Una pasión indomable

Penelope Williamson

Fragmento

Capítulo 1

1

Boston, colonia de la bahía de Massachusetts

Mayo de 1721

—¡Vuelve aquí, Delia, maldita perra! No me obligues a ir a buscarte, muchacha...

La puerta se abrió de golpe, estampándose contra la pared. La muchacha tropezó en el umbral y cayó de bruces. Aterrizó en el porche a cuatro patas, con un ruido sordo. Tenía la espalda encorvada y el aire pasaba con dificultad por su garganta.

Al oír el portazo, dos niños que jugaban en el fondo del callejón sin salida levantaron la vista, sorprendidos. Al ver a la muchacha, que tenía los ojos muy abiertos por el susto y parte del rostro oculto por mechones de cabello oscuro y desgreñado, recogieron de inmediato sus monedas y escaparon corriendo hacia los muelles.

—¡Delia!

La muchacha se levantó de un brinco al escuchar aquel bramido furioso, ebrio. Se aferró a la barandilla desvencijada, saltó, dio la vuelta a la casa... y tuvo que frenar de golpe.

Porque ante sus ojos, abriéndose paso entre las redes de pesca que se secaban al sol —y obstruyendo su única vía de escape—, se encontraba la compacta y barrigona silueta del alguacil Dunlop.

El alguacil se detuvo y le dio la espalda un momento para observar el trayecto de una fragata real que cruzaba la bahía rumbo al muelle Long. Con gran cautela, la muchacha dio un paso... pero quedó paralizada al ver que los corpulentos hombros del alguacil giraban nuevamente en dirección a ella.

Desde arriba llegó el ruido de un taburete al caer, seguido por otro grito atronador.

—¡Por todos los demonios! —Una olla de hierro cayó al suelo y algo se estrelló contra la pared—. Sé que estás escondida en un rincón, y será mejor que salgas enseguida, perra miserable, si sabes lo que te conviene... ¡Delia!

El alguacil levantó la cabeza de golpe, como un zorro que acaba de olfatear un conejo. Ahogando un gemido de desesperación, la muchacha cayó de rodillas y se escurrió como un escarabajo bajo la escalinata del porche.

La escalinata —hecha de madera que había comenzado a pudrirse hacía tiempo y cuya altura no superaba los dos escalones— conducía a su vez a una escalera que subía desde la callejuela del vecindario ribereño hasta la vivienda que compartía con su padre sobre una ruinosa fábrica de toneles. Pocas cosas podían caber allí debajo: un par de ratas, unas cuantas arañas... y una jovencita de diecisiete años, muy flaca, que intentaba escapar de una paliza.

—¡Delia! ¡Maldita seas, sal de una vez de tu escondite!

Escuchó retumbar los pasos tambaleantes de su padre en la escalera, seguidos por el chapoteo de los zapatos del alguacil Dunlop, que continuó avanzando por la callejuela fangosa y encharcada. Delia apoyó la cara contra el suelo para ahogar el sonido de su agitada respiración. El lodo resbaladizo, que olía a moho y pescado podrido, se le pegó a la mejilla.

Los pies del alguacil se detuvieron justo ante los ojos de Delia. Estaba tan cerca que era posible distinguir las salpicaduras de lodo y estiércol que adornaban sus descoloridas polainas de cuero.

El alguacil carraspeó y lanzó un escupitajo. La espantosa mezcla de tabaco y saliva aterrizó a pocos centímetros de la cara de Delia.

—¿Cómo va eso, McQuaid? —gritó—. ¿A qué se debe tanto alboroto, eh?

Las tablas del porche crujieron y se doblaron sobre su cabeza cuando su padre las pisó.

—Ah, es usted, alguacil. —La voz de Ezra McQuaid sonaba algo más sobria en presencia del oficial de la ley. Sabía que corría el riesgo de pasar doce horas encerrado en un calabozo por ebriedad y alteración del orden público—. Por casualidad no habrá usted visto pasar a mi Delia, ¿verdad?

El alguacil carraspeó y volvió a escupir.

—No puedo decir que la haya visto. Pero lo cierto es que estaba mirando hacia la bahía. El Moravia acaba de llegar al muelle. Hoy tendremos una noche tranquila, las patrullas de reclutamiento están rondando las calles. Los hombres que estén en buena forma y en su sano juicio tendrían que quedarse a salvo y fuera de la vista, en sus casas... ¿Y qué ha hecho ahora esa pequeña ramera, eh?

—Ha encontrado seis peniques que yo tenía guardados, por si las moscas —dijo Ezra McQuaid con voz lastimera—. Me los ha robado, claro que me los ha robado... Y le daré una buena tunda cuando la encuentre. Es un pecado contra Dios que una hija le robe a su propio padre.

«Mentiroso», pensó Delia. Los seis peniques eran suyos y los había ocultado dentro de un recipiente de manteca de cerdo. Pero su padre los había olfateado, con ese instinto pavoroso que tenía cuando estaba sediento. A pesar de que había comprado cerveza barata a un penique el litro, los seis peniques no le habían alcanzado. Siempre ocurría lo mismo con su padre. Cuando le entraba la sed, no paraba de beber hasta desmayarse. Cuando se le acabó la cerveza, fue a buscar a Delia y le exigió que le entregara un dinero que no tenía. Y luego la emprendió a puñetazos.

—Hace tiempo que tendrías que haber casado a esa pequeña ramera —acotó el alguacil Dunlop. Y chasqueó la lengua para demostrar que comprendía la situación—. Deberías dejar que otro se ocupe de hacerla entrar en razón.

La risa de Ezra McQuaid retumbó como un trueno en las profundidades de su enorme panza.

—¿Acaso me está pidiendo la mano de mi hija, señor?

—¿Quién, yo? Dios mío, no. Es demasiado insolente, para empezar.

Dunlop y McQuaid lanzaron una carcajada al unísono.

—Bien, tengo que continuar mi ronda. —El alguacil suspiró—. Si me cruzo con tu hija, la obligaré a regresar para que enfrente las consecuencias de sus actos. ¿Qué me dices?

—Hágalo, señor, y tendrá mi gratitud eterna. Pero si la encuentra en el Frisky Lion, déjela seguir con lo suyo. Necesitamos el dinero, ¿sabe? Y, antes o después, siempre habrá tiempo para unos merecidos azotes.

El alguacil lanzó un bufido y escupió otra bola de tabaco y saliva en el barro.

—Sí, lo que dices es muy cierto. Bueno... Que tengas un buen día, McQuaid.

Las polainas embarradas dieron media vuelta y desaparecieron calle abajo. Las tablas volvieron a crujir sobre la cabeza de Delia. Se escuchó el ruido del barrote de la puerta.

Mientras Delia yacía inmóvil en su escondite, un silencio profundo descendió sobre el callejón. Comenzó a soplar una brisa leve, que acarició su rostro empapado en sudor. La brisa traía el tufo salobre del bacalao ahumado y los mazazos del tonelero en la tienda vecina. Su padre había sido tonelero en otros tiempos, antes de que el alcohol lo atrapara.

Delia asomó la cabeza y miró lentamente a su alrededor, como un gato a punto de saltar de una cesta. Apoyó las manos sobre el lodo resbaladizo y tomó impulso para abandonar su escondite.

Un puño apareció de la nada y la aferró del cabell

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