La noche de la luna negra (Cazadores Oscuros 18)

Sherrilyn Kenyon

Fragmento

1

Enero de 2003
El Santuario, Nueva Orleans
—Así que este es el famosísimo Santuario...

Fang Kattalakis, que estaba poniendo el seguro a su flamante Kawasaki Ninja, alzó la vista y descubrió que Keegan estaba observando el edificio de tres plantas de ladrillo rojo que se alzaba al otro lado de la calle.

El cachorro se hallaba en plena pubertad, unos treinta años humanos, pero, tal como solía sucederles a los miembros de su especie, Keegan aparentaba solo dieciséis, lo que significaba que era tan impulsivo como un adolescente. Vestido de cuero negro como protección cuando conducía su moto, estuvo a punto de dejarla caer por la emoción y por las ganas de poner un pie en el famoso santuario regentado por un clan katagario de osos.

Fang soltó un suspiro exasperado mientras enganchaba el casco a su mochila. Como castigo, a su hermano Vane y a él les habían impuesto vigilar a Keegan y a su hermano gemelo, Craig.

¡Qué alegría! Habría preferido que le sacaran las entrañas por la nariz. Hacer de canguro de los cachorros nunca le había gustado. Pero al menos en esa ocasión no iban acompañados por el líder del grupito, Stefan. De ser así, la salida habría acabado en un baño de sangre, ya que Fang no respetaba ni toleraba a Stefan ni cuando tenía un buen día.

Y ese día en concreto no era de los buenos.

El cachorro, rubio y desgarbado, hizo ademán de alejarse, pero Vane se lo impidió agarrándolo por el cuello de la chupa.

Keegan se rindió al instante, dejando en evidencia su edad y su inexperiencia. Fang jamás se había rendido sin pelear, ni siquiera cuando era un cachorro. Iba en contra de su naturaleza.

Vane soltó a Keegan.
—No te apartes de la manada, cachorro. Es un mal hábito que debes corregir. Espera a que nos movamos todos.

Ese era el motivo de que fueran en moto. Puesto que a los más jóvenes no se les daba bien teletransportarse hasta cumplir los cuarenta o cincuenta años, y puesto que los poderes de los cachorros hacían estragos con los poderes de los adultos cada que vez que intentaban teletransportarse con ellos, un medio de transporte humano era lo mejor.

Y en esas estaban.

Aburridos. Nerviosos. Y en forma humana. Una combinación muy desagradable.

Fang estaba, sobre todo, cansado.

Y ya que estaban entrenando a los cachorros para que se relacionaran y mantuvieran la forma humana durante el día, el Santuario les había parecido la mejor opción, y también la más segura, para sacarlos del campamento. Al menos así, si alguno de ellos se transformaba en lobo, los osos podrían esconderlo. Solo los katagarios más fuertes eran capaces de mantener la forma humana durante el día. Si los cachorros no eran capaces de lograrlo antes de los treinta y cinco años, el líder ordenaría a la manada que los ejecutara.

El mundo que habitaban era duro, solo los más fuertes sobrevivían. De todas formas, si no eran capaces de luchar y de camuflarse entre los humanos, podían darse por muertos. Era absurdo malgastar sus valiosos recursos en unas criaturas que no podían defender a la manada.

Vane miró a Fang de reojo, como si esperara que dijese algo desagradable a Keegan. Por regla general, se habría metido con él, pero estaba demasiado cansado para molestarse.

—¿Por qué tardas tanto? —le preguntó Fury, molesto por su retraso.

Aunque más bajo que Fang, Fury era atlético y cruel. Tenía los ojos de color turquesa, rasgos afilados y una actitud que siempre lograba que Fang se encrespara. Ese día llevaba su larga melena rubio platino recogida en una tirante coleta.

Fang se echó la mochila al hombro y le lanzó una mirada despectiva que dejó claro lo que pensaba de él... nada bueno.

—Estoy candando la moto, gilipollas. ¿Quieres que te encadene a ella para asegurarme de que siga aquí cuando vuelva?

Las pupilas de Fury se contrajeron.
—Me gustaría que lo intentaras.

Antes de que Fang pudiera abalanzarse sobre él, Liam, el hermano mayor de Keegan, se interpuso entre ellos.

—Atrás, lobos.

Como buen lobo que era, Fang le enseñó los dientes a Fury, que a su vez le devolvió el gesto. Por insistencia de Liam, Fury se alejó mientras los otros ocho lobos cruzaban la calle.

Vane y Fang los siguieron.

Fang señaló a Fury con un gesto de la cabeza.
—No trago a ese cabrón.
—Ya, pero no vayas a matarlo. Nos es útil.

Quizá. Pero no tanto como para que a Fang no le alegrara tener la piel de Fury colgada en la pared. Claro que él no tenía pared, pero en caso de tenerla, la piel de Fury sería el adorno perfecto.

Fang miró a su hermano, un par de centímetros más bajo que él. Igual que Fury.

—Dime, ¿qué hacemos aquí? Podríamos haber entrenado a los cachorros en el campamento.

Vane se encogió de hombros.
—Markus quería que los osos tuvieran constancia de nuestra presencia. Con todas las hembras preñadas que tenemos, es posible que necesitemos a su médico.

Sí, su hermana Anya y otras seis hembras más darían a luz en cualquier momento. Markus, el reacio donante de esperma que los había engendrado a los tres, también quería perder de vista a sus «hijos». Cosa que a Fang le parecía estupenda; él tampoco le tenía demasiado cariño a ese imbécil. Si por él fuera, ya lo habría retado para hacerse con el liderazgo de la manada, pero Vane y Anya siempre lo disuadían.

Puesto que Vane era un arcadio oculto en mitad de una manada de katagarios, lo último que necesitaban era que Fang se convirtiera en alfa de la manada. Porque eso provocaría una serie de incómodas preguntas, como por ejemplo por qué no era Vane (el primogénito de la camada, el supuesto heredero de su padre y el que mayores poderes mágicos poseía) quien retaba a su padre por el liderazgo. Sin embargo, Vane no podría hacerlo jamás. El dolor los obligaba a adoptar al instante su forma natural, y no podían arriesgarse a que Vane se transformara en humano en plena pelea.

De ahí que Fang se hubiera pasado toda la noche en vela. Vane, que estaba malherido e inconsciente, se había visto obligado a mantener su forma humana. La manada mataría a su hermano si llegaba a descubrir cuál era su verdadera forma.

Fang bostezó justo cuando alcanzaba al resto del grupo, que se había detenido en la puerta del Santuario por orden del portero. Mucho más corpulento que los lobos, el oso tenía el pelo largo y rizado, y llevaba una camiseta negra de manga corta con el logo del club en el pecho, aunque quedaba parcialmente oculto por una desgastada chupa de cuero negro.

Sus ojos azules los examinaron a conciencia.
—¿Manada?

Vane se adelantó.
—Gran Regis de los Licos Katagarios. Kattalakis.

El oso enarcó las cejas, el pedigrí lo había impresionado. «Gran Regis» significaba que el líder de la manada era miembro del Omegrion, el consejo que regulaba y gobernaba a katagarios y arcadios por igual. Puesto que estaba formado por veintitrés miembros (veinticuatro originalmente, aunque una especie se había extinguido), formar parte de la familia de uno de ellos era motivo de asombro.

—¿Algún Kattalakis en el grupo?
—Mi hermano y yo —contestó Vane, señalando a Fang.

El oso asintió al tiempo que cruzaba los brazos por delante del pecho y adoptaba una pose de tío duro.

—Nosotros somos Peltier. Yo soy Dev, uno de los cuatrillizos idénticos, así que si entráis y veis a mis hermanos, no penséis que estáis viendo doble o triple. Manteneos lejos del que va vestido de negro de los pies a la cabeza. Rémi es un hijo de su madre con muy mala baba. Mi madre, Nicolette, es la Gran Regina de los Ursos Katagarios, así que mient

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