Frío y bruma

Mireia de No Honrubia

Fragmento

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Prólogo

Era día trece, pero eso no me asustó. Andaba con la nieve cubriendo mis pies y temblaba. Pretendía hacerme creer que era de frío, pero sentía la presencia de una mirada detrás de mí, vigilando cada uno de mis movimientos. Aquellos ojos invisibles en la oscuridad me paralizaban y hacían que me costara mucho avanzar. Aunque, pensándolo bien, quizá solo era lo que me habían hecho creer.

Caí.

Me dolía respirar, el aire era frío y no sabía a cuánta distancia me esperaba el taxi que me conduciría a la libertad. No podía rendirme. Me levanté, no sin esfuerzo, notando el helado tacto de la nieve en mis manos desnudas, quemaba; giré la cabeza para comprobar cuánto había conseguido alejarme, y al fin mis pulmones se hincharon de esperanza. Había dejado muy lejos la antigua mansión familiar y solo podía ver los árboles de la propiedad: se levantaban altos y terroríficos detrás de mí, con las copas desnudas y las ramas siniestras y puntiagudas dirigidas a mí.

Tenía los pies mojados, me costaba cada vez más levantarlos, y la nieve me impedía ver con claridad, pero seguía avanzando, no sin miedo, quizá debido a que entonces solo era un niño.

Era la primera vez que lo había intentado y, en cierto modo, sabía que no lo conseguiría, pero tenía la certeza de que esa sensación se debía a algo natural, al miedo a desobedecer. Pocos años después, me daría cuenta de que la desobediencia formaba parte de mí y que no le podía tener miedo.

Llegué a la carretera, estaba desierta. Probablemente no había pasado ningún coche en toda la noche, me asusté. El taxi no estaba. Ni rastro del vehículo, ni siquiera unas roderas que pudieran delatar su presencia. Me detuve y me agaché, exhausto. El pelo empezaba a caerme mojado sobre la cara, los árboles que habían cubierto mi huida ya no me protegían. La pintura que delimitaba los carriles, apenas visible bajo la nieve, se perdía en la noche haciéndome sentir pequeño e inútil. Unos minutos antes me había sentido más libre de lo que jamás había sido, pero ya estaba atrapado y solo en una oscuridad absoluta de la cual no podría salir.

Me levanté con rabia y pateé la nieve, haciéndola saltar por los aires. Alguien debía venir a buscarme. Quería escapar lejos de la vigilancia de mi padre, lejos de los extraños planes que tenía para mí. Pero la esperanza era vana, cada vez notaba más el magnetismo que me atraía de vuelta, me susurraba, mezclado con el viento, que volviera a mi casa, que dejara de luchar.

Entonces oí un ruido, una luz de faros iluminó la carretera proyectando mi sombra ante mí. Me giré, esperando encontrar el taxi que tenía que otorgarme la libertad. En lugar de eso, me encontré frente a frente con un hombre de expresión dura que me miraba con actitud de burla protagonizada por una media sonrisa triunfante. Una limusina con los faros encendidos permanecía en medio de la carretera, detrás de él, con una puerta abierta. Incluso me pareció oír a alguien llorar dentro, pero no podía prestar atención a nada más que no fuera aquel hombre.

—Notas que deberías volver a casa, ¿verdad? —me dijo sin dejar de sonreír, dándome un golpecito en el pecho con su mano enguantada.

Reconocí su voz, la había oído resonar en mi casa, aquel mismo día.

Asentí, sintiéndome sometido a aquel hombre que me intimidaba. En contra de todo lo que hubiera sido razonable o lógico en una situación semejante, él no me subió a su limusina, sino que me dio la espalda sin dirigirme una palabra más y pronto vi cómo la luz de los faros desaparecía en la blancura del paisaje invernal, al girar la primera curva.

El silencio lo inundó todo, casi podía palparlo. Solo me quedé unos segundos quieto, con la mente vacía y, sin saber muy bien por qué, di media vuelta y volví, andando bajo la nieve, perdiendo mi voluntad, olvidando por qué había querido escapar.

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Parte I

No me gustó volver a Thornfield. Cruzar el umbral era volver al estancamiento; cruzar el vestíbulo silencioso, subir la escalera oscura, entrar a mi solitaria habitación, reunirme con la placida señora Fairfax y pasar la larga tarde invernal con ella y nadie más era sofocar la agitación suscitada por el paseo y volver a ceñir mis facultades con los grilletes de una existencia demasiado uniforme y serena, una existencia, los privilegios de seguridad y la comodidad de los cuales estaba dejando de apreciar. Qué bien me habría venido en ese momento encontrarme lanzada en medio de los tormentos de una vida insegura de lucha, ¡porque la experiencia amarga me enseñará a echar de menos la calma que ahora despreciaba!

Jane Eyre, Charlotte Brontë

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Capítulo 1

Volví a dar un vistazo a la cama. Estaba ahí de verdad, no eran imaginaciones mías. Me acerqué con cautela, tuve la tentación de tocarlo, pero no quería hacerlo mío. Dejé las maletas en el suelo, necesitaba pedir explicaciones. Me temía lo peor y dejé atrás mi pequeña habitación dispuesto a oponerme.

—¡Maj! —grité dirigiéndome a la parte central de la casa.

Cuando vi la gran escalinata, tuve que pararme para digerir la información que recogían mis sentidos. El recibidor estaba decorado a más no poder. Telas y flores blancas y rosas, que desprendían un perfume empalagoso, decoraban la barandilla y las paredes, sin dejar ningún rincón sin ornamentar. La escalinata parecía un gran pastel de fresa, no quería imaginar cómo habrían dejado la sala principal. No me hicieron falta más indicios para adivinar lo que se estaba tramando sin yo saber todavía nada. No me asustaba la decoración en sí, sino lo que significaba.

Bajé con rapidez, intentando no tocar la barandilla siquiera.

Pilot me sorprendió mientras bajaba desprevenido; de haber sido menos ágil hubiera caído al suelo antes de verlo, pero lo evité antes incluso de haberme tocado. Cuando hube recuperado el equilibrio percibí sus ojos marrones de perro callejero fijos en mí, mirándome con admiración, dándome la bienvenida. Me había echado de menos. Le acaricié la cabeza enérgicamente, y me respondió con otra mirada y moviendo la cola.

Me habría gustado poderme llevar a aquel animal fiel a mis viajes, pero sabía que si lo hacía podría desaparecer sin ninguna explicación, como ya lo había hecho mi anterior perro. Sabía que no podría evitarlo. Lo único que me consolaba era la certeza de que mientras nadie sacara a Pilot de la propiedad y mientras nadie ajeno a la casa lo viera, tan vulgar para la gente que me rodeaba, sin raza, no le pasaría nada, no desaparecería.

Con Pilot pisándome los talones, acabé de bajar las escaleras, repasando con la mirada el recibidor pastel. No pude evitar volver

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