1.ª edición: septiembre, 2017
© 2017 by Ana E. Guevara
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa
del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-824-2
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Nota de la autora
Agradecimientos
Promoción
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—¿Cómo es posible? ¿Cómo he podido ser tan idiota? Y mira que se veía venir, que todo el mundo me lo decía, pero yo pensaba que esta vez sería diferente, que conmigo se portaría mejor que con las otras. ¡Mira que soy ingenua a veces!
Marta se hacía estas reflexiones en voz alta mientras conducía por la autovía de Madrid a Cartagena. Las gasolineras y mesones pasaban unos detrás de otros rápidamente a ambos lados de la carretera dejando una estela de vacío a su alrededor. Tras varios años trabajando sin descanso había decidido pedirse seis semanas de vacaciones para aclararse las ideas. Bueno, sería más justo decir que no tuvo otra opción, los responsables de la cadena fueron bastante tajantes al respecto, su situación sentimental estaba haciendo mella en el share, y eso no se podía permitir. En un primer momento las audiencias aumentaron porque a todo el mundo le gusta conocer las miserias de los demás, pero después, viendo que Marta no entraba al trapo y seguía con su vida como si no hubiera pasado nada, la gente perdió el interés y se pasaron a ver otros programas donde daban más carnaza y ahondaban más en las desgracias ajenas.
Porque ya es malo que tu novio te sea infiel, pero es peor ser portada de todas las revistas y tema de discusión en varias televisiones. Pero claro, eso es lo que pasa cuando «tu novio» es un jugador del Real Madrid y «tú» eres presentadora de un programa de cotilleo de máxima audiencia.
—No, no es culpa mía, no es que yo sea idiota, es que él es un cabrón. Y esa rubia con la que estaba… Prefiero ni pensarlo, porque no creo que pudiera decirle cosas demasiado bonitas. ¡Valiente pécora! —Sacudió la cabeza al decir esto y su larga melena morena se movió al compás.
Instintivamente, mientras conducía, pisó el acelerador, como si quisiera atropellar esos sentimientos, pero en seguida se dio cuenta de lo que estaba haciendo y volvió a levantar el pie. Lo último que necesitaba ahora era un escándalo por exceso de velocidad. Suficiente mal estaban ya las cosas como para encima volver a ser portada de nuevo. Los kilómetros volaban mientras ella se dirigía a su ciudad natal. Volver siempre la reconfortaba porque veía a su familia y se reencontraba con sus amigos, pero esta vez todo era diferente. No le apetecía encontrarse a nadie pues veía la pena, la piedad o incluso el sentimiento de que ella solita se lo había buscado en los ojos de los demás. Su novio, «exnovio» se corrigió mentalmente, era un mujeriego empedernido antes de conocerla a ella, y por lo que reflejan las últimas ediciones de las revistas del corazón, después de conocerla siguió con sus antiguas costumbres a pesar de prometerle que cambiaría. Sintió de nuevo ganas de acelerar con lo que trató de distraerse poniendo uno de sus CDs favoritos en el reproductor del coche.
—Venga chicos, cantadme un poco. —Y subió el volumen de la radio, con la música alta no podría escuchar sus pensamientos. Y se dejó invadir por el ritmo de One Republic. Y con los acordes de Counting Stars se sumergió en una conducción intranquila hacia su ciudad natal.
—Muy bien, esto ha estado tranquilo estos últimos días, pero eso no significa que nos tengamos que dormir en los laureles.
—Entendido, jefe.
—¿Seguro? Porque tienes cara de no estar despierto todavía —le recriminó el inspector Martínez a su subalterno mientras lo miraba de reojo.
—Claro que sí, aunque no negaré que necesito un café —respondió Raúl al tiempo que iba derecho a la cafetera de la oficina. Movió su metro ochenta y tres de estatura con gracia y se sirvió una generosa taza de café con dos azucarillos.
El ambiente en la brigada de la Policía Judicial era bastante relajado ese lunes por la mañana. La luna llena había pasado y ahora tenían por delante una semana que se antojaba más tranquila que la anterior. Es un dato curioso y mucha gente no se lo cree, pero las estadísticas están ahí, cuando hay luna llena, los crímenes se disparan. Cada uno de los miembros se dirigió a su mesa, pues siempre había trabajo que hacer, aun cuando parecía que la situación estaba calmada. La brigada de la Policía Judicial tenía una parte de la tercera planta para ellos, las mesas estaban alineadas junto a los grandes ventanales para aprovechar al máximo los trescientos días de sol al año de los que orgullosamente presumía Cartagena. Era un ambiente que conjugaba perfectamente lo moderno con lo funcional. Al fondo, tras una puerta de cristal al ácido, se encontraba el despacho del jefe de la brigada.
El «jefe» era el inspector José Antonio Martínez, aunque sus subordinados le llaman Horatio a sus espaldas por su parecido con el jefe de C.S.I Miami. Nada más poner un pie en la puerta de la comisaría para salir a la calle, sacaba de un bolsillo del uniforme sus gafas de sol espejadas, para deleite de su equipo, que se reía a escondidas. Rondaba los cincuenta, aunque nadie sabía con exactitud qué edad tenía y ninguno había osado nunca entrar en la base de datos nacional para comprobarlo. Tenía el pelo castaño claro salpicado de innumerables canas y unas arrugas bordeaban sus ojos dándole un aspecto de sabio consejero. A pesar de su edad, se mantenía en forma y sus amplios hombros quedaban ceñidos dentro de los jerséis de hilo que solía llevar.
Horatio había conseguido formar un buen equipo con el paso de los años. Eran personalidades muy distintas, pero que cuando se juntaban trabajaban estupendamente.
En la brigada podíamos encontrar a Pilar, o mejor dicho, la Pili, la secretaria de la unidad que ponía un punto de humanidad y de sentido común al equipo. Era un poco bruta hablando, pero con un corazón de oro, aunque a veces sus modales no lo demostrasen. Una mujer que de joven fue realmente guapa y que ahora aún conservaba parte de su atractivo aunque estuviera más regordeta y el tiempo no hubiera pasado en balde. Es amable y dicharachera y se comporta como la madre de todos los de la brigada. Pablo Romero, uno de los mejores investigadores, tranquilo, tímido y sereno, pero a quien no se le escapaba una. Cuando no se encuentra trabajando aprovecha para salir a navegar pues es un apasionado de la vela. Susana Gutiérrez, la chica del equipo, parecía una princesita porque era delgada y con carita de niña buena, pero era una de las personas más duras de toda la unidad. Se giró a mirar por la ventana y el sol extrajo reflejos color oro de su cabello rubio. Tecleaba a gran velocidad un informe en el ordenador con sus largos dedos de color porcelana. Y por último tenemos a Raúl Albaladejo, que aún estaba apoyado de espaldas en la mesa de la cafetera. No pudo reprimir un bostezo cuando finalmente cogió su taza y se la llevó a su mesa. Este era una mezcla entre Sonny Crockett y Austin Powers, siempre de buen humor, con la palabra justa para hacer sonreír a todo el equipo. Su altura y su envergadura evidenciaban su pasado como boxeador semiprofesional. Unos ojos verdes como la menta que se le echa a un té moruno y una sonrisa con blanquísimos dientes son su seña de identidad. Le cuesta tomarse la vida en serio, pues tiene muy claro que no va a salir vivo de ella, por eso siempre bromea y su buen humor se acaba contagiando a todos los miembros del equipo.
Llevaban unos años trabajando juntos, y habían conseguido resolver algunos casos bastante interesantes. Uno, de hecho, fue hace unos años, cuando pillaron a un asesino en serie que estaba trabajando en Cartagena y que llenó el litoral de asesinatos rituales con una cuidada a la vez que macabra puesta en escena. Fue una noticia que catapultó al equipo de Horatio a lo más alto. Fueron portada de todos los periódicos y concedieron varias entrevistas en la televisión nacional pormenorizando los detalles del caso y cómo fueron capaces de resolverlo para encontrar al asesino. Desde entonces, y gracias a Dios, habían tenido casos más sencillos. Nadie quiere vérselas con un asesino en serie todos los días.
El jefe se encaminó tranquilamente hacia su despacho pasando su mirada despacio por sus subordinados. Se rascó la sien de forma automática con el pulgar de la mano derecha pensando que esta calma es la que precede siempre a la tormenta. Al llegar a su mesa se sentó disgustado en la silla, tenía un mal presentimiento, las cosas iban a ponerse feas de un momento a otro.
—Va a salir mal. No puede salir bien.
Ella murmuró las palabras, casi susurrando, con el miedo dibujado en las comisuras de los labios y en sus profundos ojos castaños. La habitación estaba casi en penumbra, una pequeña ventana con la persiana hasta la mitad dejaba entrar unos rayos de sol que parecían aletargados y faltos de vida. La luz se reflejaba en la pintura color pastel de las paredes y se escurría hasta bañar suavemente los muebles que cubrían las paredes de la habitación. Estaban sentados en una cama con un cabecero de madera maciza rematado por querubines regordetes. A ella nunca le había gustado esa cama, le había inspirado desconfianza y algo de aprensión el hecho de tener que dormir bajo la mirada de esos niños ángeles. Él se había reído de ella aduciendo que eso no eran más que tonterías y ella había acatado sus órdenes, como siempre hacía, pues él era lo más importante de su vida. Fue él quien consiguió sacarla de aquel horrible barrio y ofrecerle una vida más o menos de verdad.
—Deja de decir eso, ya está hecho y no podemos volver atrás. Hicimos lo que teníamos que hacer para salvar el pellejo, ahora ya no es nuestro problema.
Él trataba de mantener la calma, aunque por dentro era un hervidero de sensaciones encontradas. Miraba al techo distraído intentado que ella no se diera cuenta. Le costaba admitir que ella pudiera tener razón, aunque eso pasaba bastante a menudo. Recordó la vez que le dijo que no le gustaban los ángeles regordetes del cabecero de la cama, él se había reído de ella y sin embargo, con el paso del tiempo, él había comenzado a detestarlos también. ¿Podría tener ella razón ahora también como ya la tuvo con los querubines?
—Siempre será nuestro problema, ¿es que no lo ves? —preguntó ella, apelando a su humanidad, reconectándolo con su lado bueno. Él estaba decidido, no daría su brazo a torcer y las cosas se harían a su manera.
—Veo que te estás comportando como una histérica, que si sigues así nos pillan fijo. Así que cierra la boca y trata de parecer tranquila.
No le gustaba la idea, pero no sabía qué otra cosa podían hacer. Ella respiró hondo, se concentró en su respiración, en sentir cómo el aire entraba y llenaba sus pulmones lanzando el diafragma hacia abajo. Luego, muy despacio, exhaló el aire, lo fue soltando poco a poco. Repitió esta operación varias veces, aire dentro y luego fuera, hasta que consiguió calmarse. Se ajustó la falda, sacó una de sus mejores sonrisas y decidió salir a enfrentarse a la vida con la mentira que les había tocado vivir.
Paso rápidamente a ver a su madre y a recoger la llave de la casa de la playa. Su madre no dijo nada, pero tenía la frase «te lo advertí» escrita en la mirada. Era una mujer prudente, y sabía que su hija estaba pasando por un mal momento, así que decidió no añadir más leña al fuego; pero Marta sabía que le tocaría una charla con ella tarde o temprano. Prefería que fuera tarde, su madre siempre acababa ganando ese tipo de discusiones. Se montó en el coche y el espejo retrovisor le devolvió unos enormes ojos color avellana, detrás de ellos su madre seguía en el porche con los brazos cruzados y los labios apretados. Se despidió con un gesto de la mano que su madre le devolvió segundos antes de darse la vuelta y meterse en la casa. Se marchó dejando un rastro de perfume en el ambiente y un murmullo de ropa almidonada tras de sí. Terminadas las formalidades con su madre, se dirigió rumbo a la casa que sus abuelos tenían en la playa.
—¡Maldita cerradura! Sí que tiene que hacer tiempo que nadie la usa porque está atascada —se lamentó en voz alta mirando alrededor por si había alguien capaz de echarle una mano. Trató de girar la llave al mismo tiempo que empujaba con el hombro y, tras un momento de indecisión por parte de la puerta, las bisagras cedieron y esta finalmente se abrió.
El olor a polvo era bastante insoportable, así que no perdió ni un segundo y lo primero que hizo al entrar fue abrir todas las ventanas y dejar que el aire marino inundara la casa. Miró alrededor contenta, no era el Palacio de Buckingham, pero para seis semanas podría bastar.
Su madre le había dado la llave de la casa de verano de sus abuelos. Desde que ella y sus primos crecieron apenas la usaban. Su hermano la debe haber utilizado en alguna ocasión para pasar un fin de semana con sus amigos, pero eso era todo. La casa seguía teniendo esos horribles muebles que recordaban de forma muy directa a los ochenta con estampados imposibles y tejidos más imposibles todavía. Decidió dejar la maleta en la entrada y sacar el portátil. Tuvo que apartar un búho hecho con conchas y una caracola de escayola de la mesa delante del sofá para poder hacer sitio. La funda de flores del sofá estaba polvorienta, se dijo que debería poner una lavadora si no quería morir de un ataque de asma. Además, tendría que pasar por la tienda a comprar algunas provisiones, porque salió corriendo de Madrid y solo llevaba consigo medio paquete de Chips Ahoy y varias latas de Coca Cola light.
Ya se dedicaría a todo eso más adelante, ahora no tenía ni las ganas ni el coraje de ocuparse de algo tan mundano. Sintió una presencia a su lado y Loken se echó a sus pies. Era el labrador dorado que el futbolista le había regalado cuando empezaron a salir. Él ya podía ponerse como quisiera, pero el perro no se lo pensaba devolver.
—Venga, vamos a darte de comer, chico guapo. Tú al menos no me traicionarás. —Le puso algunas de sus croquetas en su plato y aprovechó para salir al porche a respirar el aire salado.
Sus abuelos tenían una casa enfrente de la Playa de Levante en Cabo de Palos. Era una pequeña construcción de paredes encaladas, con una puerta que en otra época fue de un azul muy vivo, y ahora era una mezcla de azul oscuro y gris. Hacía años que no entraba en esa casa y le sorprendió lo poco que había cambiado. No se puede decir lo mismo del entorno, antes había pequeñas chalés como los de sus abuelos a un lado y a otro, ahora había chalets muy lujosos, varios con piscina y todo. Siempre pensó que era un estupidez tener piscina teniendo el mar justo delante. ¡Y qué mar! El Mediterráneo, fiero y tranquilo, profundo y antiguo. Era algo que había echado muchísimo de menos en Madrid, allí no hay mar. No se había dado cuenta de lo mucho que lo añoraba hasta que volvió a tenerlo delante. Cerró los ojos un instante saboreando el salitre del aire y dejándose mecer por el arrullo constante de las olas.
Salió un poco al paseo marítimo, a la izquierda se veía la Manga, con sus monstruosas construcciones que se abarrotaban en verano de turistas ávidos de un trozo de arena y de unas cuantas olas. Estábamos en pleno mes de abril, ya había pasado la Semana Santa y el tiempo había refrescado un poco, con lo que no había turistas, la Manga estaba prácticamente desierta. Si miraba a la derecha ahí estaba el faro. Su abuelo siempre le contaba la historia del faro y ella lo miraba fascinada mientras representaba la construcción y cambiaba las voces para ser unas veces el farero, otras el rey y otras un pirata berberisco. El faro fue al principio una torre de vigía que se construyó en el siglo XVI para defenderse de los piratas, pero siglos después, en el XIX, fue demolida, y sus sillares se emplearon en la construcción del nuevo faro. «Los cartageneros no olvidamos nunca nuestra historia, la reciclamos y la volvemos a integrar en nuestras vidas», le había dicho su abuelo una vez.
Entró de nuevo en la casa, cogió la correa de Loken y una chaqueta, saldrían a dar un paseo. Le sentaría bien caminar por la playa desierta. A Loken le volvía loco la arena. Es curiosa la atracción que ejerce el mar en un perro nacido en Madrid, cuando estuvo de vacaciones en la costa con el futbolista…
—No, no vamos a pensar en él, ¿verdad, Loken? Ahora vamos a pensar solo en nosotros.
Y dicho esto, bajó los escalones que separan el paseo marítimo de la playa. Loken salió disparado a meterse en el mar, pero nada más tocar el agua con las patas dio media vuelta. Por lo visto no estaba preparado para la temperatura del agua en abril. Estuvo tentada de quitarse los zapatos y pasear descalza por la arena, pero al ver la reacción de su perro se lo pensó mejor, no parecía sensato andar descalza en pleno mes de abril, por muy en la costa mediterránea que se encontrara. Suspiró y se dispuso a dejar su mente vagar perdiéndose en el murmullo de las olas y la brisa mediterránea.
—¿Cómo has visto a la niña?
—Estaba bien. Me la esperaba más triste, más deshecha, pero supongo que ya no es nuestra pequeña. Ya se ha hecho una mujer, podrá lidiar con esta ruptura —lo dijo con la boca pequeña, pues no quería preocupar a su marido, aunque ella tampoco estaba muy convencida de sus palabras. El rápido encuentro con Marta solo había servido para dejarla aún más intranquila, desaparecer durante seis semanas en Cabo de Palos no le parecía la mejor solución al problema, ella hubiera preferido que se quedara con ellos en casa. Así podría consolarla como cuando era pequeña y venía buscando refugio en su regazo tras caerse del tobogán y hacerse un rasguño.
—No es solo una ruptura, es el escarnio público, es salir en prensa, en que tu nombre se asocie a un malnacido que no tiene huevos para ser un hombre de verdad. —Fernando, el padre de Marta, siempre había sido muy temperamental, sobre todo con los asuntos que atañían a su hija.
La pareja estaba hablando en la cocina de la casa de los padres de Marta. Era un dúplex con jardín que se encontraba en uno de los barrios de la periferia cartagenera donde últimamente había habido una gran expansión inmobiliaria amparada por la ya célebre burbuja del ladrillo. Ellos fueron de los primeros en comprar, antes de que los precios se dispararan y se volvieran prohibitivos para la mayoría de los mortales a menos que quisieran ver sus destinos enlazados con el del banco al menos en treinta años. Así que bien podían decir que habían sido afortunados.
La cocina la habían ido ampliando con el paso de los años ganándole terreno al patio que, desde que se fueron los hijos, ya apenas utilizaban. Era una estancia bastante amplia con una gran mesa de comedor donde reunían a la familia para las grandes ocasiones y electrodomésticos metálicos de última generación que daban un aspecto un tanto industrial a un espacio moderno pero hogareño.
—Vale, Fernando, vale. Yo también estoy cabreada, ese futbolista no me gustó nunca, pero es a quien Marta eligió, así que no nos quedaba otra que aguantarnos. —De nuevo dijo esto para calmar a su marido, no porque realmente lo pensara—. Además, tú conoces a tu hija, sabes que si le hubiéramos dicho que no nos gustaba, se hubiera comprometido con él, se hubieran ido a vivir juntos o cualquier cosa similar. Ya la conoces, es una cabezona que no soporta que le digan cómo tiene que hacer las cosas. No se puede negar que es hija tuya —dijo señalándole con el dedo de forma acusadora.
—No sé de qué me estás hablando, mujer. —Y le dedicó a su esposa una sonrisa sincera. ¡Qué bien lo conocía Irene! Más de treinta años de matrimonio, con sus altos y sus bajos, evidentemente, pero aún seguían teniendo esa complicidad propia de los primeros años de matrimonio. Fernando se levantó pesadamente de la silla de cocina en la que estaba sentado, los años no estaban pasando en balde y ya comenzaban a resentirse sus rodillas si pasaba demasiado tiempo en la misma posición. Se acercó a su mujer y la abrazó por detrás dándole un beso en el cuello.
—Vamos a darle tiempo para que se instale, y el fin de semana la invitamos a casa a comer paella. Se lo podemos decir a su hermano también y nos reunimos todos —dijo Irene ilusionada.
—Los vecinos van a pensar que es Navidad, porque solo en esa fecha nos ven a todos juntos comiendo en casa —añadió Fernando con una sonrisa irónica que no solo se quedó en los labios, sino que subió decidida hasta sus ojos.
—¡Eres imposible! Ya sé de dónde ha sacado la niña eso también. —Pero no pudo evitar sonreír, pensando que su marido tenía razón. Hacía ya varios meses que no se juntaban todos, el trabajo de Marta en Madrid le dejaba poco tiempo libre y, cuando tenía unos días de descanso, solía irse con su novio de turno o con sus amigas. Es una vida que a ella le costaba trabajo comprender, pero que tenía que respetar. Además, ahora estaba aquí, su pequeña ha vuelto a Cartagena, seguramente será sólo cuestión de tiempo que deje la cadena de televisión para sentar cabeza aquí. O al menos, con eso so