Besos a un tirano (Besos y más besos 1)

Francine J.C.

Fragmento

besos_a_un_tirano-2

CAPÍTULO 1

Santiago de Compostela, Alameda de Santa Susana

Otro día más igual, ¡por favor! ¡qué sitio! ¿aquí no para de llover nunca? Casi siempre el cielo está gris y no veo jamás el sol. Después de cuatro años aún no me he acostumbrado. Estamos en octubre y acaban de empezar las clases y, para relajarme un rato, como cada tarde, salgo a correr por la alameda.

Vivo en una residencia de estudiantes para hijos o nietos de militares. Mi padre era militar y los últimos años de su vida los pasó enfermo. Murió cuando yo tenía diez años. A partir de ese momento, mi madre y mi abuela cuidaron de mí, hasta que un día, cuando yo tenía dieciocho, un conductor borracho atropelló a mi madre en un paso de peatones, por lo cual me quedé así, sola, con mi pobre abuela Amalia. Por eso acabé aquí, en esta residencia y, gracias a la paga de huérfana, las becas y servir cafés en un bar cercano al campus universitario, puedo estudiar Administración y Gestión de Empresas. Eso sí, he perdido un año y no me puedo permitir otro más. El dinero se agota, las becas son ridículas —cada año más—, y el poco dinero que obtuve del accidente de mi madre está llegando a su fin.

Hoy estoy empapada. Parece que cae más que otros días. Creo que será mejor que me vaya a la residencia antes de que me coja una pulmonía. Dejo de correr y continúo caminando, porque tengo los calcetines tan mojados que me resbalan dentro de las zapatillas deportivas y, con la suerte que tengo, seguro que me parto la crisma.

Al ir haciendo la curva del sendero, detrás de unos arbustos, hay una chica sentada en un banco, sola, bajo la lluvia. Me pregunto qué le pasará. Al ir acercándome creo conocerla. ¡Sí, es ella! es esa pija que siempre anda rodeada de tíos por el campus, ¡pero pija con mayúsculas! Se llama Jessica o Jennifer, pero no porque su madre le haya puesto el nombre de su cantante o actriz favorita, sino porque sus padres creo que son británicos, o al menos tiene un apellido inglés, si no recuerdo mal... Es como una Barbie: delgada, alta, rubia, ojos azules, cintura estrecha y una buena delantera, ¡Vamos! igualita que yo, que soy atlética, no llego al metro sesenta y cinco, pelo castaño y ondulado, ojos marrón claro y casi no tengo pechos.

Es muy raro que esté en este sitio ella sola y sin paraguas. No me parecería tan raro si fuera de noche y estuviera con un chico, porque aquí vienen muchas parejas a meterse mano o a practicar sexo, ya que es un lugar con varios caminos, arbustos grandes y pequeños y muchos árboles. Un lugar tranquilo para pasear, correr y, dependiendo de la hora... otras cosillas.

Me da un poco de pena, la verdad, ¡y qué demonios! la curiosidad me puede y me acerco a ver qué le pasa. Lo más probable es que esta estirada me mande al cuerno.

—¡Hola! ¿estás bien?

—Hola... —dice la Barbie muy bajito.

—¿Te encuentras bien? —insisto.

—No... —suena como un suspiro.

—¿Te apetece que vayamos a algún sitio más cómodo? ¡Puedo llevarte! Tengo el coche aparcado ahí cerquita, aquí vas a enfermar. —¡Buf!, con franqueza, a esta tía le pasa algo gordo.

—Vale... me llamo Jess... —continúa en el mismo tono monocorde—. Jess Cromwell.

—¡Bien! Yo soy Sara, Sara Estévez —¡Madre mía!, ha sonado como si me burlara de ella, en plan, Bond, James Bond. Que manía tienen los guiris de presentarse con nombre y apellido aunque sea una situación informal—. ¿A dónde quieres ir?

—¿Podemos ir a tu apartamento...?

—Mmmm... lo siento. Vivo en una residencia, pero podemos ir si quieres, te presto algo de ropa seca y tomamos un café o un té calentito. ¿Qué te parece? —Me da la risa solo con imaginarla con mi cochambrosa ropa.

—Bueno...

La verdad es que no sé si ha suspirado o me ha contestado. Opto por lo segundo, la cojo del brazo y la ayudo a levantarse. Me sigue con facilidad. Por un momento creí que se negaría o que se pondría a llorar o algún tipo de reacción más dramática.

—Tengo el coche ahí mismo, y llegaremos en cinco minutitos, entraremos en calor y, y... ¡ya verás qué bien! —Me están entrando dudas, ¿y si le pasa algo realmente jodido como que hoy, no sé, ha tomado la medicación, ha matado a alguien o vete tú a saber? ¡Y yo me la llevo a casa y la invito un cafecito!

Cuando llegamos al coche —bueno, cochecito, mi maravilloso Corsa verde oscuro, que no corre nada y, si va cargado, menos todavía— subimos y la miro de reojo. ¡Vaya! qué bonita es... no tiene un solo defecto, pero parece muy triste.

Aparco con rapidez, puesto que ya tengo mi sitio estratégico y entramos en la residencia. Es un edificio muy feo, gris y sin gracia. Lo único que lo alegra un poco son los árboles y plantas ornamentales, pero ¿qué se puede esperar de una residencia militar?

Subimos a mi habitación. Es grande e individual, de eso no me puedo quejar. Tengo un escritorio, una silla, un armario, una pileta con espejo y por supuesto una cama.

Abro el armario y le ofrezco mi mejor chándal, porque no creo que le queden muy bien mis tejanos gastados, seguro que le quedan cortos.

—¿Quieres té o café? —le pregunto mientras pongo el agua a calentar en el hervidor.

—Té, gracias. —¡Bueno! parece por el tono de su voz está algo mejor—. Sabes, es la primera vez, desde que estoy estudiando aquí, que alguien me ofrece algo sin pedirme nada a cambio —dice muy seria, pero con una chispa de luz en sus ojos.

—¡Eh!, no te preocupes, la cuenta te la paso luego.

Ella suelta una sonrisilla tímida con mi estúpida broma. ¡Lo he conseguido! He logrado distraerla y que se relaje un poco.

De pronto, se le ensombrece el rostro de nuevo y los ojos se le ponen vidriosos, al borde de las lágrimas.

—Debes pensar que estoy como una cabra —me suelta.

—No, loca no. Un poco rarita, pero loca no. —Si supiera lo que he estado pensando... Le ofrezco el té.

—He recibido una llamada de mi hermano y me dijo que su mejor amigo, Miguel, ¡se va a casar dentro de un mes!

—¿Y qué pasa? —pregunto extrañada.

—Miguel es el amor de mi vida... —susurra echándose a llorar.

¡Vaya por Dios! ¿mal de amores? ¡si yo aún no he tenido tiempo para esas cosas! A ver, que gustarme, me han gustado unos cuantos, pero no he llegado a enamorarme por falta de tiempo, y porque ellos no sabían ni que existía, o porque son actores de cine, que mucho menos van a saber de mi existencia.

—Él no la ama, estoy segura —se lamenta.

—¿Por qué dices eso? ¿Cómo puedes estar tan segura?

—¡Porque lo sé! Lo conozco de toda la vida, lo recuerdo todos los veranos con nosotros desde que yo no levantaba dos palmos del suelo. Siempre lo quise mucho y, a partir de la adolescencia, empecé a sentir por él algo más. Hasta que, con dieciséis años, le confesé estar perdidamente enamorada. Él, por supuesto, me dijo que no era más que una niña, que me adoraba como a una hermana y que jamás me vería de otro modo y que, si mi hermano se enteraba de que se le había ocurrido pensar en mí como una posible de pareja, le cortaría los huevos con toda seguridad.

—¡Caray! —Menudo energúmeno tiene que ser el h

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos