Una tarde en el Támesis (Un día en el Támesis 2)

Bethany Bells

Fragmento

una_tarde_en_el_tamesis-2

PRÓLOGO

Doce años antes…

Último día en Londres

23 de abril de 1814

Lady Harriet Waldwich Saint-George se despertó al oír un llanto de bebé.

¿Qué hora era? Muy temprano, a decir de la poca luz que llegaba del exterior, pero se conocía y sabía que ya no podría volver a dormir. ¿Le pasaba algo a su hermano Andrew? Seguro que sí, siempre se quejaba por alguna cosa. Era un niño odioso. Por su culpa estaba ella en Londres, en vez de con sus amigas, en Oxford.

A Harriet le encantaba Oxford. Allí había nacido y allí había vivido hasta que sus padres decidieron que, dada la mala salud del pequeño Andrew, era mejor trasladarse a Londres, donde podían contar con la atención inmediata de los mejores médicos de la corte, los que trataban al propio príncipe regente y su familia.

Desde entonces, ella estaba atrapada en aquella ciudad odiosa y papá iba y venía, siempre ocupado con reuniones. Aunque eso no le gustaba, Harriet estaba muy orgullosa de él. Todo el mundo decía que Richard Waldwich, conde de Trammheran, era un gran coleccionista, y un historiador de gran prestigio.

«¡Ya se habrá ido!», pensó, al recordar que, la noche anterior, habían cenado todos juntos, porque su padre debía irse a primera hora a Oxford.

—¡Pero si es el día de Saint George! —había exclamado Harriet, disgustada. En su casa se celebraba especialmente. Era el apellido de su madre, y ella lo conservaba con orgullo.

—Tendremos que celebrarlo otro día, cariño.

—¿No puedo ir contigo? ¿Y mamá? ¡Podríamos ir los tres y pasar el día en Oxford!

Richard la miró con pena.

—Me temo que esta vez no, cielo. La próxima.

—Papá tiene una reunión con señores importantes, Harriet —le dijo su madre—. Y cómete la sopa. No le des vueltas a la comida.

—¿Cosas egipcias? —le preguntó a él. A papá le gustaba la historia, descubrir qué habían hecho las gentes de otras épocas.

El conde de Trammheran se echó a reír.

—Sí, egipcias. Y no puedo llevarte conmigo, princesa. —Se inclinó hacia ella, para decirle en tono confidencial—: Pero te dejaré algo precioso en nuestro rincón secreto, para celebrar el día de Saint George y para que te acuerdes de mí. —Se inclinó para hablarle en un susurro, simulando que su madre no les oía. Y lady Miranda, efectivamente, sonrió como si no les oyera—. Y te traeré algo más bonito todavía, a mi vuelta.

Harriet palmeó encantada, al recordarlo. ¿Qué le habría dejado? ¡Seguro que ya estaba allí, y que era precioso! Se levantó y corrió como loca a su armario. Allí tenía un compartimento secreto que había ideado su padre, para jugar a los tesoros con ella y hacerla sentir más cómoda en Londres. Desde entonces, cuando llegaba o se iba, o cuando le apetecía por puro capricho, metía allí algún que otro obsequio, y tarde o temprano ella lo encontraba.

Como ese día. Efectivamente, en el hueco que había en la pared del fondo, que solo se veía cuando se retiraba una madera, su padre le había dejado un collar de piedras, unas más gruesas, otras diminutas, de un azul brillante, sorprendentemente jaspeadas con brillos dorados. «¡Qué piedras tan extrañas!», pensó, deslizándolas entre los dedos. Además, estaban engarzadas en una delicada redecilla de oro.

Era egipcio, estaba segura, su padre le mostraba muchas veces sus libros y dibujos, y aunque no supiera qué significaban, pudo reconocer el símbolo central, una especie de gran escarabajo. A los lados, se extendían lo que parecían sus alas, formadas por las piedras, que iban menguando de tamaño hacia los laterales.

El collar no se encontraba solo: de hecho, estaba bien enroscado en una muñeca de cartón. En otras épocas, hubiese estado encantado con ambas cosas, pero ya era mayor, pronto cumpliría los doce años, no entendía por qué razón sus padres tenían que seguir pensando en ella como una niña a la que le gustaban las muñecas. De hecho, nunca le habían hecho mucha gracia. A veces jugaba, cierto, pero solo si se sentía muy sola y no le se le ocurría otra cosa que hacer. Como su madre, prefería pasar el tiempo libre con la equitación, la esgrima y la lectura.

Se puso el vestido, con el collar nuevo por encima, y salió del dormitorio dando botes, sintiéndose muy elegante. Se cruzó con una de las doncellas, Rowena, que llevaba una palangana cubierta con un paño.

—No se quede en medio, lady Harriet —le advirtió la doncella—. ¿Ya se ha levantado? Mejor haría quedándose un rato más en la cama.

—No tengo sueño, Rowena. —Giró sobre sí misma, levantándose la mata de rizos negros para que se viera bien el regalo de su padre—. ¿Te gusta mi collar?

—Oh, de verdad que es precioso, milady. —La doncella se inclinó a contemplarlo, admirada—. ¿Es viejo? ¿De las cosas que los hombres de su padre encuentran por ahí, enterradas?

—Sí. Bueno, antiguo. Se dice antiguo. ¡Y lo es, muchísimo! —No tenía ni idea, pero se le daba bien inventar—. ¡Perteneció a una princesa de hace diez mil años, que luchó con un temible dragón que quería devorar el mundo, lo mató con su espada y salvó a todos!

Rowena se echó a reír. Era una muchacha regordeta y poco atractiva, con una nariz demasiado grande y una barbilla demasiado breve, pero a Harriet le parecía perfecta, porque la quería mucho. Llevaba con ellos desde que se establecieron allí y era lo mejor de Londres.

—Ande, ande, baje a la cocina. Le daremos de desayunar, así tendrá fuerzas para enfrentarse a su propio dragón.

—Vale. —Miró hacia la habitación de sus padres. La puerta estaba cerrada. Oyó toses, de bebé—. ¿Y mamá?

—Con el médico. No haga ruido. Su hermanito no se encuentra bien.

—Vaya. —Titubeó, esperanzada—. ¿Entonces, no iremos a la fiesta?

—Claro que sí, milady. Si no puede ir su madre, puedo acompañarla yo.

Ese día era el cumpleaños de las gemelas Keeling, las hijas pequeñas del duque de Gysforth, que cumplían siete años, y papá y mamá estaban empeñados en que se hiciese amiga de Ruthie Gysforth, su hermana mayor. Harriet afrontaba como podía aquella situación. Ruthie le caía bien, era muy simpática, pero no soportaba a las gemelas.

Lizzie y Lettie eran niñas chillonas, como Andrew, absolutamente incapaces de quedarse quietas dos segundos, y más cuando estaba cerca Minnie Ravenscroft, la hija pequeña del duque de Manderland, que tenía nueve años y actuaba como líder de aquella banda de revoltosas. Ella fue la que le contó a Harriet lo que era un cuco. Le dijo que, tarde o temprano, Andrew iría haciéndose con todo el amor de sus padres, hasta conseguir echarla de casa. Niña odiosa…

Y también estaba aquel horrible lord Gysforth…

Las últimas veces que su madre la había acompañado a Gysforth House, para que jugase un rato con Ruthie y las gemelas, había quedado patente que a John Keeling, el duque de Gysforth, le gustaba verla. Le gustaba demasiado.

Harriet lo descubrió por casualidad, al captar una mirada que intercambiaron y que la alarmó y angustió en igual medida. No conseguía olvidarlo, y les vigilaba siempre que le era posible. Lord Gysforth parecía incapaz de apartar las pupilas de su madre, ni siquiera cuando lady Evelyn, su encantadora esposa

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