Disfruta de la noche (Cazadores Oscuros 7)

Sherrilyn Kenyon

Fragmento

1

—¡Me importa una mierda si me arrojan al agujero más apestoso que encuentren para toda la eternidad! Este es mi sitio y nadie va a echarme de aquí. ¡Nadie!

Tabitha Devereaux inspiró hondo y se mordió la lengua para no discutir mientras intentaba abrir las esposas con las que su hermana Selena se había encadenado a la verja de hierro forjado que rodeaba la famosa Jackson Square. Selena se había metido la llave en el sujetador y ella no tenía ganas de buscarla...

Estaba segura de que las detendrían por hacer algo así, incluso en Nueva Orleans.

Menos mal que a mediados de octubre y dada la hora que era (estaba anocheciendo) no había mucha gente en la calle, aunque estaban llamando la atención de los pocos transeúntes que pasaban por allí. Pero no le importaba. Estaba acostumbrada a que la gente la mirase y la tachara de excéntrica. Incluso de loca.

Se enorgullecía de ambas cosas. También se enorgullecía de estar disponible para los amigos y la familia en momentos de crisis. Y en ese preciso momento su hermana estaba desquiciada, más o menos como cuando Bill, su marido, sufrió un accidente de coche que estuvo a punto de costarle la vida.

Intentó forzar las esposas. Lo último que deseaba era que detuviesen a Selena...

Otra vez.

Su hermana intentó apartarla, pero como Tabitha se negó a moverse, le dio un mordisco.

Se apartó de un respingo mientras soltaba un grito y sacudía la mano en un intento por aliviar el dolor. Entretanto, Selena, que no parecía en absoluto arrepentida de lo que acababa de hacer, se repantingó en los escalones de piedra que conducían a la plaza. Llevaba unos vaqueros desgastados y un enorme jersey azul marino que saltaba a la vista que era de Bill. Sorprendentemente, la trenza con la que había recogido su larga melena rizada seguía intacta. Nadie reconocería a Madame Selene, apodo con el que la conocían los turistas, si no fuera por el enorme cartel que sujetaba con las manos y que rezaba: «Las personas con poderes psíquicos también tenemos derechos».

Selena llevaba luchando desde que habían aprobado la estúpida y disparatada ley que prohibía echar las cartas a los turistas en la plaza. Esa misma tarde la policía había tenido que sacarla a la fuerza del ayuntamiento por protestar, de modo que acabó en la plaza, encadenada no muy lejos del lugar donde montaba el tenderete para leer el futuro a los turistas.

Era una lástima que no viera su propio futuro con tanta claridad como Tabitha lo estaba viendo en esos momentos. Como no se soltara de la puñetera verja, iba a pasar la noche en la cárcel.

Sin embargo, no dejaba de agitar el cartel, presa de los nervios y de la ira. Era imposible hacerla entrar en razón. Claro que ya estaba acostumbrada. Los arrebatos emocionales, la terquedad y la locura eran el pan de cada día en su familia debido a la mezcla de sangre cajún y rumana.

—Vamos, Selena —rogó en un intento por calmarla—. Ya ha anochecido. No querrás servir de cebo a los daimons, ¿verdad?

—¡No me importa! —replicó antes de sorber por la nariz y hacer un puchero—. Los daimons no devorarán mi alma porque no me quedan ganas de vivir. Quiero que me devuelvan mi casa. Este es mi sitio y no pienso moverme de aquí. —Acompañó cada palabra de la última frase con un golpe del cartel sobre las piedras.

—De acuerdo. —Tabitha soltó un suspiro contrariado y se sentó junto a su hermana, lo bastante lejos como para que no volviera a darle un mordisco. No iba a dejar que se quedase allí sola. Y mucho menos en ese estado.

Si los daimons no la atacaban, lo haría algún ladrón.

De modo que allí se quedaron sentadas... y menudo cuadro formaban: ella, vestida de negro de los pies a la cabeza, con el pelo recogido con un pasador de plata; y Selena, agitando el cartel cada vez que pasaba alguien por la zona peatonal a fin de que firmara su petición para cambiar la ley.

—Hola, Tabby, ¿qué pasa?

Era una pregunta retórica. Saludó a Bradley Gambieri, uno de los guías que acompañaban a los turistas por las rutas vampíricas del Barrio Francés. Iba en dirección a la oficina de información turística con un montón de octavillas en la mano; ni siquiera se detuvo. Pero miró a Selena con el ceño fruncido, tras lo cual ella le soltó un epíteto muy imaginativo al ver que pasaba de largo sin firmar la petición.

Menos mal que ya las conocía y no se lo tendría en cuenta... Ellas conocían a casi todas las personas que frecuentaban el Barrio Francés. Habían crecido allí y revoloteaban por la plaza desde la adolescencia.

Aunque las cosas habían cambiado con los años. Habían abierto y cerrado algunas tiendas. El Barrio Francés era mucho más seguro en ese momento de lo que lo había sido a finales de los ochenta y principios de los noventa. Sin embargo, había cosas que no cambiaban. La panadería, el Café Pontalba, el Café Du Monde y el Corner Café seguían en el mismo sitio. Los turistas aún se congregaban en Jackson Square para admirar la catedral y contemplar boquiabiertos a los extravagantes personajes que habitaban la zona... y los vampiros y los ladrones seguían pululando por las calles en busca de víctimas fáciles.

A Tabitha se le erizó el vello de la nuca.

De forma instintiva, movió la mano hacia el estilete de diez centímetros que llevaba oculto en la caña de la bota mientras observaba a los pocos transeúntes que se dejaban ver durante el mes de octubre.

Era una cazavampiros autodidacta desde hacía trece años. Y uno de los pocos seres humanos de Nueva Orleans que sabía qué ocurría de verdad cuando caía la noche en la ciudad. Sus enfrentamientos con los malditos le habían dejado cicatrices tanto externas como internas. Había consagrado su vida a asegurarse de que jamás hicieran daño a nadie mientras ella estuviera de guardia.

Era un juramento que se tomaba muy en serio; mataría a cualquiera si se veía obligada a hacerlo.

Sin embargo, cuando clavó los ojos en el hombre alto que apareció en esos momentos por la esquina del Presbiterio, se relajó. El recién llegado, que desprendía un extraño magnetismo erótico, llevaba una mochila negra colgada al hombro.

Habían pasado unos meses desde la última vez que estuvo en la ciudad. Y la verdad era que lo había echado de menos, mucho más de lo que debería.

En contra de su voluntad y de su sentido común, había dejado que Aquerón Partenopaeo se colara en su resguardado corazón. Pero, en fin... era muy difícil no adorar a Ash.

Era imposible no reparar en el modo tan sensual en el que caminaba; todas las mujeres que se hallaban en la plaza, salvo la histérica Selena, quedaron hipnotizadas por su presencia. Se detuvieron para verlo pasar como si las dirigiera una fuerza invisible. No había nadie tan sexy como él.

Lo rodeaba un aura salvaje y peligrosa; además, por su forma de andar, saltaba a la vista que tenía que ser increíble en la cama. Era algo que se sabía sin más y que provocaba en una mujer la misma sensación que una buena taza de chocolate caliente.

Con sus dos metros y cinco centímetros de estatura, Ash siempre destacaba entre la multitud. Al igual que Tabitha, iba vestido de negro.

Llevaba una camiseta de Godsmack bastante ancha por fuera de los pantalones, aunque de todas formas quedaba claro que tenía un cuerpo de infarto. Los pantalones de cuero, hechos a medida, se ceñían a un culo que pedía a gritos un buen magreo.

Pero ni se le ocurriría hacerlo. De un modo indefinible, Ash dejaba muy claro que debías dejar las manos quietecitas si querías seguir respirando.

Tabitha sonrió al fijarse en sus botas. Tenía debilidad por la ropa gótica alemana. Esa noche

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