La alargada sombra del amor

Mathias Malzieu

Fragmento

CAPÍTULO I

I

¿Hace demasiado frío allá arriba donde estás? Dime: ¿sabes que hay flores que adornan tu cielo? ¿Sabes que tendremos que cortar el árbol que tanto te gustaba? ¿Y sabes que el viento agita los postigos de la cocina y sacude tu sombra sobre el embaldosado?

Ahora que siempre es de noche para ti.

Todavía recibes cartas, las dejamos encima de tu ropa, que sigue doblada. Si quieres, puedo enviarte un trocito de España, una buena botella de champán y dos o tres libros. Sé que podrás disfrutar de mis regalos ahora que los médicos te han dejado en paz con sus tubos en la nariz y en la tripa y ya no tienes que forzarte a comer ni a coger el teléfono.

Ahora que siempre es de noche para ti.

¿Has ido a esconderte bajo una piedra, en una fuente de tartas, en un recién nacido, en una tela, en un huevo, en un bordado? ¿Y qué puedes decirme ahora que siempre es de noche?

Dime, ¿te sientes mejor? Dime, ¿es ligero como una burbuja eso de dejar sin más tu cuerpo ahí, igual que una prenda estropeada que ya no puedes ponerte? Se acabó ese peso que aplastaba tu sonrisa, que aplastaba tu vientre, que te aplastaba. ¿Pudiste escapar? Con tu sonrisa doblada y guardada en el bolsillo ahora que siempre es de noche para ti.

En casa todo parece haber caducado, hasta los yogures de frutas que conservamos en la nevera saben a marchito. No tenemos fuerzas para seguir adelante, por más que nos metamos gaseosa fresca en el esófago como una tormenta de azúcar: nada. Un cementerio más, la noche, el frío y otra capa de noche. Nosotros no vemos nada, ya no te vemos, vamos a ciegas, sabemos tan poco… Caminamos por la noche y no te encontramos, claro que todas las noches se confunden; noches negras, recias como una tela, pocas estrellas, todo se parece en la oscuridad.

Es cierto que están los recuerdos, pero alguien los ha electrificado y conectado a nuestras pestañas, y en cuanto nos vienen a la cabeza, nos queman los ojos.

Ahora que siempre es de noche para ti.

Te fuiste a las 19.30. Hasta el último momento te acompañaron las rosas de color naranja recién cortadas que decoraban tu mesilla de noche y te ayudaron los sorbitos de agua con limón, pero no han sido suficiente. Tampoco los tubos y las agujas clavadas en tus brazos. Las 19.30, «se acabó». En el reloj de tu corazón, la aguja pequeña ya nunca volverá a subir hasta las doce.

Detrás de la puerta de la habitación nos espera el servicio posventa de la muerte. Nos entregan una bolsa de plástico con sombras que te pertenecen, un camisón, horquillas de pelo, un cocodrilo de perlitas anaranjadas medio descosido, algunas fotos, tus zapatillas y un relojito roto, parado en las 19.30.

Ese cocodrilo lo tejió mi hermana para ti. Le faltan una pata y unas cuantas perlitas de la tripa. Ojalá te las hubieras podido llevar contigo.

Tras la muerte uno siempre se espera que algo aún se mueva, aunque sean las perlitas de un cocodrilo roto.

En la temporada en que a Lisa le dio por hacer cocodrilos de perlitas, seguro que no imaginaba que un día sería madre, y tampoco que se quedaría sin madre. Solo era una niñita que se parecía a su madre y a la que le gustaba mucho hacer cocodrilos con perlitas de dos colores.

Ahora, papá, Lisa y yo somos huesos y músculos, nada más.

El hospital. Su pasillo interminablemente blanco que hay que escalar caminando en horizontal sin chocarse contra una pared. Está prohibido derrumbarse. No se puede. Es necesario articular los pulmones con movimientos normales de respiración. Todo está bloqueado, todo está vacío. Pero funciona, igual que una vieja barca cuyo timón fuese gobernado por un fantasma de emergencia. Siempre puedes aferrarte a unas perlitas de cocodrilo. Siempre puedes aferrarte a las paredes blancas de la habitación y a los ramilletes de fluorescentes vacíos. Siempre puedes, pero no pasa nada, ni nadie. Solo el tiempo. Los relojes siguen desgranando los segundos como si nada.

Fingimos caminar, imitamos a las personas que éramos antes, cuando aún estabas aquí. Hace pocos minutos te escurrías entre nuestros dedos, pero todavía estabas.

Entonces teníamos miedo, y nos hacía mucho daño. Pues aquello no era nada en comparación con el vacío que nos estalló silenciosamente delante de las narices con el breve «se acabó» de la enfermera. Todo el mundo tenía miedo. Miedo de que te fueras. Y ahora que te has ido, tenemos más miedo aún.

Todos nos aguantamos con el corazón clavado en la tripa y en la garganta. Sin hacer ruido. No queremos que lo oigas. Es espantoso el ruido de un corazón cuando se rompe. Como el de un huevo a punto de abrirse aplastado por un bulldozer de porcelana. No queremos que comprendas. ¿Sabías? Queremos seguir oyendo un poco del tú y del nosotros funcionando con normalidad, con palabras, y sin tubos de plástico. ¡Queremos «antes» y ahora!

«Señores, señoras, por favor, diríjanse a la salida.» No pueden arrebatarte así a una madre. ¡Que quiero quedarme! La operaré, durmiendo pegadito a ella, veréis cómo se despierta. ¡El sol entre sus dedos, ya veréis, ya veréis! ¡Vamos!

Si las enfermeras, con sus ojos cubiertos de párpados, lo dicen, debe de ser cierto: se acabó. No he conseguido retorcer los relojes, cambiar el curso de nuestro destino, no he conseguido hacer magia, ni he conseguido el amor, ni la medicina, ni nada.

Lisa ha tirado su corazón contra la pared, papá va a recogerlo. Yo he tirado mi corazón contra la pared, papá va a recogerlo. Me tiro contra la pared, papá va a recogerme. Estrépito de bulldozers que se tiran uno contra otro.

Las enfermeras entran en la habitación lanzando una mirada que quiere decir «Hacéis mucho ruido». ¡No existen! Dime que no existen los pasitos de plástico de las enfermeras taconeando en el linóleo. Estás dormida, estás cansada, vas a descansar en paz. ¿Sí?

Hemos recogido los corazones, nos hemos agarrado unos a otros con el mecanismo de los brazos y nos hemos marchado de la habitación.

Reina un silencio que anula todo lo demás, denso como una losa. Salimos del edificio.

Nos hemos despeñado. Igual que unos alpinistas a los que acabaran de quitar la pared montañosa, el punto de apoyo al que se aferraban para no perder pie. Aunque te hayas hecho a la idea de que va a suceder lo peor, la caída siempre es un brutal golpetazo.

«Se acabó.»

Con las uñas clavadas en el hielo, puedes sufrir y pensar, incluso desear morir de frío. Pero sigues vivo, pues la esperanza aún se subleva. Cuando la montaña se esfuma y se acabó, te caes de espaldas sin poder agarrarte a nada, es el momento de las cosas que se apagan. Inmediatamente te pierdes. Surge la noche en pleno día, en plena cara, y ya nunca nada será como antes.

El vacío es una gran cosa. Nos espera a la salida del hospital. Y me asusta indefinidamente. Papá y Lisa se marchan en el coche, tienen que ir a buscar ropa para ti. Vagan como dos sombras mientras yo espero en el aparcamiento. Tu hermano está de camino. Viene a ver a su hermana muerta. Él también se marchará con su saco de vacío para el resto de su vida.

Estoy en el aparcamiento y veo que cae la noche hasta donde me alcanza la vista. Únicamente la sombra del hospital y los faros de los coches pellizcan el horizonte en silencio.

Estoy mecánicamente vivo, ya que mis dedos se mueven y mis ojos parpadean. Sin embargo, siento un profundo vacío. Como si me hubiera bebido una taza de té, se me hubiera hecho añicos en la garganta y me retorciera todos los puntos sensibles del cuerpo, sin tocar los órganos vitales, para que me quede aquí. Veo con claridad la hilera de árboles a la entrada del aparcamiento sacudidos por el viento, con sus sombras retorcidas, pero no oigo nada. Tengo la sensación de que me encojo y crezco al mismo tiempo. De no caber en mi propio cuerpo. Me siento como si yo mismo fuera demasiado grande para mi cuerpo. Es el vacío que se hincha y me hincha. Mis manos tiemblan como una garganta estrangulada. Las obligo a agarrarme los hombros, pero siguen temblando. Me miro las rodillas: parecen dos piedras grandes, y los tobillos dos piedras medianas. Lo demás tiembla. No es frío de verdad, es esa cosa nueva: el vacío.

¡Y Lisa y papá tienen que ir a abrir el armario de tu habitación para elegir tu último vestido! Al mover la tela, el perfume de suavizante para ropa les acariciará la nariz. Ahí empiezan las caricias cortantes, las que se clavan en los antiguos recuerdos.

Cuando tuviste que marcharte de casa para ir al hospital, unas sombras ocuparon tu lugar. Las he visto extenderse, primero por la cocina, por entre las cazuelas inmóviles, luego se enredaron entre tus peinecitos y en el cuarto de la plancha, como unas telas de araña opacas. Al principio, me bastaba con soplarles un poco encima para que desapareciesen. Y mientras, pensaba y decía en voz alta que regresarías.

Después transcurrieron los días, tuviste que quedarte en el hospital, y las sombras se solidificaron en casa. Se extendían por debajo de la puerta de tu habitación, parecían auténticas plantas carnívoras. Los últimos días, era imposible tocar, ni siquiera acercarse al pomo de la puerta. Las sombras se aferraban a los cuadros colgados en el pasillo y trepaban por la pintura. Parecía que las paredes se agrietaban.

Papá las veía igual que yo; sin embargo, nadie decía nada. Nos dábamos cuenta de que se hacían un poco más densas cada día, pero nos negábamos a prestarles demasiada atención. Mamá regresará, y estas asquerosas sombras se largarán por donde han venido, punto final. Yo sentía cómo aumentaba nuestra preocupación por la forma en que papá hablaba con Lisa por teléfono, y también por la forma de no telefonear a Lisa. El instinto de supervivencia y el miedo nos impidieron casi hasta el final rendirnos a la evidencia.

Ahora, las sombras han debido de agarrarse como el cemento armado hasta los dientes. Toda la casa debe de estar minada.

Papá conducirá, hay que seguir comportándose como personas vivas. Sus brazos abrirán el portalón de madera que cierra mal debido a la humedad del otoño que lo hincha. Subir las grandes escaleras de piedra que se enroscan alrededor del pino piñonero y dar con la forma acertada de meter la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Y el álamo gigante que tenemos que cortar, ¿no se decidirá a agitar sus raíces hasta el fondo del garaje para levantar la casa entera y lanzarla a que se estrelle contra el pórtico del cementerio?

No sé cuáles son mis habilidades, ni para qué podrían servir ahora. Me da miedo que papá y Lisa se topen con dificultades sobrenaturales al intentar hacerse con ese último vestido, allí en el armario infestado de sombras. Me concentro en la idea de ver llegar el coche. Y pensar que mañana debemos subir al escenario. Ni siquiera estoy seguro de saber todavía cómo va eso de sacar notas musicales de mi cuerpo, ahora que tengo un agujero dentro.

Y está el álamo gigante, muerto con la cabeza en el cielo por encima de la casa; espero que aún siga en pie. ¿Fingirá estar vivo, con sus sombras aferradas al tejado, antes de que vengan a cortarlo también a él? Dicen que es demasiado grande, que nos arriesgamos a que el viento lo arranque y aplaste la mitad de la urbanización. Pues a mí me gusta. Los gatos trepaban por él cuando paseabas esas maneritas tuyas al ir a coger el correo bajo sus

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