Destinos cautivos

Nieves Hidalgo

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
Cita
Año del Señor de 1517
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Epílogo
Nota de la autora
destinos

Dedicatoria

A las chicas de las Intrigas Palaciegas, por el buen rato que pasamos una noche buscando título para esta novela.

A todos los lectores que se enamoraron de Elena y Diego en Amaneceres cautivos y me pidieron su propia historia. En especial, a Maite Moraga y Raquel Ruiz (tenéis unos críos maravillosos).

Para L. y L. Os quiero, aunque no es nada nuevo.

Al que es fuente de mi inspiración. Siempre.

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Almas de afán generoso

carácter de tierra y fuego

no son inmunes al ruego

del débil menesteroso.

Inmersos en las intrigas

de nobles y purpurados

intrusos amenazados

por peligros y fatigas.

Ajenos a los motivos

que amordazan emociones

se nutren en las pasiones

de sus destinos cautivos.

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Año del Señor de 1517

Trujillo. España

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1

Hacienda Los Arrayanes

Se había casado aquella misma mañana.

Y había roto su matrimonio antes de finalizar el día.

Todo un récord. Incluso para ella, la impulsiva, imprudente, pertinaz y temeraria Elena Zúñiga.

El omnipotente y soberbio Enrique Zúñiga de Valbuena, su padre, aquel que se vanagloriaba ante quien quisiera escucharlo de haber acompañado en su lecho de muerte a don Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago, lo había dejado todo dispuesto antes de morir. Y su madre, una mujer pusilánime pero egoísta, que siempre vivió cohibida por una personalidad tan absorbente, no se atrevió a desairarle ni aun después de que descansara en una caja de pino porque los deseos de su esposo colmaban sus sueños.

El único apoyo le llegó por parte de su abuela, una mujer dispuesta y flemática. De padres ingleses, había pisado por primera vez la Península a la edad de ocho años, allí se había quedado y se consideraba más española que inglesa. De ella había heredado no solamente su cabello rubio y sus ojos azules, sino genio, bravura y también cinismo. Legados que, aderezados con su testarudez, alimentaron continuos enfrentamientos en vida de su progenitor.

Pero él había ganado, al fin, aquella batalla de arrestos. Aun después de muerto impuso su voluntad de casarla con el heredero del hombre que fuera su amigo. Ella, sin alcanzar la mayoría de edad, solo podía doblegarse y aceptar el matrimonio con Diego Martín y Peñafiel, conde de Bellaste.

Y se plegó a las circunstancias.

Otra cosa iba a ser la convivencia que exigía el matrimonio.

Había nacido libre, hablaba tres idiomas, conocía las letras y las matemáticas, podía tocar un clavicordio de treinta y ocho teclas... Lo que era más importante, tenía una cabeza con la que pensar. Este dato era ya de por sí suficiente, según su abuela, para que nadie le impusiera su santa voluntad. Claro que una cosa era la lógica y otra la práctica. En un mundo de hombres, un pensamiento libre como el suyo topaba siempre con cada varón que se le acercaba. Sobre todo con su padre, que en nada se había parecido al difunto abuelo. Si él hubiera estado vivo...

Así que viajó hasta Trujillo acompañada de su abuela, tres sirvientas y un escaso número de soldados, algo bisoños, pero suficientes como para hacerse respetar durante el trayecto desde Toledo. Treinta largas leguas de polvo, mosquitos, zanjas y cansancio hasta llegar a la ciudad donde celtas, fenicios, romanos y árabes dejaron su huella a lo largo de la Historia. Tierra de encinas, alcornoques, robles y quejigos. De intrincadas callejuelas, iglesias y palacios.

No le importó lo penoso del viaje porque amaba Extremadura y parte de su infancia transcurrió a caballo entre sus llanuras y las de Castilla. A lo que se opuso desde un principio fue a regresar a la hacienda de los Bellaste, Los Arrayanes. Y a casarse con Diego.

Pero ya no había remedio. El padre Agustín, al que conocía desde niña, les unió en santo matrimonio. Unos esponsales que duraron lo que dura la ceremonia, el convite y las felicitaciones.

A la hora de retirarse al tálamo nupcial, Elena despidió a dama

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