuaba derrochando gracia con su red de hoteles La Monarquía. Sus acciones en la bolsa de valores se mantenían con buen pie y su fama de rey Midas se acoplaba a una función exponencial, pero aquella subasta también había cambiado su vida por completo. No fue el hecho de realizar una inversión. «Una inversión en el himen de una chica». No. Fue el hecho de poder enfrentarse a una realidad diferente a la suya. A una mujer diferente a Lissa Carthwer y a todas las mujeres que a sus treinta y dos años haya podido meter en su cama… Susana Mills se convirtió en la primera y única mujer que lo rechazó como hombre. Ninguna se hubiese atrevido, no porque no pudiesen, sino porque ninguna tuvo el respaldo moral suficiente para evitar ser comprada. A sus mujeres les importaba un bledo lo que ambos sintiesen o pensarán. Lo importante era el ascenso financiero y social. Gianni es considerado por la «prensa amarillista» el magnate seductor del siglo XXI. La diadema perfecta para la comunidad de paparazzi londinense. Gastaba una gran parte de su fortuna en seguridad solo para mantenerlos alejados de su vida privada. El último escándalo lo protagonizó junto a su primo Onassis y estuvo en boga por más de tres meses a pesar de que sus acusaciones sobre el robo de las pinturas familiares carecían de fundamento. Además, los folios de su abuelo estipulaban claramente la forma de negociación de estas y a quien correspondía. Lo tenía todo, y tras esos flamantes ojos, un don energético que solo su madre llegó a comprender. Lo heredó de ella. Podía percibir las energías de las personas que le rodeaban y de una u otra forma aprendió a controlar las sensaciones y a emplearlas para su bienestar. De esa manera se resguardó de muchos individuos que, según, su psicólogo, le resultaban tóxicos, no solo a nivel personal sino también financiero. De niño aborreció la clarisentencia e ignoró la psicometría. Su madre lo persuadía para despertar su credibilidad en ese don con historias que él consideraba inverosímiles. Repudió cualquier «don» que le pudiese lacerar el alma o el corazón. Renegó de sus capacidades psíquicas porque pudo mostrarle y hacerle sentir el momento nefasto en que su madre debió partir del mundo terrenal, sin ni siquiera poder inmutarse e impedirlo. Fue el primero en saber que ella moriría y desde entonces se odió por ello… Su cuerpo levitó en medio de un mar de sudor. El calor agitaba su pecho y las ansias de vómito cedieron a la flacidez que su cuerpo imberbe no comprendía. Una fuerza extraña lo oprimió contra la cama y le vedó levantarse y atravesar el pasillo que lo conduciría a la habitación de su madre, quien en ese instante agonizaba y cedía al ímpetu de un paro respiratorio. Odió su debilidad porque, si hubiese podido llegar a tiempo su alarma, habría permitido los primeros auxilios que interrumpiesen la apnea de su madre, pero esa fuerza extraña lo oprimía, lo amordazaba a tal punto que abrió su boca dispuesto a gritar, pero de sus perfectas cuerdas vocales no escapaba ni un chirrido. Sentía tensión en el cuello mientras su piel helada transpiraba como si terminase sus clases de artes marciales o los cien metros planos. Sus ojos lucían desorbitados, como si deseasen huir hasta calar las paredes que conducían a ella. La respiración asmática cedió a su arritmia tras un silencio interno que absorbía todos sus sentidos. Sentir la muerte no era un don, era una maldición… Gianni Streitwieser necesitó una adolescencia llena de visitas a psicoterapeutas para comprender sus enigmas y acabó renegando del tiempo invertido en charlas de diván que a la larga solo trataban de hacerle creer la inexistencia de ese don. Así que una mañana se levantó y se dijo a sí mismo: «¡Basta! Yo existo, y todo lo que existe en mí es una realidad… Solo debo conquistarme, subyugarme». Y desde entonces, lo hizo. Como un animal alfa. Imponente. Capaz de establecer límites. Detectaba estafadores y traidores con solo mirarlos una vez. Era algo. Una energía que se irradiaba de pupila a pupila, de piel a piel, completamente inexplicable. Al no hallar razón científica, refutó cuanta postura psicoterapéutica y se dejó conducir por su propio yo. Y fue todo un éxito. Por esa razón no podía sacar de su mente a Susana Mills. Su aura energética era tan diferente, tan pura. Era el desequilibrio del yin y el yang en un solo ser. Su espectro astral se exhibió tan contrario al de su novia Lissa Carthwer que dudó de su unión fundamentada solo en sus destrezas bajo las sábanas.
***
Buscó una mejor postura en el mullido sofá de cuero negro de alto espaldar. Desde su oficina se dedicaba a la gerencia de sus negocios. Tras abandonar Grecia, se estableció en Londres y no dejo de luchar por su meta. «Ser un poderoso inversionista». Cada ascenso lo celebraba con júbilo y su padre veía ese mismo brillo en sus pupilas. El mismo brillo que vio cuando a los diecisiete años le prometió recuperar todos los bienes familiares que habían sido expropiados por su primo Onassis en Atenas. Su padre se cobijaba en el recuerdo de su esposa y en su fracasada empresa naviera, y durante cada triunfo financiero de su hijo, temía… La sed de poder en él le preocupaba. Le insistía en establecerse. Gianni Streitwieser era el único de sus cinco hijos que se rehusaba al matrimonio. Se valía de sus poderes extrasensoriales para evitar a cuanta dama de sociedad le fuese presentada. En una ocasión rechazó en público a la hija de un importante socio, oriundo de Alemania quien quiso usar la noticia amarillista de la subasta anunciada por American Bestseller online para ridiculizarlo ante los presentes luego de que en un furtivo encuentro él se negase a tomarla como mujer. No lo pudo evitar. No se consideraba hombre de negarse un plato fuerte. Su cuerpo de diosa extasiaría a cualquier hombre, pero algo en ella se lo impidió. Esa sensación desconocida que recorrió sus venas hizo que su cuerpo la repudiará. La reacción instintiva de sus ojos verdes fue a calar los de ella, lucían dilatados e iridiscentes como si se estuviese adaptando a la oscuridad tétrica de un habitáculo. Se heló al ver tras su silueta la oscura sombra de un ente. Sintió que su energía podía ser letal. En sus ojos vio solo maldad. No era como las otras personas, capaz de albergar el bien y el mal. No. Esa joven mujer que abría sus piernas con saña a su miembro erógeno albergaba solo perversidad. Tuvo que ausentarse del evento y su padre se vio en la obligación de salvaguardar el honor de su apellido excusando a su hijo bajo el pretexto de condiciones médicas de urgente evaluación. La palidez enfermiza junto a su extraño descenso térmico y la transpiración exagerada dieron por hecho tal necesidad. Esa noche no pudo conciliar el s