El Highlander desterrado (Highlander 2)

Monica McCarty

Fragmento

1

¡Oh, Torre Negra! Tu sombría quebrada no rebosa de historia escocesa;
en otros baluartes, altivo Argyll,
tu antigua gloria se asienta soberana. Bien poco nos queda del pasado,
según nos dispersamos por el valle,
para adornar tus estandartes, henchidos por el viento,
¡castillo de Campbell!

«Castillo de Campbell», WILLIAM GIBSON

En las proximidades del castillo de Campbell, Clackmannanshire, junio de 1608

Elizabeth Campbell bajó el arrugado pergamino a su regazo y miró por la pequeña ventana, contemplando con pesadumbre la profunda sombra del castillo de Campbell perderse en la distancia. Daba igual cuántas veces leyera la carta, las palabras eran siempre las mismas. Su hora, al parecer, había llegado.

El carruaje avanzaba a trompicones por el accidentado camino, moviéndose a un paso fatigosamente lento. La reciente lluvia había vuelto peligrosa la calzada, de por sí irregular, que conducía a las Highlands; pero si la cosa no mejoraba, les llevaría una semana llegar al castillo de Dunoon.

Lizzie dirigió la vista al interior del carruaje, y captó la mirada furtiva de su doncella, Alys, pero la mujer se apresuró a clavar los ojos nuevamente en su labor de bordado, fingiendo una concentración que contradecía sus nefastas puntadas.

Alys estaba preocupada por ella, a pesar de que procuraba no demostrarlo.

—Ignoro cómo puedes coser con todo este bamboleo... —dijo Lizzie, con la esperanza de eludir sus preguntas.

Pero su discurso fue interrumpido de golpe cuando, como para apoyar aquella declaración, su trasero se despegó del asiento durante un prolongado instante y aterrizó de nuevo de forma tan violenta que le castañetearon los dientes, en tanto que el hombro chocaba contra la pared revestida de madera del carruaje.

—¡Ay! —se quejó, frotándose el brazo una vez fue capaz de enderezarse. Dirigió una mirada a Alys, que había sufrido un destino similar al suyo—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, milady —respondió la doncella, acomodándose de nuevo en el mullido asiento de terciopelo—. Muy bien. Pero si los caminos no mejoran, antes de llegar nos habremos convertido en un montón de huesos rotos y de morados.

Lizzie sonrió.
—Sospecho que van a empeorar mucho. Traer el carruaje ha sido, posiblemente, un error.

Tendrían que cambiar los caballos cuando pasaran Stirlingshire, cruzaran la frontera escocesa hacia la zona montañosa y los caminos se estrechasen o, como diría ella, se estrechasen aún más, puesto que ya eran apenas lo suficientemente anchos para permitir el paso de un carruaje en esa parte de las Lowlands.

—Al menos estamos secas —señaló Alys, siempre dispuesta a ver el lado bueno de una situación. Quizá por ese motivo Lizzie disfrutaba tanto de su compañía. Se parecían mucho en ese aspecto. Alys bajó la mano y recogió la carta que había caído al suelo con la agitación—. Se os ha caído la carta.

Resistiéndose al impulso de hacerse con ella de inmediato, Lizzie la tomó con despreocupación y se la guardó a buen recaudo en la falda.

—Gracias.

Podía sentir la curiosidad de Alys por la carta del conde, por los motivos que les llevaban al castillo de Dunoon de forma tan repentina, pero no estaba dispuesta a satisfacerla. Alys, al igual que los demás, no tardaría mucho en averiguar el contenido. No sería ningún secreto que su primo, el conde de Argyll, pretendía encontrarle un marido a Lizzie.

«Una vez más.»

Por lo visto, tres compromisos rotos no bastaban. Tenía el deber de «desposarse», y debía cumplirlo.

Se le encogió el corazón cuando el humillante recuerdo del último de sus compromisos rotos le vino inoportunamente a la cabeza. El dolor, incluso habiendo transcurrido dos años, seguía siendo intenso. Le habían llamado «Elizabeth, la Tartaja» y habían dicho de ella que estaba tan deseosa de halagos que los había recibido «con el entusiasmo de un cachorro agradecido».

La humillación todavía le escocía. Lo peor de todo era que John no se había equivocado. Había estado demasiado impaciente, demasiado dispuesta a creer que un hombre apuesto como él podría preocuparse por ella más allá de alianzas entre clanes y fortuna. Su mejor amiga había encontrado la felicidad; también ella había querido hallarla, desesperadamente. Lo bastante para ignorar lo que el instinto le decía: que bajo la apuesta apariencia moraba un hombre de carácter débil y gran ambición.

Escuchar al hombre al que había entregado el corazón hablar de un modo tan cruel de ella habría sido más que suficiente, pero entonces la situación empeoró. Infinitamente. Cerró los ojos pero no pudo desterrar los recuerdos de su tartamudez. O la caída en el charco. O las burlas. «Los pies se le enredan de igual modo que la lengua.» El eco de sus carcajadas todavía resonaba en su cabeza. Casi podía saborear las ardientes lágrimas saladas que le habían quemado en la garganta y los ojos. Había deseado meterse debajo de la cama y no salir nunca más de allí.

Solo un hombre había acudido en su auxilio. Se había sentido demasiado avergonzada para mirarle, pero recordaba la bondad, que no lástima, que traslucía su voz y la reconfortante fuerza de su callosa mano. Frunció el ceño. Qué extraño pensar que su galante caballero había sido un MacGregor.

Se había perdido en el caos que siguió a su marcha del pabellón, pero más tarde su hermano le había contado lo sucedido. Alasdair Roy MacGregor y sus hombres habían escapado delante de sus mismísimas narices y a Jamie le había disgustado enormemente. Lo que su hermano no podía comprender era por qué el proscrito se había arriesgado a ser descubierto para acudir en su ayuda. Tampoco ella lo sabía, pero siempre le estaría agradecida por su acto de bondad.

Presentía que Jamie sabía más sobre el hombre que la ayudó de lo que le había contado, pero quizá, debido a que podía percibir su interés, se lo había callado negándose a satisfacer su curiosidad acerca del galante proscrito.

Lizzie había puesto fin al compromiso con John Montgomery de inmediato, demasiado avergonzada para contar a su familia los pormenores. Pero cuando este sufrió un ataque no mucho después y quedó mutilado, perdiendo una oreja y parte del brazo con el que blandía la espada, Lizzie se preguntó si su familia había descubierto algo por su cuenta. No le había deseado ningún mal, aunque sabía que nada de lo que pudiera haber dicho habría impedido que su familia impartiera su castigo. Eran demasiado protectores con ella. Tal vez eso fuera parte del problema; los Campbell era un clan temible.

Lizzie había dejado atrás el disgusto y tratado de olvidar, pero de cuando en cuando, como en esos instantes, volvía a su memoria como si hubiera ocurrido el día anterior. Y cuando corriera la voz de que, una vez más, el conde de Argyll estaba buscando una alianza para su, tantas veces, comprometida prima, volverían a iniciarse las habladurías.

Temía la conversación con su primo, sabiendo que ya no sería capaz de mantener en secreto el alcance de su estupidez con John.

A pesar de que su primo Archie no había dicho con claridad que pretendía casarla, Lizzie leyó entre líneas la carta. Levantó el pergamino hasta la ventana de nuevo, la audaz letra en tinta negra revelaba más de lo que estaba escrito.

Mi querida prima:
Ya tenemos encima el verano. Solicito el placer de tu compañía en Dunoon tan pronto como sea posible para discutir un asunto de suma importancia. Tal y como te dije el pasado invierno, en agradecimiento a tu amabilidad tras el fallecimiento de la condesa el pasado año y por haberte ocupado del pequeño Archie

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