Álbum de boda (Cuatro bodas 1)

Nora Roberts

Fragmento

Prologo

Prólogo

A LOS OCHO AÑOS MACKENSIE ELLIOT se había casado catorce veces. Se casó con tres de sus mejores amigas (en calidad de novia y de novio), con el hermano de su mejor amiga (a pesar de sus protestas), con dos perros, tres gatos y un conejo.

Participó en innumerables bodas como dama de honor, madrina de la novia, padrino del novio, testigo y oficiante.

A pesar de disolverse todos de forma amistosa, ni uno solo de los matrimonios duraba más de una tarde. Para Mac no era ninguna sorpresa el carácter transitorio y provisional del matrimonio, pues tanto su padre como su madre tenían ya dos en su haber… hasta la fecha.

Aunque el «día de la boda» no era uno de sus juegos preferidos, le gustaba bastante hacer de sacerdote, de reverendo o de juez de paz. O bien, y después de haber asistido al bar mitzvah del sobrino de la segunda esposa de su padre, de rabino.

Además, le encantaban las magdalenas, las galletas con adornos y la gaseosa de limón que siempre servían en el convite.

El «día de la boda» era el juego favorito de Parker y siempre se celebraba en la propiedad de los Brown, con sus extensos jardines y preciosas arboledas y el estanque plateado. Durante los fríos inviernos de Connecticut la ceremonia se desarrollaba ante uno de los vivos fuegos que se encendían en el interior de la mansión.

Montaban desde bodas sencillas hasta muy sofisticadas: enlaces reales, fugas de enamorados, ceremonias con tema circense y en barcos piratas. Se estudiaba cualquier idea con la máxima seriedad y luego se votaba, por muy extravagantes que pudieran ser la temática y el vestuario.

No obstante, con catorce bodas a su espalda, Mac ya empezaba a estar harta del «día de la boda».

Hasta que vivió su momento crucial.

El padre de Mackensie, un hombre encantador que siempre estaba ausente, envió a la niña una cámara Nikon como regalo por su octavo cumpleaños. Mac nunca había manifestado el menor interés por la fotografía y al principio aparcó el obsequio junto con los demás objetos extraños que su padre, desde el divorcio, le había regalado o enviado. Sin embargo, la madre de Mac lo comentó a su propia madre, y la abuela se puso a refunfuñar contra «el irresponsable e inútil de Geoffrey Elliot», que se equivocaba regalando una cámara de adultos a una niña que se habría dado por satisfecha con una muñeca Barbie.

Por principio Mac acostumbraba a estar en desacuerdo con su abuela, así que le picó la curiosidad. Para fastidiar a la mujer, que había ido a pasar el verano con ellas en lugar de quedarse en la residencia para jubilados de Scottsdale, que era adonde ella pertenecía a criterio de la niña, iba a todas partes con la Nikon encima.

Jugaba con la máquina, experimentaba con ella. Sacaba fotos de su dormitorio, de sus pies, de sus amigas; hacía unas fotos borrosas y oscuras, y otras desenfocadas y quemadas. Visto el poco éxito y ante el divorcio inminente de su madre y su padrastro, el interés de Mac por la Nikon empezó a esfumarse. Incluso años más tarde fue incapaz de determinar por qué una preciosa tarde de verano había ido a casa de Parker a jugar al «día de la boda» con la cámara encima.

Habían planificado hasta el último detalle una boda tradicional en el jardín. Emmaline, como la novia, y Laurel, en el papel de novio, harían sus votos bajo el cenador con los rosales. Emma llevaría el velo y la cola de encaje que la madre de Parker les había confeccionado con un viejo mantel, mientras que Harold, el anciano y afable golden retriever, la acompañaría por el sendero para entregarla.

Alinearon una amplia variedad de Barbies, Kens y muñecas Repollo, además de varios animales de trapo, junto al caminito, como si fueran los invitados.

—Es una ceremonia muy íntima —les anunció Parker mientras se las veía y se las deseaba con el velo de Emma—. Y luego hay un pequeño convite en el patio. A ver, ¿dónde está el padrino?

Laurel, con la rodilla pelada, apareció de repente tras un trío de hortensias.

—Se ha escapado y ha subido a un árbol persiguiendo a una ardilla. No puedo hacer que baje.

Parker alzó los ojos al cielo.

—Ya me ocupo yo. Tú no tienes que ver a la novia antes de la boda. Trae mala suerte. Mac, hay que arreglar el velo de Emma, y tráele el ramo. Laurel y yo bajaremos al señor Fish del árbol.

—Preferiría ir a nadar —dijo Mac tirando con aire ausente del velo de Emma.

—Podemos ir cuando me haya casado.

—Supongo que sí. ¿No te aburre casarte tanto?

—Oh, me da igual. Además aquí huele muy bien. Todo es tan bonito…

Mac entregó a Emma un ramo de dientes de león y violetas silvestres, que eran las únicas flores que podían arrancar.

—Estás muy guapa.

Era verdad, siempre lo estaba. Bajo el velo de encaje, Emma lucía una reluciente melena oscura. Con un brillo en sus ojos color café, olía el ramito de flores silvestres. Mac pensó que su bronceado era muy bonito, casi dorado, y se enfurruñó al recordar que ella tenía la piel blanca como la leche.

«Es la maldición de las pelirrojas», le había dicho su madre, porque Mac había heredado el pelo rojizo del padre. A los ocho años era alta para su edad, delgada como el palo de una escoba y llevaba unos odiosos aparatos que le aprisionaban los dientes.

A su lado, pensó, Emmaline parecía una princesa gitana.

Parker y Laurel regresaron entre risas. La primera agarraba al felino entre sus brazos para que hiciera de padrino.

—Todas a sus puestos. —Parker colocó el gato en brazos de Laurel—. Mac, ¡a vestirte! Emma…

—No quiero ser dama de honor. —Mac contemplaba un vestido de Cenicienta muy cursi que habían dejado sobre un banco del jardín—. Pica y da calor. ¿Por qué no puede el señor Fish ser dama de honor y yo hago de padrino?

—Porque ya lo habíamos organizado así. Siempre hay nervios antes de una boda. —Parker se echó hacia atrás las dos largas coletas color castaño y cogió el vestido para comprobar si la tela estaba manchada de lágrimas o de cualquier otra cosa. Satisfecha con el resultado, endosó el traje a Mac—. Todo irá bien. Será una ceremonia preciosa: se amarán, serán felices y comerán perdices.

—Mi madre dice que lo de ser felices y comer perdices es una burrada.

Nadie respondió a las palabras de Mac. La palabra «divorcio», aun sin ser pronunciada, parecía flotar en el ambiente.

—A mí no me lo parece. —Parker, con una mirada cálida, le acarició un brazo.

—No quiero ponerme el vestido. No quiero ser dama de honor. No…

—De acuerdo, vale. Nos inventaremos que hay una dama de honor. A lo mejor podrías sacarnos fotos.

Mac miró la cámara que había olvidado que llevaba colgada al cuello.

—Nunca me salen bien.

—A lo mejor ahora sí. Será divertido. Te convertirás en la fotógrafa oficial del enlace.

—Sácanos una al señor Fish y a mí —insistió Laurel acercando su cara al gato—. ¡Sácanos una, Mac!

Con escaso entusiasmo, Mac ajustó la cámara y apretó el

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