Amaneceres cautivos

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Prólogo

flor

Seguramente, en Palencia se encuentra el románico más completo de España. En una de mis frecuentes visitas a esa tierra, entre capiteles y arcos ojivales del monasterio cisterciense de San Andrés de Arroyo, de transición romano-gótica, ante el sarcófago de doña Mencía de Lara, que ordenó su edificación, capté la esencia de la mujer en esa época convulsa del Medievo: tenía vedado el acceso a cualquier centro de decisión, carecía de derechos, no podía disponer de su propia fortuna, esclava de su señor, con derecho de pernada y meramente objeto de la procreación, que se aceptaba incluso por la Iglesia Romana para quien representaba, fundamentalmente, un ser pecador. Sin embargo, aquella sociedad hubiera sido impensable sin el aporte de la mujer a la economía doméstica y rural. No existía asociación familiar que no se asentara en aquella mujer valerosa, que hacía de su vida el paño con que se vestía un período negro. Período en el cual ella era vital, pero en el que se le negaba la cualidad de persona.

Es ella, esa mujer de origen noble, la que impulsó en gran medida la construcción de conventos y abadías, algunos de los cuales llegaron hasta hoy, y a cuya sombra sembraron raíces de conocimiento y lectura, hasta el punto de acuñar el varón aquella frase «...siendo que los libros no son leídos más que por mujeres deben, por tanto, corresponderles en herencia». Mi reconocimiento a esas mujeres me llevó a plantearme esta historia, como un pequeño desagravio por tanto vilipendio.

NIEVES HIDALGO

Octubre de 2008

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Año del Señor 1521

Toledo. España.

A esta tierra nos ataron

castellanos tan altivos

que por vida nos legaron

amaneceres cautivos.

1

flor

Febrero

Los ojos oscuros de la muchacha pasaron raudos sobre las letras impresas en aquel pliego de papel, firmado y sellado por las autoridades competentes. Nadie vio el destello de cólera que los iluminó durante unos segundos. Una cólera que quemaba y que, de haber sido otra su crianza, la hubiera impulsado a tomar un puñal y asesinar al emisario de tan funestas nuevas. Sin embargo, Marina Alonso y de la Vega no se dejó llevar por la ira; muy al contrario, había aprendido a guardar sus más intensos sentimientos en una coraza que, sin duda, había sido forjada como el acero de la ciudad que la vio nacer, y moldeada por las enseñanzas de las monjas que la instruyeron.

Con un gesto casi lánguido, devolvió el documento que la condenaba a ser una protegida durante el resto de sus días. E incluso sonrió al hombre, que desvió la mirada, abochornado por ser el portador de tan malas noticias.

—Mi señora, yo...

—Nada he de reprocharos, don Evaristo —cortó ella con un gesto de su mano—. No habéis hecho más que cumplir con vuestro cometido y os lo agradezco. Sé que no es grato para vos.

El hombre se alisó las puntillas que sobresalían de los bordes de su jubón, sin saber muy bien dónde poner las manos, después de enrollar y guardar el documento.

—Si en algo puedo ser útil...

—Sé que puedo contar con vuestra ayuda —sonrió ella—, pero me parece que ya está todo decidido. Otros lo han hecho por mí.

Evaristo de Céjar hizo un saludo breve y salió de la estancia.

Apenas lo hubo hecho, la puerta volvió a abrirse y una mujer de cabello oscuro, con algunas canas en las sienes, entró precipitadamente en la pieza y se quedó mirando a Marina, los brazos en jarras y el gesto huraño.

—¿Y bien?

Marina guardó silencio hasta que vio a través de los cristales que la visita salía de la casa, montaba en su caballo y se alejaba al galope por el camino que atravesaba la pequeña hacienda. Sus ojos eran dos ónices, brillantes y un poco acuosos por las lágrimas contenidas. Sus cabellos, recogidos bajo una redecilla oscura, fulguraban en su negrura absorbiendo los últimos rayos de luz de aquella tarde de febrero. De repente sintió frío. Un frío hiriente que le llegó hasta los huesos. Notó un ligero vahído pero se repuso de inmediato. Aun tratando de disimularlo, el mareo fue advertido por Inés, que se acercó con rapidez.

—Vamos a vuestro cuarto, niña.

La joven se dejó conducir sin decir una palabra. Salieron de la sala, atravesaron el suntuoso patio de entrada, falto de flores ahora, y ascendieron por las escaleras que daban al primer piso. Cuando Inés cerró la puerta tras ella, preguntó:

—Era el condenado documento, ¿verdad?

—¿Lo dudabas?

—¡Cerdos!

—Inés, por favor. Cuida el vocabulario. De nada sirve enfurecerse —dijo la muchacha dejándose caer en una butaca forrada de raso verde oscuro con rayas más claras.

Inés tenía treinta y cinco años recién cumplidos, llevaba en la casa desde que a los cinco su padre la dejara al cuidado de los Alonso, porque el trabajo, la viudedad y la bebida a la que se echó al morir su esposa, no le permitían cuidar de una criatura. Había trabajado en la hacienda fregando suelos, haciendo la comida, aseando los cuartos y hasta cuidando de las porquerizas. Hasta el nacimiento de Marina, la hija adorada de don Tello Alonso de Cepeda y Barrientos, señor de Aguilar y de doña Beatriz de la Vega. La señora de la casa, delicada de salud desde siempre y viendo el cariño que de inmediato demostró Inés por el bebé, la puso a cargo de la niña. Desde entonces no se había separado de ella. Compañera, amiga, confidente; había sido de todo para la pequeña Marina. La adoraba como la hija que no tuvo y que sin duda nunca tendría, dada ya su edad.

Con una sonrisa triste, quitó la redecilla dejando suelta la larga y sedosa cabellera de su protegida, comenzando a cepillarla con mimo.

—¿No vas a impugnarlo? —Inés tuteó a la joven, como hacía siempre que ambas estaban a solas.

—¿Impugnar un documento escrito por hombres para su propio beneficio?

—Mejor podrías haber dicho por buitres, para disfrute de los buitres.

—Sea como sea, los médicos han emitido su dictamen y la Ley ha dispuesto que no tenga nada.

—Y ¿vas a conformarte? —gruñó Inés.

Marina alzó la cabeza y miró a los ojos a su amiga y criada. Los suyos se volvieron más negros que nunca y en su rostro, ligeramente aceitunado, apareció un destello producto de la ira.

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