Todos los corazones que robamos

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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Capítulo 1

Gaby

A veces me sentaba en una cafetería transitada para ver a la gente entrar y salir, imaginando el destino de vidas diferentes a la mía. Aquella tarde estaba rodeada de parejas enamoradas, de familias con niños revoltosos y de unos ancianos que habían envejecido juntos después de haber vivido un amor que pasó de imposible a real.

O eso era lo que yo quería creer.

Formaba parte de mis sueños inconfesables. Uno que no me atrevía a decirle a nadie, porque significaba que esperaba más de la vida. Que aún conservaba esperanza.

Y a los que habíamos nacido del lado equivocado de la suerte, no se nos permitía nada de eso.

No teníamos sueños ni anhelos, pero tampoco miedo.

Al fin y al cabo, se suponía que no teníamos nada que perder.

—¿A esto lo llama café? —Un cuarentón con peluca se dedicaba a criticar el trabajo de los camareros, mientras exhibía una cartera llena de billetes, haciendo alarde del poder invisible que mueve el mundo.

No pude evitar preguntarme por qué había quienes lo tenían todo y quienes no.

Como Rebel y yo.

Cuando reflexioné sobre el destino, las decisiones equivocadas y los caminos sin retorno, me acerqué a la barra, me topé accidentalmente con el tipo de la peluca, robé con discreción su cartera y, luego, pagué mi café.

Al marcharme, nadie me echó de menos. Me perdía entre la gente, me difuminaba. No existía, salvo para alguna interacción en el metro, algún roce en una acera repleta de personas que esperaban que cambiara el color del semáforo o como aquella noche, cuando me iba a colar en una fiesta para fingir que mi vida era otra.

Que era otra persona.

Mi verdadero nombre es Gabrielle, pero mis escasos amigos por aquel entonces me llamaban Gaby. Vivía en un pequeño apartamento en Boston, en una zona que era tan oscura y peligrosa que no atraía a los turistas, a pesar de estar cerca del casco antiguo. Y, en aquel frío noviembre, mucho menos.

La húmeda brisa del mar con olor a salitre me envolvió cuando subí las escaleras del metro y emergí a la superficie. Me encogí dentro de la chaqueta de cuero. Miré a mi alrededor. Como de costumbre, no había nadie.

Cuando abrí la puerta de mi apartamento, Rebel ya estaba dentro. No tenía llave y no la necesitaba. No había cerradura que se le resistiera. Distinguí su silueta. Estaba sentado en el sillón junto a la ventana.

—¿Pretendes darme un susto, Rebel? —dije con desgana. Me quité la cazadora y la lancé a un lado, sobre la mesa.

—Deberías dejar que te instale doble cerradura en la puerta —dijo, aún entre las sombras, con su melodiosa voz masculina.

Se me escapó una carcajada sardónica. De esas tan mías.

—Sabes que aquí no hay nada de interés. —Presioné el interruptor de la luz, que cayó sobre nosotros y permitió que nos viéramos.

Rebel, a sus veintisiete años, era elegante, a pesar de sus orígenes. Se movía con gracia, como si cada paso fuera estudiado, como si cada gesto formara parte del orden del universo. Siempre se adaptaba. Nadie desconfiaba de él porque nada en Rebel desentonaba ni chirriaba. Por esa razón era el mejor ladrón y estafador que conocía.

—No hay nada de interés salvo tú, Gaby. —Inclinó la cabeza hacia un lado, en un gesto muy típico de él y me sonrió. Sus dientes eran blancos y perfectos, y los exhibía con facilidad cuando quería conseguir algo. Así era Rebel. De aire intrigante, con un punto peligroso. De cuerpo duro, con los músculos marcados, que esa noche se insinuaban sutilmente debajo de un traje blanco con corbata negra. Todo hecho a medida. Seguramente, era un regalo de alguna de sus adineradas amigas, mayores que él, pero yo no iba a preguntarlo.

Nos conocíamos desde niños, desde que escapamos de aquel orfanato de mierda.

—Tampoco soy para tanto, ¿no crees?

Él bajó los ojos durante unos segundos en los que me fijé en cómo apretó los dientes, lo que hizo que los músculos de sus mejillas se tensasen. Sabía que lo hacía para controlarse, para no decir la verdad de lo que pensaba. Lo conocía tanto que interpretaba y entendía hasta sus silencios. Tan parecidos a los míos.

—Sabes que una doble cerradura no es solo por tu seguridad. Si algún día quiere entrar la pasma, lo tendrá más difícil.

Sonreí para ocultar lo que pensaba de verdad, porque sabía que él quería decir algo más, emplear otras palabras. Pero había límites entre nosotros.

—Esperemos que no llame nunca la atención como para que quieran entrar aquí.

—Entonces hablemos del trabajo de esta noche.

—Por supuesto. —Pasé por su lado en dirección a mi dormitorio. En cuanto entré, vi que sobre la cama había una bolsa y un paquete. Primero miré lo que había en la bolsa. Era un vestido negro, de cuero, con unas tiras blancas que lo cruzaban transversalmente. Era precioso y, seguramente, carísimo.

Ladeé el rostro y me encontré con Rebel apoyado en la jamba de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Y, durante unos segundos, me permití observar la cara que tan bien conocía: ovalada y perfecta, con la mandíbula cuadrada, la nariz ancha, los ojos azules rodeados de unas pestañas de impresión y la boca ancha, curvada hacia arriba, en una sonrisa que luchaba por mantener contenida.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Te lo he comprado.

Era una de las cosas en las que Rebel gastaba el dinero, en todo tipo de frivolidades y lujos para aparentar una vida que no era la suya. Sin embargo, yo ahorraba. Aun cuando ganaba mucha pasta, apenas la tocaba. Ya casi tenía bastante dinero como para comprar mi libertad. Y la de Rebel, porque no iba a ir a ningún lado sin él.

—Gracias —le respondí—. Aunque no me gusta aceptar regalos que no puedo corresponder.

—No lo he comprado para que me des nada a cambio. Lo necesitarás para esta noche. Y te quedará genial.

—¿Y esto? —dije, señalando la caja que había sobre la cama.

—Eso lo manda la Condesa.

Así se hacía llamar nuestra jefa, la que nos encargaba algunos trabajos a cambio de un suculento cuarenta por ciento.

Abrí la caja con desgana. Era un abrigo de pieles.

—Puaj. No quiero llevar inocentes animalitos muertos sobre mi cuerpo —protesté, mirando con repugnancia la prenda.

—Eso díselo a la jefa.

Sabía que tendría que ponérmelo, aunque no me gustara. Lo saqué de la caja y lo desplegué. Dentro del forro había discretas aberturas (como bolsillos internos invisibles) para esconder el botín de esa noche.

—Siempre piensa en todo.

Lo dejé sobre la cama de nuevo, cogí ropa interior y medias del cajón de mi mesita y el vestido, y entré al baño. No cerré la puerta, porque sabía que Rebel no iba a mirar. Aunque, a veces, lo deseaba.

Llevábamos muchos años juntos y los límites que marcaban nuestra relación eran infranqueables. No podríamos robar juntos si mezcláramos trabajo y sexo. Y a la Condesa no le gustaría.

Ella era, en cierto modo, dueña de nuestras vidas, porque nos libró de unos feos cargos de robo con violencia y le debíamos mucho.

Nos enseñó a refinar la profesión. Ya no más tirones de bolsos.

Solo ma

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