Águila solitaria

Danielle Steel

Fragmento

1

Kate Jamison vio a Joe por primera vez en un baile de debutantes, en diciembre de 1940, tres días antes de Navidad. Sus padres y ella habían viajado a Nueva York desde Boston para pasar la semana, hacer las compras de Navidad, visitar amigos y asistir al baile. Kate era amiga de la hermana menor de la debutante. Era poco usual que se invitara a jóvenes de diecisiete años, pero Kate deslumbraba a todo el mundo desde hacía tanto tiempo, y era tan madura para su edad, que fue una decisión fácil para los anfitriones incluirla en la lista.

La amiga de Kate se había mostrado exultante, igual que ella. Era la fiesta más bonita a la que asistía y la sala, cuando entró del brazo de su padre, estaba llena de gente extraordinaria. Había jefes de Estado, destacadas figuras políticas, viudas y matronas, y suficientes jóvenes apuestos para formar un ejército. Todos los nombres importantes de la sociedad neoyorquina estaban presentes, y varios de Filadelfia y Boston. Había setecientas personas conversando en los elegantes salones de recepción y en la exquisita sala de baile rodeada de espejos, y se habían adornado los jardines. Había cientos de camareros con librea para servirles, una orquesta en la sala de baile y otra en la carpa del exterior. Había mujeres hermosas y hombres apuestos, joyas y vestidos extraordinarios, y los caballeros llevaban corbata blanca. La invitada de honor era una bonita muchacha, menuda y rubia, y lucía un vestido confeccionado a medida por Schiaparelli. Era el momento que había ansiado durante toda su vida: su presentación oficial en sociedad. Parecía una muñeca de porcelana parada junto a sus padres ante la fila de invitados, cuyo nombre anunciaba un criado, a medida que entraban en la mansión.

Cuando los Jamison avanzaron en la fila, Kate besó a su amiga y le dio las gracias por invitarla. Era el primer baile de aquel tipo al que asistía, y por un instante las dos jóvenes semejaron un retrato de Degas de dos bailarinas, pese a los sutiles contrastes que existían entre ambas. La debutante era menuda y rubia, de suaves curvas redondeadas, mientras que el aspecto de Kate era más impresionante. Era alta y delgada, de pelo rojizo que le caía hasta los hombros. Tenía la piel cremosa, enormes ojos azul oscuro y una figura perfecta. En tanto que la debutante se comportaba con circunspección y serenidad mientras saludaba a los recién llegados, Kate parecía irradiar electricidad y energía. Cuando sus padres la presentaban a los invitados, sostenía su mirada sin pestañear y les deslumbraba con su sonrisa. Algo en su aspecto, incluso en la forma de su boca, hacía pensar que estaba a punto de decir algo divertido, algo importante, algo que se deseaba oír y recordar. Todo en Kate prometía emociones, como si su juventud fuera tan exuberante que tuviera que compartirla con los demás.

Kate era fascinante, siempre lo había sido, como si procediera de un lugar diferente y estuviera destinada a la grandeza. No tenía nada de vulgar, destacaba en todas las multitudes no solo por su aspecto, sino por su encanto e ingeniosidad. En casa siempre había sido traviesa y movida, y como hija única divertía y entretenía a sus padres. Había nacido muy tarde, después de veinte años de matrimonio, y cuando era un bebé a su padre le gustaba decir que había valido la pena esperar, lo que su madre corroboraba con vehemencia. La adoraban. De pequeña había sido el centro de su mundo.

Tuvo una infancia fácil y libre. De familia rica, su vida había sido cómoda y desahogada. Su padre, John Barrett, vástago de una ilustre familia de Boston, había contraído matrimonio con Elizabeth Palmer, cuya fortuna era todavía superior a la de él. El enlace complació en grado sumo a ambas familias. El padre de Kate era bien conocido en los círculos bancarios por su buen juicio y prudentes inversiones. Después llegó el crack del 29, que arrastró al padre de Kate y a miles como él en una oleada de destrucción, desesperación y ruina. Por suerte la familia de Elizabeth había considerado imprudente que la pareja uniera sus fortunas. No tuvieron hijos durante mucho tiempo, y la familia de Elizabeth continuó administrando sus asuntos financieros. El desastre los dejó relativamente al margen.

John Barrett perdió toda su fortuna y solo una parte muy pequeña de la de su esposa. Esta hizo todo cuanto pudo por tranquilizarle y ayudarle a recuperarse, pero la desdicha que él sentía le devoraba por dentro. Tres de sus clientes más importantes y mejores amigos se pegaron un tiro a los pocos meses de perder su fortuna, y John tardó dos años en entregarse a la desesperación. Se atrincheró en un dormitorio del piso de arriba, apenas veía a nadie y salía en contadas ocasiones. El banco que su familia había fundado y él había dirigido durante casi veinte años cerró a los dos meses del crack. Se convirtió en una persona inaccesible, aislada, reservada, y lo único que aún le alegraba era ver a Kate, que por entonces solo contaba seis años y entraba en sus habitaciones, para llevarle caramelos o un dibujo que había hecho para él. Como si presintiera el laberinto en que estaba perdido, intentaba instintivamente sacarle de su encierro, sin el menor éxito. Más adelante se encontró con que cerraba la puerta con llave, y después su madre le prohibió subir a verle. Elizabeth no quería que viera a su padre borracho, desaliñado, sin afeitar. A menudo dormía durante días seguidos. Era una visión que la habría aterrorizado y que partía el corazón de su madre.

John Barrett se suicidó casi dos años después del desastre, en septiembre de 1931. Era el único superviviente de su familia en aquel tiempo, y dejó viuda y una única hija. La fortuna de Elizabeth continuaba intacta, era una de las pocas afortunadas de su círculo a las que apenas había afectado la crisis, hasta que perdió a John.

Kate todavía recordaba el momento exacto en que su madre se lo dijo. Estaba sentada en el cuarto de jugar, bebiendo una taza de chocolate caliente, abrazada a su muñeca favorita, y cuando vio a su madre entrar supo que algo terrible había sucedido. Solo podía ver los ojos de su madre y oír el estridente sonido del reloj. Elizabeth no lloró cuando le comunicó la noticia, le contó en voz baja y tranquila que su padre se había ido al cielo con Dios. Dijo que había estado muy triste durante los dos últimos años y que ahora sería feliz con Dios. Mientras su madre pronunciaba las palabras, Kate experimentó la sensación de que todo su mundo se derrumbaba sobre ella. Apenas podía respirar, el chocolate resbaló entre sus manos y dejó caer la muñeca. Supo que a partir de aquel momento nada volvería a ser igual.

Kate se mostró solemne en el funeral de su padre, pero no oyó nada. Solo recordaba que su padre las había abandonado porque estaba muy triste. Las palabras de otras personas remolinearon alrededor de ella aquella tarde... abatido... nunca se recuperó... se pegó un tiro... perdió varias fortunas... menos mal que no administraba también el dinero de Elizabeth... De puertas afuera nada cambió para ellas después de aquello, vivían en la misma casa, veían a la misma gente. Kate iba al mismo colegio y, al cabo de pocos días del entierro, empezó tercer grado.

Durante meses tuvo la sensación de vivir en un torbellino de confusión. El hombre al que había querido y admirado, que tanto la adoraba, las había dejado sin previo aviso ni explicaciones que Kate pudiera comprender. Solo sabía que se había ido, y en lo que verdaderamente importaba, su vida había cambiado para siempre. Una parte fundamental de su mundo había desaparecido. Su madre estuvo tan trastornada durante los primeros meses que era como si hubiera desaparecido de la vida de Kate. Esta se sentía como si hubiera perdido a

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