El primogénito (La rendición de un libertino 1)

Laura Mercé

Fragmento

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PRÓLOGO

Sur de España, 1807

En todos los salones y tertulias familiares se hablaba siempre con gran escándalo, cuidando de que los niños ni las jovencitas estuvieran presentes, de las «inmorales» calaveradas del primogénito de don Pedro Ibáñez.

Los relatos de sus desenfrenos amorosos y sus constantes riñas, muchas de estas causadas por las amenazas de airados padres y hermanos que juraban matarlo si no reparaba las faltas cometidas, iban de boca en boca y de ciudad en ciudad, con el consiguiente temor entre las familias con hijas casaderas.

Hasta que Diego cumplió los veinte años, fue su padre quien tuvo que arreglar aquellos bochornosos asuntos. Por suerte, el dinero le servía para aplacar las ansias de venganza de la mayoría de los injuriados.

Desde muy niño, el heredero de don Pedro se había empeñado en rechazar cualquier disciplina, salvo la del estudio; aun así, pese a la esmerada educación que su madre y un gran número de ayos le habían inculcado, él parecía dispuesto a desafiar todas las reglas de la sociedad a la que pertenecía.

En lo que concernía a la formación de sus hijos (sobre todo, del primogénito), el señor Ibáñez, de manera encubierta, siempre había estado en desacuerdo con su esposa; él estaba convencido de que ningún hombre debía avergonzarse por la falta de ciertas «sutilezas y finuras» que, según doña Clemencia, formaban parte de una esmerada educación. Para don Pedro, saber leer, escribir, restar y sumar era más que suficiente; con esas cuatro reglas ya se podía ir con tranquilidad por el mundo.

El dueño de las bodegas Ibáñez pertenecía al linaje de los hombres sencillos y rudos que entretenían sus ocios en obrar, y no tanto en pensar. Para él, así como para su grupo de amigos, la caza, jugar algunas partidas de cartas, reunirse a beber unos tragos y asistir a todas las romerías, fiestas y tertulias familiares eran una manera de gozar de la vida en plenitud.

Con el correr de los años, las preocupaciones de don Pedro, lejos de atenuarse, iban en aumento al comprender que el mayor de sus hijos tampoco demostraba interés por las prósperas bodegas de la familia, que en aquella comarca jerezana representaban una antigua y honorable dinastía. De hecho, ese inmenso patrimonio, el mayor orgullo del padre, no parecía significar nada para el hijo.

Por si eso fuera poco, a don Pedro y su esposa aún les quedaba otra pesadumbre más que iba llenándolos de ansiedad: Diego, con veinticuatro años ya cumplidos, tampoco mostraba el más mínimo interés en formar una familia. Al hablar sobre el tema con su grupo de amigos, el joven solía repetir: «¡Ahhh, el matrimonio! Ese bendito sacramento que solo nos acarrea disgustos y sinsabores. ¿Por qué arruinar esta vida tan estupenda que tengo? Creo que un hombre no debería contraer enlace hasta no haber hecho todo cuanto desea hacer. Si un hombre se encadena a una esposa antes de tiempo, estará perdido. ¡Hay tantas mujeres hermosas, y la vida resulta tan corta para alcanzarlas a todas...!».

Dentro de los círculos sociales a los que Diego pertenecía, la gente siempre se hacía la misma pregunta: «¿Pero de qué cepa habrá sacado don Pedro Ibáñez ese mal sarmiento?», y muchos otros exclamaban indignados: «¡Es un vicioso libertino; un mal ejemplo para la sociedad, además de un peligro para nuestras hijas!».

Solo en los campos, donde quizás era más conocido, al joven Ibáñez se lo defendía a rajatabla: «¡Ese don Diego es único; algo calavera y loco, pero su juventud y guapeza le sirven de excusa! Eso sí, nadie puede negar que tiene un gran corazón, y todos lo queremos mucho». «¿Que molesta a nuestras mujeres? ¡Son puras calumnias! ¡Lo que sucede es que al hijo del amo se le ofrecen todas... y él no tiene voluntad para rechazarlas!». «¡Es muy noble; a todos nos trata como si fuéramos de su mismo rango!». «El señorito Diego es rico ¡y los ricos no tienen otra obligación que no sea la de divertirse!». Otros solo murmuraban moviendo la cabeza: «Cosas del señorito».

Diego Ibáñez representaba, en la intrincada sociedad a la que pertenecía, un claro ejemplo de esa juventud rica y ociosa, que era dueña de todo el país. Y aquellas humildes personas, acostumbradas por forzado respeto a los ruidosos placeres de sus poderosos amos, lo disculpaban como si eso fuera solo una obligación del joven rico.

De las andanzas del joven Ibáñez se podía hablar días y días, y siempre quedaba algo más por decir; incluso se podía completar un voluminoso libro con sus continuos libertinajes y también con sus aventuras y desventuras.

Diego tenía innumerables defectos, y eso nadie podía negarlo: inconstante, libertino, voluble, cínico e irreflexivo; con una cortesía que delataba una cierta majestuosidad dilapidadora, junto a un humor solapado y paciente, incluso en el disimulo y en el engaño. Además de eso, estaba dominado por una exacerbaba sensualidad. Y muchos aseguraban que el esbozo de su semicontenida sonrisa burlona —que a perpetuidad se reflejaba en su semblante— era un gesto bien estudiado del que se valía para acentuar su seducción.

No obstante, el primogénito de la familia Ibáñez también poseía las buenas cualidades que permitían sus defectos: franco, leal, gentil, magnánimo y, a menudo, un modelo de altruismo que llegaba a romper con el tópico del «prepotente señorito andaluz».

Las personas que de verdad lo querían solían destacar la sinceridad de su carácter, además de su lealtad y sentido del honor, que lo señalaban como un implacable justiciero defensor de los más débiles y amigo fiel de todos los marginados. Y era así como Diego podía pasearse con tranquilidad, a la hora que fuera, por los peligrosos arrabales de Cádiz y de Jerez de la Frontera, sin que ningún peligro lo amenazara.

Para completar las virtudes del joven Ibáñez, se podía agregar que, además de su fama de benefactor, de galán afortunado y de temible duelista, estaba catalogado como el mejor jinete y domador de potros en varias leguas a la redonda.

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CAPÍTULO 1

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