1
Estaba rodeado de mujeres desnudas y se aburría como una ostra.
Wyatt Royce se obligó a no fruncir el ceño mientras bajaba la cámara sin haber hecho ni una sola fotografía. Con aire pensativo, retrocedió un paso a la vez que examinaba con mirada crítica a las cuatro mujeres que tenía delante como Dios las trajo al mundo.
Guapas. Seguras de sí mismas. Con curvas voluptuosas, la piel suave, ojos brillantes y piernas torneadas y musculosas, de esas que dejaban claro que eran capaces de rodear a un hombre con fuerza.
Dicho de otro modo, todas tenían un gran atractivo sexual. Un aura. Un je ne sais quoi que llamaba la atención de todo el mundo y excitaba a los hombres.
Pero ninguna de ellas tenía lo que él buscaba.
—¿Wyatt? ¿Estás listo, tío?
La voz de Jon Paul lo sacó de sus frustrantes pensamientos y asintió con la cabeza para responder la pregunta del director de iluminación.
—Lo siento. Estaba pensando.
JP se puso de espaldas a las chicas y lo miró con una sonrisa malévola mientras le decía en voz baja:
—No me extraña.
Wyatt rio entre dientes.
—Tranquilo, chaval.
Wyatt lo había contratado hacía seis meses para que hiciera un poco de todo. Era un chico de veintitrés años, recién graduado en Fotografía por la Universidad de California en Los Ángeles, pero en cuanto demostró ser no solo un fotógrafo excelente, sino también un prodigio de la iluminación, la relación entre ellos dejó de ser la de jefe-asistente y se convirtió en la de mentor-alumno antes de acabar siendo la de amigo-colega.
JP era un hacha en su trabajo y Wyatt había acabado dependiendo mucho de él. Pero el chico había estudiado fotografía arquitectónica. Así que el hecho de que las modelos femeninas a las que veía todos los días, además de ser espectaculares, fueran casi siempre desnudas en plan provocativo lo seguía fascinando y, según sospechaba Wyatt, lo obligaba a darse una ducha fría diaria. O tres.
Claro que no pensaba criticarlo. Al fin y al cabo, era él el creador del mundo erótico y sensual en el que ambos vivían todos los días. Llevaba meses encerrado en su estudio con una serie de mujeres guapísimas, rozando su piel cálida con los dedos cada vez que las colocaba con cuidado para sacar las distintas fotografías. Mujeres ávidas por complacer. Dispuestas a moverse según sus directrices. A colocar su cuerpo en esas posturas sensuales y cautivadoras que tan incómodas debían de ser. Y solo lo hacían porque él se lo decía.
Mientras estuvieran delante de su cámara, le pertenecían por completo. Y se mentiría a sí mismo si no admitiera que, en muchos sentidos, las sesiones de fotos eran tan eróticas como las fotografías en sí mismas.
Así que sí, percibía la atracción sexual, pero jamás sucumbía. Ni siquiera cuando muchas de sus modelos le habían dejado clarísimo que estaban dispuestas a trasladarse del estudio al dormitorio.
Bastante erotismo tenía ya el proyecto.
¿Demasiado, tal vez? Joder, había muchas cosas que dependían de ese trabajo. Su carrera. Su vida. Su reputación. Por no mencionar sus ahorros.
Dieciocho meses antes había decidido dar la campanada en el mundo del arte y de la fotografía y solo faltaban veintisiete días para que descubriera si lo había conseguido.
Lo que esperaba era que el éxito lo golpeara como si fuera un cañón de agua. Con tanta fuerza y tan rápido que todos alrededor acabaran empapados con él en el mismísimo centro, el responsable indiscutible de todo el revuelo.
Lo que temía era que la exposición solo produjera una tenue onda en el agua, como si metiera el dedo gordo en la parte más profunda de la piscina.
JP tosió a su espalda y el sonido lo sacó de sus elucubraciones. Alzó la vista y, al ver que las cuatro mujeres lo miraban con ojos rebosantes de esperanza, se sintió como el más cerdo.
—Siento haberlas hecho esperar, señoritas. Estaba intentando decidir cómo os prefiero. —Lo dijo sin segundas, pero la morena bajita soltó igualmente una risilla tonta y, acto seguido, apretó los labios y clavó la vista en el suelo. Wyatt fingió no haberse dado cuenta—. JP, ve a mi despacho a buscar la Leica. He pensado que las quiero en blanco y negro.
La verdad era que no había pensado nada en absoluto. Solo estaba haciendo tiempo. Diciendo chorradas mientras decidía qué hacer con las chicas, si acaso hacía algo.
Se acercó a ellas mientras hablaba, intentando descubrir por qué ninguna le interesaba. ¿Tan inadecuadas eran? ¿Tan poco apropiadas para lo que él necesitaba?
Las rodeó muy despacio, examinando sus curvas, sus ángulos, el suave brillo de su piel bajo la luz tenue. Una tenía una nariz altiva y aguileña. Otra, una boca carnosa y sensual. La tercera, el tipo de mirada erótica que prometía satisfacer todas las fantasías de un hombre. Y la cuarta, ese gesto inocente que incitaba a pervertirla.
Todas ellas le habían enviado sus álbumes profesionales a través de su agente y él se había pasado horas analizando todas y cada una de las fotos. Todavía había un hueco libre en su exposición. El más importante. El eje central. Una mujer que uniría todas las fotografías de la muestra con una serie de imágenes eróticas que tenía muy claras en la mente. Una confluencia de luz y escenificación, de cuerpo y de actitud. La sensualidad unida a la inocencia y acentuada por el atrevimiento.
Tenía claro lo que quería. Y lo más importante: en lo más profundo de su ser, sabía a quién quería.
De momento, esa mujer todavía no había pisado su estudio.
Pero estaba en algún lugar, quienquiera que fuese. Estaba segurísimo.
Era una pena que solo le quedaran veintisiete días para encontrarla.
De ahí que se hubiera rebajado a buscar entre las agencias de modelos, aunque su visión para la exposición siempre había sido la de usar aficionadas en vez de modelos profesionales. Mujeres cuyos rasgos o actitud le llamaran la atención en la playa, en el supermercado o allí donde las viera. Mujeres de su pasado. Mujeres de su ámbito laboral. Pero que no vivieran de su cuerpo. Esa había sido la promesa que se había hecho desde el principio.
Sin embargo, allí estaba, suplicándoles a los agentes que le enviaran a las chicas más sensuales que tuvieran. Quebrantando su propia norma, porque estaba desesperado por encontrarla. Esa chica esquiva que se escondía en su mente y que, tal vez, solo tal vez, contara con un agente y con un contrato como modelo.
Pero sabía que no era así. No esa chica.
No, la chica que quería no tenía experiencia con la cámara y sería él quien capturase esa inocencia por vez primera. Esa era su visión. El plan que había seguido durante dieciocho largos meses y que consistía en intercalar sesiones entre sus trabajos habituales. Había pasado casi dos años sin dormir por las noches porque tenía que revelar las fotos, subsistiendo a base de café y barritas de proteína porque no tenía tiempo para pedir comida, mucho menos para cocinar.
Meses de planificación, de preocupaciones y de seguir el plan previsto al pie de la letra para conseguir su objetivo. Y de todos esos momentos dulces, tan preciosos, en los que sabía, de todo corazón, que estaba a punto de crear algo verdaderamente espectacular.
Estaba agotado, sí. Pero casi había acabado.
De momento, había elegido cuarenta y una fotografías para la exposición y, en su opinión, todas y cada una de ellas eran perfectas.
Solo necesitaba encontrar las últimas nueve. La última sesión fotográfica con esa mujer perfecta. Esas fotos que le pondrían el broche de oro a su visión, tanto por la chica que tenía en mente como por lo que quería lograr con esa exposición en solitario.
Había hecho un enorme sacrificio y por fin estaba cerca de la meta. Muy cerca, joder. Sin embargo, allí estaba, dándole vueltas a la cabeza con esas modelos que no eran lo que quería ni lo que necesitaba.
«Joder», pensó.
Se pasó los dedos por su abundante pelo corto.
—En realidad, señoritas, creo que hemos acabado. Gracias por vuestro tiempo y por el interés que habéis demostrado en el proyecto. Miraré vuestros álbumes y me pondré en contacto con vuestro agente si sois seleccionadas. Podéis vestiros y marcharos cuando queráis.
Las chicas se miraron entre sí, asombradas. JP parecía igual de perplejo cuando volvió al estudio con la Leica colgada del hombro y una conocida pelirroja al lado.
—Siobhan —dijo Wyatt, pasando por alto el nerviosismo que comenzaba a hacer estragos en sus entrañas—, no recuerdo que hayamos quedado.
—Pensaba que ibas a hacer una tanda en blanco y negro —dijo JP al mismo tiempo, mientras levantaba la Leica como si fuera un niño de ocho años a punto de explicar lo que era.
Las chicas, que se estaban vistiendo delante de Wyatt, se detuvieron, inseguras de repente.
—Hemos acabado —les dijo él antes de mirar de nuevo a su asistente—. Tengo todo lo que necesito para tomar una decisión.
—Muy bien. Claro. Tú eres el jefe —replicó JP, aunque mientras hablaba miró de reojo a Siobhan, que había cruzado los brazos por delante del pecho y tenía el ceño fruncido, no se sabe si por confusión o por enfado. Seguramente por las dos cosas.
Sin embargo, Wyatt sintió admiración por ella en ese momento, porque se mordió la lengua y no le preguntó nada hasta que la última modelo desapareció por el pasillo que conducía al vestuario y oyeron que se cerraba la puerta a su espalda.
—¿Tienes lo que necesitas? —le preguntó ella, directa al grano—. ¿Eso significa que una de esas modelos es la chica que has estado buscando?
—¿Para eso has venido? ¿Para comprobar mis progresos? —Mierda. Parecía un niño culpable delante de la directora del colegio.
Menos mal que Siobhan se echó a reír.
—En primer lugar, y dado que te has puesto a la defensiva, voy a suponer que la respuesta es no. Y segundo, antes que nada, soy la directora de tu exposición y tu amiga por encima de todo. Así que, como amiga tuya que soy, déjame que te pregunte qué coño estás haciendo. Nos queda menos de un mes para dejarlo todo listo. Así que si una de esas chicas es la que necesitas, dime qué puedo hacer para ayudarte. Porque yo también estoy metida en esto, ¿recuerdas? Si la exposición fracasa, los dos perdemos.
—Gracias —soltó Wyatt con sequedad—. Te agradezco tu sentido y estimulante sermón.
—A la mierda con los sentimientos. Quiero que aparezcas en las portadas de todas las revistas de fotografía y de arte del país y que tu exposición recorra al menos doce museos y galerías de arte en los próximos cinco años. Me importa un pito si te parezco sentida o no. Solo quiero que saques esto adelante.
— ¿Y ya está? —le preguntó él a su vez, conteniendo una sonrisa.
—Joder, no. También quiero un ascenso. Mi jefa está considerando la idea de mudarse a Manhattan. Quiero su despacho.
—Está bien eso de marcarse un objetivo —comentó JP al tiempo que señalaba a Wyatt con la cabeza—. Yo quiero el suyo.
—Vete —le dijo Wyatt, que hizo un gesto con el pulgar en dirección al vestuario—. Acompaña a las chicas por la galería —le ordenó.
El edificio constaba de su estudio de dos plantas, con una discreta entrada por el callejón trasero, y de una galería de arte renovada en la planta baja, a la que se accedía por la puerta principal, que daba a una de las zonas más concurridas de Santa Mónica.
—¿Has acabado de verdad? —insistió JP—. ¿En serio? ¿Ni una sola foto?
—No necesito ver nada más —respondió Wyatt—. Vete. Diles algo para que no se vayan con la sensación de que han perdido el tiempo. Nos vemos mañana.
—Esa es tu sutil manera de librarte de mí, ¿verdad?
—No seas tonto —le soltó él—. No estaba siendo sutil en absoluto.
JP esbozó una sonrisa burlona, pero no discutió. Se despidió de Siobhan agitando la mano y desapareció por el pasillo.
—Bueno, ¿cómo puedo ayudarte? —le preguntó ella en cuanto el chico se fue—. ¿Quieres que organice un casting? Al fin y al cabo, sé mucho de mujeres buenorras.
Eso era cierto. De hecho, la novia de Siobhan, Cassidy, formaba parte de la exposición. Gracias a Cass fue como él conoció a Siobhan, que tenía estudios de arte y también un flamante trabajo como asistente de la directora del Centro Stark para las Artes Visuales, situado en el centro de Los Ángeles.
En un primer momento, Wyatt había ideado una exposición bastante más pequeña en su estudio. La ubicación era buena, al fin y al cabo, y cabía esperar un buen flujo de visitantes, porque la gente podía llegar andando desde la zona comercial de Third Street Promenade. Hacía dieciocho meses que le había pedido a Cass que participara en la exposición como modelo, no solo porque era guapísima, sino también porque conocía hasta tal punto a esta excéntrica tatuadora que estaba seguro de que no se negaría a que la fotografiara en cualquier pose que le sugiriera, sin importar lo provocativa que fuera. Cass no sabía lo que era la timidez y estaba más que dispuesta a causar sensación, siempre y cuando se hiciera a su manera.
Siobhan la había acompañado y, antes de que empezara la sesión de fotos, Wyatt les había enseñado a ambas las tres piezas que ya tenía acabadas, para que Cass captara su visión. Era la primera vez que había explicado al detalle lo que quería transmitir, y hablar con Siobhan y con Cass fue catártico, porque la primera lo entendía y la segunda también era artista, aunque su lienzo fuera la piel y sus herramientas, la tinta y las agujas.
Les había explicado que en un primer momento solo quería descansar una temporada de los retratos y de los trabajos comerciales con los que pagaba las facturas. Y sí, empezaba a hacerse un nombre en el mundo artístico con los paisajes rurales y urbanos. Ese éxito era gratificante, pero en el fondo le resultaba poco satisfactorio, porque esos temas no eran su pasión. Sí, había belleza en la naturaleza, pero él quería captar el erotismo físico femenino en sus fotos.
Y lo más importante: quería transmitir un mensaje, contar una historia. Belleza. Inocencia. Deseo. Éxtasis. Quería que todos mirasen el mundo a través de los ojos de esas mujeres y que las mujeres lo hicieran a través de los ojos del mundo.
Su objetivo final era elevar el arte erótico. Usarlo para revelar algo de las modelos de lo que ellas ni siquiera eran conscientes. Fuerza y sensualidad. Inocencia y poder. Pasión y ternura. Quería usar una serie de imágenes provocativas y asombrosas para guiar al público a través de la historia de la exposición, para enviarlo a un viaje que partía de la inocencia y llegaba al desenfreno, para luego regresar al principio y dejarlos boquiabiertos por el deseo y el asombro.
Aquella tarde estuvo hablando más de una hora con Cass y Siobhan. Les mostró ejemplos. Les describió las emociones que quería evocar. Escuchó sus sugerencias y se sintió muy satisfecho al ver que la idea les encantaba. Acabaron la conversación con Cass posando durante más de una hora, en la que Wyatt gastó tres carretes, seguro de que estaba capturando algunas de sus mejores obras.
Después fueron andando a Q, un restaurante y bar de copas ubicado en Santa Mónica y famoso por sus cócteles de martini. Brindaron por su proyecto, por las fotos de Cass y por la carrera profesional de Siobhan, y cuando dieron por terminada la noche, Wyatt se sentía fenomenal con su pequeño proyecto.
A la mañana siguiente se sentía incluso mejor. Fue entonces cuando Siobhan fue a verlo para hacerle una propuesta formal del Centro Stark. Le dio el sí de inmediato, sin pensar en absoluto que al hacerlo estaba ligando su éxito o, para ser más exactos, su potencial fracaso a otra persona.
—Lo digo en serio —repitió Siobhan al ver que él seguía en silencio—. Lo que necesites.
—La encontraré —le aseguró Wyatt—. Tengo tiempo.
—No mucho —replicó ella—. Necesito las fotografías con tiempo para el catálogo, por no mencionar que hay que instalarlo todo. Keisha está empezando a ponerse histérica —añadió, refiriéndose a su jefa—. No es habitual que estemos así a estas alturas.
—Lo sé. Va a ser…
—Quedan veintisiete días para inaugurar la exposición, Wyatt —le recordó; él captó la tensión en su voz y se detestó por ser el culpable—. Pero solo tienes la mitad para entregar las fotografías. Nos estamos quedando sin tiempo. Si no puedes encontrar a la chica, tendrás que conformarte con cualquiera. Lo siento, pero…
—Te he dicho que la encontraré. Confía en mí.
En ese momento, no parecía que confiara en él ni para que le cuidara los peces, pero hay que decir en su favor que al menos asintió con la cabeza.
—Vale. En ese caso, hoy solo necesito ver la última fotografía para ir pensando en la que vamos a usar como imagen promocional. Mándame un archivo para el catálogo, ¿quieres?
—Claro. Esta es —añadió acercándose a un lienzo cubierto, situado en el centro de la pared más cercana.
Quitó la tela blanca y reveló una fotografía en blanco y negro de tamaño natural de una mujer vistiéndose. En un primer momento no parecía la más excitante de sus imágenes, pero resultaba engañosa:
La mujer se encuentra en un vestidor y, escondidos entre los vestidos y los abrigos, hay por lo menos doce hombres observándola. La mujer, por supuesto, no lo sabe. Está inclinada hacia delante, con un pie sobre un taburete, sujetándose una media al liguero. Aparece de perfil, así que al principio el espectador solo le ve la falda, parte del ligero y la pierna cubierta por la media de seda.
Y entonces se percata del espejo que tiene detrás. Un espejo que revela que no lleva bragas debajo del liguero. Y aunque la imagen no deja nada a la imaginación, no es una fotografía especialmente erótica o chocante. Hasta que se fija en que la imagen se refleja en otro espejo. Y en otro. Y en otro. La imagen de la misma mujer, pero cada una es más sensual que la anterior, hasta acabar desnuda, con la cabeza echada hacia atrás, una mano entre los muslos y la otra en el cuello. Todos los hombres que en la imagen principal están escondidos han salido y la están acariciando.
Y el detalle más importante es que dicho espejo está tan oculto en la imagen que prácticamente hay que pegar la nariz al lienzo para verlo.
Wyatt estaba deseando comprobar cuánta gente lo hacía durante la exposición.
—Esto es fabuloso —dijo Siobhan con una genuina nota de asombro en la voz.
—Ha sido un martirio componerla y desarrollarla. Mucho trabajo en el estudio y luego en el cuarto oscuro.
—Podrías haberlo hecho digitalmente.
Wyatt resopló.
—No. Otras imágenes quizá sí. Pero esta no. —Volvió la cabeza para observarla con mirada crítica—. Esta había que hacerla artesanalmente. El proceso es tan importante como el producto final.
—Ya. Lo entiendo. —Lo miró a los ojos y el respeto con el que lo hizo le recordó a Wyatt por qué no se limitaba a hacer fotos solo para él—. Quiero llevármela para enseñársela a Keisha —añadió Siobhan.
—Pronto.
Aunque las dos habían querido desde el principio que les enviara las imágenes según las acababa, Wyatt se había negado y les había explicado que necesitaba tenerlas a su alrededor para asegurar la continuidad del hilo conductor de la exposición. Además, el tamaño del lienzo y los detalles sobre cómo había que manipularlo en el cuarto oscuro hacían que los duplicados fueran inviables.
Eso significaba que cuando Siobhan quería ver una imagen en concreto tenía que ir al estudio. Puesto que a esas alturas no solo estaba componiendo el catálogo oficial, sino también las imágenes oficiales de la exposición, lo visitaba mucho.
Wyatt había sido rotundo al negarse a permitir que se filtraran las imágenes antes de la inauguración, de manera que el equipo de Siobhan le había prometido que la cada vez más extensa maqueta del catálogo se guardaría bajo llave. Además, la promoción previa a la inauguración no revelaría ninguna de las imágenes, pero sí jugaría con su naturaleza sensual y atrevida.
De momento, además de haberlo conseguido, la campaña estaba siendo un éxito. La galería llevaba un tiempo publicando una imagen al mes. Una de sus fotografías, sí, pero tratada digitalmente, de manera que solo se atisbaba una pequeña parte a través de algún filtro. En una, una cinta de señalización amarilla. En otra, el agujero de la cerradura de la puerta de un hotel. Muy ingenioso, sí, y muy efectivo. Ya lo habían entrevistado ni más ni menos que cinco periódicos y revistas locales, que también estaban promocionando la exposición. Además, el día de la inauguración tenía previsto aparecer en dos programas de televisión matinales.
Las cosas no iban nada mal, la verdad fuera dicha, y así se lo dijo a Siobhan.
—Si de verdad quieres que la promoción sea la bomba —repuso ella—, deberíamos contar con la ayuda de tu abuela.
—No. —La negativa fue brusca e inmediata.
—Wyatt…
—He dicho que no. Esta exposición depende de mí. No puedo ocultar quién soy, pero no tengo por qué publicitarlo. Si usamos a mi abuela y la llevamos a los programas matinales y la obligamos a que cante alabanzas sobre el pequeño Wyatt, todo el mundo vendrá. Lo sabes.
—Mmm, sí. En eso consiste. En conseguir que la gente visite la exposición.
—Quiero que la gente venga por la exposición en sí, no por los autógrafos de Anika Segel.
—Pero verán tu arte. Y se enamorarán. ¿Qué más da el motivo que los atraiga?
—A mí sí me importa —respondió él, que se sintió aliviado al comprobar que Siobhan no parecía dispuesta a discutírselo.
Ella se mantuvo en silencio un instante, tal vez mientras intentaba dar con algún argumento razonable, pero al final meneó la cabeza con un suspiro.
—Tú eres el artista. —Torció el gesto—. Y tu temperamento lo acredita.
—Así fue como me conquistaste para hacer la exposición contigo. Con esos halagos tan emotivos que me sonrojan.
—Qué gracioso eres, Wyatt. —Siobhan se colocó la correa del bolso en el hombro y después lo señaló con un dedo—. No la cagues.
—Te juro que no lo haré.
—Vale. —Se inclinó para darle un beso en una mejilla, pero acabó abrazándolo—. Va a ser genial —susurró, y Wyatt se sorprendió de lo mucho que le agradecía esas palabras.
—Sí —convino—. Estoy esperando a una chica de una agencia que llegará dentro de media hora. Nia. Mia. Algo así. ¿Quién sabe? A lo mejor es ella.
—Crucemos los dedos. —Su sonrisa adoptó un aire malévolo—. Pero, si no lo es, solo tienes que decirlo y Cass y yo nos pondremos a buscarla como locas.
—Si no la encuentro de aquí a unos días, os aviso.
—Eso es lo que te queda, unos días —le recordó ella, y levantó las manos como si quisiera defenderse—. Vale, vale, ya me voy.
Echó a andar hacia la puerta y Wyatt se dio media vuelta para mirar de nuevo la imagen con ojo crítico. Al cabo de un momento, aferró la tela blanca que cubría las fotos colocadas a ambos lados de la imagen y la apartó de un tirón para revelar las fotografías a todo color que ocultaba.
Retrocedió un paso mientras seguía con la inspección para asegurarse de que estaban completas. Siguió retrocediendo paso a paso, porque quería ver las tres en su conjunto, tal como las vería un visitante durante la exposición. Un paso, otro más y otro más.
Se detuvo al oír que la puerta se abría detrás de él y soltó un taco por no haber cerrado con llave después de que se fuera Siobhan.
—¿Qué se te ha olvidado? —preguntó mientras se daba media vuelta.
Pero no era Siobhan.
¡Era ella!
La chica que habitaba su mente. La chica que lo torturaba por las noches.
La mujer que necesitaba si quería que la exposición fuera el éxito que tanto deseaba.
Una mujer con una boca grande y sensual de esas que enloquecen a los hombres; un cuerpo fuerte y atlético con las curvas donde debía tenerlas. Unos ojos capaces de penetrar hasta el alma de un hombre y un aura de inocencia que sugería que no aprobaría lo que iba a ver en el estudio.
Todo eso coronado por una sonrisilla burlona y el sensual contoneo de sus caderas.
Era una contradicción andante. Sensual, pero recatada. Sexy, pero dulce.
Una mujer que lo mismo parece una modelo de portada que una cualquiera que lo más glamuroso que hace en la vida es sacar a pasear al perro.
Parecía tan ardiente como el pecado y, al mismo tiempo, fría como el hielo.
Era Kelsey Draper. No había hablado con ella desde el verano previo al primer año de universidad y, en su opinión, mejor así.
Ella abrió los ojos como platos al verlo y sus labios esbozaron una sonrisa trémula.
—¡Oh! —Eso fue lo único que dijo.
Y, en ese momento, Wyatt supo que estaba bien jodido.
2
Oh.
Fue como si la palabra colgara sobre nosotros dentro de un bocadillo, en plan diálogo de cómic, y contuve una mueca. Diez años en un internado para chicas, una diplomatura en Educación Infantil, especializada en Danza y Lengua, ¿y solo se me ocurre un triste «oh»?
Y sí, sé que debería darme un poco de cuartelillo. Al fin y al cabo, me ha pillado por sorpresa. No hablo de las increíbles y sensuales obras de arte que tengo delante, sino del hombre que las ha creado. El hombre causante de que tenga las manos sudorosas, los pezones duros y el pulso disparado en la base del cuello.
Un hombre al que conocí en otro tiempo como Wyatt Segel.
Un hombre al que no estaba preparada para ver.
Lo que quiere decir que Nia tiene que darme unas cuantas explicaciones: «Solo es un fotógrafo que busca modelos. Mi agente dice que pagan muy bien y, teniendo en cuenta la pasta que necesitas para finales de mes, no pierdes nada por intentarlo. Se hace llamar W. Royce, pero no me suena de nada. Claro que ¿a quién le importa mientras pague?».
¿Que no le sonaba de nada? Por favor. Nia es modelo; Wyatt es fotógrafo. Seguro que sabía que usaba un seudónimo. Y va y me hace una encerrona.
De verdad, creo que voy a tener que matarla.
Claro que antes tengo que conseguir el trabajo. Mi hermano Griffin ha sobrevivido a quemaduras de cuarto grado y yo tengo menos de un mes para conseguir el dinero para pagar la cuota de ingreso en un ensayo clínico para probar una nueva terapia. Una tarea casi imposible con mi sueldo de maestra de educación infantil, y ni siquiera con las clases de danza de mi agenda veraniega me acerco a la cantidad que tengo que reunir.
Razón por la cual, cuando mi mejor amiga, Nia, me habló del casting, me pareció que merecía la pena intentarlo. Cierto que me tuvo que convencer. Y no me hacía mucha gracia la idea de exponerme al mundo. Pero me mentalicé. La desesperación y tal.
—Mi agente me ha conseguido una sesión de fotos de lencería —me dijo Nia mientras nos tomábamos una copa en el balcón de su apartamento, en primera línea de playa—. Algo de última hora. Supongo que el fotógrafo tiene una fecha tope muy justa. La cosa es que tú deberías ir en mi lugar. Se llama W. Royce. Puedo mandarte un mensaje con la dirección y la hora.
El estómago se me revolvió al pensarlo.
—¿Te has vuelto loca? ¡No puedo hacerlo!
Nia soltó un suspiro dramático.
—¿Por qué? ¿Porque estaría mal? —Pronunció la última palabra con retintín.
—Pues sí —respondí con vehemencia.
Nia siempre me pincha porque cree que tengo demasiados escrúpulos. Está convencida de que soy demasiado seria y cuadriculada. De que necesito desviarme de mi rutina sosegada y soltarme el pelo de vez en cuando. Pero se equivoca de parte a parte.
Sé mejor que nadie el precio que se paga cuando desobedeces las reglas.
—Estará esperando a una mujer despampanante y que rezuma sensualidad —repuse con sequedad—. Y esa no soy yo.
—Por favor, cariño. Las dos sabemos que eres preciosa. Además, ¿de dónde si no vas a sacar la pasta tan deprisa? Sobre todo porque eres tan terca que te niegas a aceptar mi dinero.
—Das por sentado que voy a conseguir el trabajo. —A diferencia de Nia, que lleva ejerciendo de modelo desde los siete años, yo no tengo ni pizca de experiencia.
—¿Te he dicho ya que eres preciosa? Que no vayas presumiendo por ahí no quiere decir que no sea verdad.
Me crucé de brazos para controlar un estremecimiento. Se equivocaba, evidentemente. No en lo de ser guapa, porque lo soy. Y es una cruz con la que he tenido que cargar toda la vida.
No, se equivocaba en todo lo demás. Porque sí he presumido, aunque solo fue una vez, y con eso bastó para abrir la caja de Pandora y liberar mucha maldad, tanta que todavía estoy intentando cerrarla.
Me humedecí los labios mientras pensaba en mi herm