Enamorada del diablo (Saga de los Knight 5)

Gaelen Foley

Fragmento

1

l extravagante pabellón con tejado en forma de cúpula languidecía de abandono en los helados marjales al sur del Támesis; una ruina ostentosa sometida a los azotes de una deprimente nevisca de febrero que azotaba sus descoloridos torreones falsos y sus ventanas tapiadas. Había quienes decían que el lugar estaba embrujado. Otros afirmaban que estaba maldito. Sin embargo, lo único que sabía el modesto procurador de su ilustrísima era que si su elegante patrón no llegaba pronto, pillaría una pulmonía sin duda alguna.

Sujetando con fuerza el paraguas sobre su cabeza, Charles Beecham, de profesión abogado, aguardaba envuelto en un abrigo marrón de lana, con un sombrero de piel de castor bien calado sobre el cabello ralo y una expresión de absoluta desdicha en el rostro. Estornudó de repente contra el pañuelo.

—Jesús —le dijo el señor Dalloway, que aguardaba cerca de él, con una sonrisa aduladora.

—Gracias —respondió Charles de forma cortante antes de darle la espalda al desaseado agente inmobiliario con un enorme resoplido.

Dalloway era la parte contraria en esa transacción y estaba decidido a escamotearle a su ilustrísima tres mil libras por el dudoso privilegio de tomar posesión de ese maldito lugar. Charles tenía la intención de convencer con firmes argumentos a su patrón de que

E

Londres, 1817

no realizara la compra, sobre todo porque él sería el encargado de explicarle tamaño despilfarro a la anciana Dama de Hierro. Tras echar un discreto vistazo a su reloj de bolsillo por enésima vez, frunció los labios. Tarde.

¡Caray! Su tranquila existencia como procurador de la familia Strathmore había pasado a ser alarmantemente interesante desde que su ilustrísima había regresado de sus correrías por los siete mares y más allá.

Aunque no llegaba a los treinta años, el vizconde ya había hecho el tipo de cosas sobre las que él prefería leer desde la seguridad de su sillón favorito. Lady Strathmore lo había deleitado a menudo con relatos de las aventuras de su temerario sobrino: enfrentamientos con piratas, captura de barcos negreros, convivencia con salvajes, caza de pumas, exploración de templos en las selvas de Malasia, expediciones por el desierto con las caravanas nómadas de Kandahar… Lo había tomado todo por un puñado de tonterías hasta que conoció al hombre en persona. ¿Para qué diantres querría ese lugar?, se preguntó antes de ensayar para sus adentros una advertencia diplomática: Milord, este es precisamente el tipo de aventura impulsiva que metió a su tío en arenas movedizas…

Lástima que pensarlo fuera una cosa y decírselo al endiablado Devlin Strathmore, otra muy distinta.

En ese momento se escuchó un rítmico sonido al otro lado de los espesos jirones de niebla y de la cortina de agua, algo parecido a un trueno en la distancia. Aunque al principio apenas si era audible, no tardó en convertirse en el ensordecedor e inconfundible ruido de los cascos de varios caballos.

Por fin. Charles miró hacia las puertas de hierro forjado de la propiedad de recreo. La ominosa cadencia fue aumentado de volumen, implacable, y resonó en los marjales hasta que hizo temblar la tierra. De repente, un enorme carruaje negro salió como una exhalación de la niebla y se lanzó a todo galope por el camino de gravilla que ofrecía el único sendero seguro por el que atravesar el terreno pantanoso.

Los cuatro caballos negros que conformaban el magnífico tiro se desplazaban como una sombra oscura, golpeando con sus cascos hielo y barro por igual mientras el aliento se les condensaba alrededor del hocico. Repartidos entre la parte delantera y la trasera del flamante carruaje, el cochero, el palafrenero y dos lacayos de su ilustrísima miraban al frente, ajenos a las inclemencias del tiempo. Llevaban la librea de los Strathmore, de un discreto tono ocre con elegantes ribetes negros, rígidos tricornios de fieltro y voluminosas chorreras de encaje blanco en el cuello.

Charles observó de reojo cómo su oponente, el señor Dalloway, se alejaba con paso tranquilo de su refugio en la parte superior de la extravagante escalera curvada del pabellón. Tenía su astuta mirada clavada en el carruaje que se aproximaba. Al percatarse del brillo avaricioso de los ojos del tipo, Charles se vio asaltado por el desdichado presentimiento de que su rival le ganaría la partida ese día… y ¿qué le diría entonces a la Dama de Hierro? Consiguió refrenar el pánico que le ocasionaba el posible enfado de la formidable viuda recordándose la severa orden que la anciana le había dado siete meses atrás, cuando su sobrino regresó a Londres.

—Mándame a mí todas las facturas de Devlin —le había ordenado la vieja cascarrabias sin ambages. Cuando él puso en duda esa orden, con la idea de proteger los intereses de la anciana, esta le había restado importancia a sus temores—. Me basta con que haya vuelto a casa, Charles. Mi apuesto sobrino tiene que causar sensación en la ciudad. Me mandarás todas sus facturas.

Y así lo había hecho él, sin rechistar.

Como si se tratara de una bandada de palomas en forma de borrones de tinta, las facturas de su ilustrísima habían volado hacia la elegante villa de la vizcondesa en la campiña de Bath: los gastos de la compra de la hermosa casa de Portman Street y de sus elegantes muebles, sus alfombras Aubusson, sus cortinas de damasco francés, sus cuadros clásicos y sus estatuas de desnudos en mármol; los gastos de la bodega y del salario del personal; de los carruajes, del tílburi y de los caballos; los gastos de vestuario y de calzado; las cuotas de White’s y Brooke’s; el pago mensual del palco de la ópera, las fiestas, las joyas (tanto para él como para un sinfín de mujeres anónimas) e incluso algunos pagarés de unas cuantas partidas desafortunadas en las mesas de juego. La «querida tía Augusta» las había pagado todas sin rechistar. Pero ¿tres mil libras por una antigua propiedad de recreo abandonada? Parecía excesivo incluso para el vizconde.

Cuando el cochero detuvo el tiro de caballos frente al pabellón, Charles tragó saliva con el corazón desbocado. Los lacayos saltaron al suelo desde su puesto en la parte posterior del carruaje y echaron a andar como autómatas: uno abrió la puerta del carruaje mientras el otro sacaba un paraguas y lo sostenía en alto.

Dalloway le lanzó una mirada nerviosa; ya no tenía esa expresión tan petulante.

—No conoce a su ilustrísima, ¿verdad? —murmuró Charles entre dientes, bastante ufano.

Dalloway no respondió. Devolvió la vista al carruaje, donde el lacayo había desplegado los escalones de metal antes de abrir la puerta y aguardar mirando al frente con una impasible eficiencia.

La primera persona que descendió del vehículo fue el afable Bennett Freeman, un joven negro bien vestido procedente de Norteamérica que hacía las veces de ayuda de cámara de su ilustrísima. El hombre lo había acompañado en sus viajes a lo largo y ancho del mundo y lo asistía en la mayoría de sus asuntos cotidianos. Tras los anteojos de montura metálica, los inteligentes ojos castaños del señor Freeman barrieron aquel extraño lugar con expresión perpleja, pero en cuanto lo vio, lo saludó con la mano y corrió hacia el pabellón para resguardarse de la lluvia.

A continuación, una delicada mano enguantada asomó por la portezuela para aceptar la ayuda del lacayo. Charles volvió a estornudar cuando la última querida de su ilustrísima descendió del carruaje y caminó hacia el pabellón de forma primorosa con sus altas chinelas de metal, deteniéndose al llegar al borde de los charcos. No fue su vestimenta, sino su mirada codiciosa y el coqueto andar los que delataron su profesión, ya q

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