Una dulce llama

Laura Kinsale

Fragmento

1

Como princesa, Su Alteza Serenísima, Olympia de Oriens, se consideraba del montón. Tenía una estatura de lo más corriente, ni pequeña ni destacada, era demasiado regordeta para resultar delicada, pero no lo suficientemente robusta para que la encontrasen majestuosa. No vivía en un palacio. Ni siquiera vivía en su propio país. Y lo que es más, la verdad era que jamás lo había hecho.

Había nacido en Inglaterra y, hasta donde le alcanzaba la memoria, había vivido en una sólida casa de ladrillo con los muros recubiertos de hiedra. La fachada de su casa daba a la calle principal de Wisbeach, sobre la ribera norte del río Nen, y exhibía la misma elegancia lacónica y satisfecha que las viviendas de sus vecinos, un pequeño grupo de banqueros, abogados y señores rurales acomodados, escondidas entre los canales, diques y marismas de unas brumosas extensiones de helechos, que Olympia suponía eran todo lo distintas de los puertos de montaña de Oriens que un paisaje puede ser.

La joven tomaba el té en compañía de su gobernanta y dama de compañía, la señora Julia Plumb, y se vestía con la ayuda de una doncella de mucha experiencia. Comía las viandas que le preparaba una cocinera alemana, y tenía a su servicio dos criadas y tres hombres que se encargaban de los establos y del extenso jardín que había en la parte trasera. En una casita al fondo del jardín vivía el señor Stubbins, su profesor de idiomas, quien le había enseñado francés, italiano, alemán y español, además de los Derechos del Hombre y las verdades que pensadores preclaros como el señor Jefferson, el señor Rousseau y, por supuesto, el propio señor Stubbins, consideraban irrefutables.

En su dormitorio, decorado con telas de cretona amarilla, con vistas al río, soñaba con ampliar sus horizontes vitales. Sobre todo, soñaba con ir a Oriens, donde todavía no había estado, y conducir a su pueblo a la democracia.

A veces Olympia sentía en su interior una enorme burbuja de energía, burbuja que amenazaba con expandirse y explotar en el tranquilo paisaje que era su vida. Debería estar en alguna parte, consiguiendo lo que fuera. Debería estar elaborando planes, siguiendo una estrategia, fomentando la rebelión. No debería estar sin hacer nada, aguardando, a la espera de que la vida comenzase.

Había leído, soñado y oído en su fuero interno los vítores de las masas y el redoble de las campanas que anunciaban la libertad en las calles de una ciudad que jamás había visto. Hasta la semana anterior, cuando había llegado la carta, y la vida real había comenzado con una desagradable sacudida.

Ahora, en medio de la bruma y la desolación de la desnuda marisma, a tan solo unos kilómetros de Wisbeach, Olympia se encontraba subida a unos escalones de arenisca y contemplaba con respeto los muros salpicados de nieve de Hatherleigh Hall. En alguna parte de aquel lugar se encontraba él, en el interior de aquella mansión neogótica que se erguía en medio de las tierras pantanosas, en medio de una oscura profusión de agujas, torres y arbotantes infestados de gárgolas. El capitán sir Sheridan Drake, descendiente de sir Francis, soldado veterano condecorado en las guerras napoleónicas y en Birmania, en distintas batallas en el Canadá y el Caribe; prestigioso estratega naval, y, más recientemente, nombrado Caballero de la Muy Honorable Orden de Bath por su valor y generoso heroísmo en la batalla de Navarino.

Olympia sacó la mano del manguito y arregló el envoltorio de la maceta de fucsias que llevaba con todo el esmero que le permitían sus fríos dedos. Esperaba que la planta no se hubiese helado durante los seis kilómetros de trayecto desde la ciudad; era la única que había sobrevivido de las cinco que había plantado en macetas, con tanto cuidado, en honor de la victoria naval de Navarino, tan pronto como los periódicos de Cambridge y Norwich habían anunciado que el capitán sir Sheridan regresaba a casa. Puede que una planta en una maceta no fuese el tributo más adecuado, pero a ella no se le daban bien las labores; por lo tanto, ni por un instante se había planteado bordar una bandera. Había fantaseado sobre el ofrecimiento de un cuadro al óleo de la gloriosa batalla naval, pero algo así quedaba muy lejos del alcance de su asignación económica. Así que se había decidido por la planta, y por un regalo en el que había puesto todo el corazón: su propio ejemplar, el original francés encuadernado en piel, con cantos dorados, de El contrato social de Jean-Jacques Rousseau.

Sabía exactamente cuál sería el aspecto de sir Sheridan. Alto, por supuesto, majestuosamente alto con su uniforme azul de capitán y sus pantalones de un blanco inmaculado, bicornio adornado con plumas blancas y charreteras doradas. Pero no tendría una apostura convencional. No; se lo imaginaba con un rostro poco agraciado, un rostro que infundía confianza, al que solo los ojos bondadosos y el noble ceño apartaban de la vulgaridad, y puede que incluso tuviese unas cuantas pecas, y que bajase la vista y se ruborizase de forma encantadora al tener que enfrentarse a la mirada de una dama.

Durante días había sopesado lo que iba a decirle. Las simples palabras le parecían poco adecuadas para expresar la admiración que sentía cada vez que pensaba en la forma en que se había lanzado bajo un mástil que caía para salvar la vida de su comandante, y en cómo, sin dudarlo ni un segundo, había saltado por la borda a un mar infestado de tiburones para impedir que un proyectil con la mecha encendida destruyese el buque insignia. Desearía tener otra cosa que no fuese una planta de fucsias helada para agasajarlo. Y, sin embargo, había soñado en lo más profundo de las noches en las que no podía conciliar el sueño, cuando la casa parecía muy silenciosa y su vida muy insignificante, que él le sonreía y la comprendía, y que daba a la maceta de fucsias el mismo valor que a una medalla de oro real.

Pero eso eran sueños. Ahora que se encontraba allí, ante su puerta, el corazón le latía con ritmo lento por el terror que la invadía, lo que confirmaba los peores miedos sobre su persona: que pese a lo que ella desearía y debería ser, en el fondo no era más que una cobarde.

La campana sonó mortecina al otro lado de la adornada puerta cuando tiró de la cadena. En el momento en que la soltó, un montón de nieve dura cayó en cascada desde la cubierta del pórtico, se deslizó por sus hombros y su sombrero, e hizo un ruido sordo al caer sobre el suelo de piedra. La puerta principal de Hatherleigh Hall se abrió justo cuando se estaba secando la cara y trataba de mirar por debajo del penacho, roto y empapado, de su sombrero verde de plumas.

Un hombre moreno, de pequeña estatura, descalzo y con un gorro rojo sobre la afeitada cabeza, apareció en el umbral, arrastrando una multitud de mantas que llevaba ceñidas al cuerpo, y alzó hacia ella, entre guiños y parpadeos, un par de ojos oscuros en medio de un rostro redondo.

—Oh amada —entonó con la voz líquida de una soprano—, ¿en qué puedo servirte?

Olympia, con la nieve en pequeños montones sobre sus hombros y un copo derritiéndose en la punta de su nariz, deseó con todas sus fuerzas que se la tragase el suelo de piedra, pero, al comprobar que semejante cosa era imposible, se acercó como si nada hubiese pasado y depositó una tarjeta de visita ligeramente húmeda en la temblorosa mano del hombre.

—¡Ah! —exclamó él, y se la metió bajo el gorro, al tiempo que se arrebujaba en las mantas.

Sin molestarse en cerrar la puerta, la condujo a través del vestíbulo, que semejaba un tablero de ajedrez con su brillante suelo de mármol de color rosa y blanco, hasta las oscuras profundidades de un grandioso corredor.

Olympia dirigi

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