Un hombre sin pasado

Penelope Williamson

Fragmento

Capítulo 1

1

Apareció en sus vidas durante los últimos y ásperos días de un invierno, en Montana.

Era esa época del año en que la tierra llegaba a parecer desolada y como agotada por el frío. La nieve caía sobre los arbustos amarillentos, semejantes a viejas velas de cera; los álamos hendían el aire helado y la primavera todavía era más un recuerdo que una promesa.

Aquel domingo por la mañana, el día en que llegó, Rachel Yoder no hubiera querido salir de la cama. Permanecía bajo el pesado edredón, con la mirada fija en la ventana, que enmarcaba un cielo gris. Escuchaba el crujido de las paredes, batidas por el viento, sintiéndose presa de un cansancio que le había penetrado hasta los huesos.

Permanecía allí, oyendo cómo Benjo atizaba el fuego en la cocina: el ruido de la tapa del hornillo, el golpeteo de la leña en la leñera, el roce de la pala. Luego, la casa quedó silenciosa y se dio cuenta de que estaba mirando hacia su puerta cerrada, preguntándose, con inquietud, por qué seguía sin levantarse.

Balanceó las piernas sobre el borde de la cama y se puso en pie de un salto, estremeciéndose al contacto con el aire frío que se filtraba por debajo del suelo de madera, de gastadas tablas de pino. Se vistió sin preocuparse por encender la luz. Como hacía cada mañana, se puso un sencillo corpiño, una falda de color marrón oscuro y un delantal negro, igualmente sencillo. Se cubrió los hombros con un chal negro triangular, cruzó los dos largos extremos sobre sus senos y se lo ató alrededor de la cintura. Notaba los dedos torpes por el frío y le costó trabajo pasar los gruesos imperdibles de la manta a través de la dura lana. Pero aquella era la manera económica utilizada por la «gente sencilla»* para no emplear corchetes o botones. Las mujeres sencillas siempre habían abrochado sus ropas con imperdibles y siempre continuarían haciéndolo así.

Dejó los cabellos para el final. Eran espesos y largos, caían formando rizos sobre sus caderas y tenían el color de la caoba pulida. Al menos, eso le había dicho en una ocasión el único hombre que los había visto sueltos. Al recordarlo, una ligera sonrisa afloró a sus labios. Caoba pulida, le había dicho. Y aquello venía de boca de un hombre nacido en la vida sencilla y que no conocía ninguna otra, que seguramente nunca había visto la caoba en toda su vida, pulida o sin pulir. ¡Ben!

A él siempre le habían gustado sus cabellos, de modo que debía tener cuidado de no dejarse llevar por su vanidad femenina. Se los tiró hacia atrás, los recogió en un moño y luego los cubrió completamente con su Kapp o gorro de oración, un almidonado gorro de batista. Hubo de tantear con los dedos el rígido pliegue central del gorro de oración para estar segura de que se hallaba centrado sobre su cabeza. Nunca había tenido espejo alguno, ni en aquella casa ni en la casa donde había crecido.

El calor de la cocina la atraía, pero se detuvo bajo la luz fría y oscura del amanecer, mirando fijamente hacia fuera, por la ventana sin cortinas. Los pinos del bosque de la colina que se alzaba por detrás del río habían muerto durante el invierno, y ahora presentaban el color de la herrumbre. Las nubes cubrían los extremos de sus copas, cargadas con la amenaza de más nieve. «Ven, primavera —susurró—. Date prisa, por favor.»

Bajó la cabeza, apoyándola contra el frío cristal. Ahora deseaba la llegada de la primavera, pero con esta llegaría la época en que parían las ovejas y más de un mes de preocupaciones y trabajo duro.

Y aquella primavera tendría que pasarla sola.

—¡Ben! —exclamó de nuevo, esta vez en voz alta.

Apretó los labios para superar aquel momento de debilidad. Ahora, su marido conocía una vida mejor, la vida eterna, confortado y seguro en el seno de Dios y la gloria del cielo. Era egoísta por su parte echarle de menos. Aunque solo fuera por su hijo, debía encontrar el valor suficiente para aceptar la voluntad de Dios.

Se apartó de la ventana e hizo un esfuerzo por sonreír al abrir la puerta de su habitación, para dirigirse hacia la cálida y amarillenta luz de la cocina.

Benjo estaba de pie delante de la mesa, poniendo café en grano en el molinillo. Al oír el chasquido del picaporte se sobresaltó y los granos se desparramaron por el hule de color marrón. Sus ojos, demasiado vivos, se clavaron en su rostro con dureza.

—Mamá, ¿por qué te levantas ta-ta-tan tarde? ¿Estás en-en-en...?

Apretó los dientes mientras su garganta luchaba por expulsar la palabra, que se había quedado atascada en alguna parte, entre su cabeza y su lengua.

El doctor Henry decía que si quería que su chico superara alguna vez la tartamudez, tenía que dejar de acabar las frases por él y permitirle que librara su propia batalla con las palabras. Pero a ella le dolía verle luchar de aquel modo, hasta el punto de que muchas veces ni siquiera podía soportarlo.

Sacudió la cabeza y se acercó a él, diciéndole:

—Solo estoy un poco perezosa, nada más.

Suavemente, le apartó el cabello que le cubría los ojos. Apenas podría hacerlo ya muchas veces más; al verano siguiente cumpliría diez años, y no pasaría mucho tiempo antes de que la superara en estatura.

¡Cómo se sucedían los días uno tras otro sin darse cuenta! De uno u otro modo, pasara lo que pasase, el invierno se convertía en primavera, nacían los corderos, se cortaba el heno, se esquilaba la lana, las ovejas se apareaban y de nuevo nacían los corderos. Una se levantaba por la mañana y se ponía las ropas de su abuela, iba a rezar y a cantar los mismos himnos que su abuela cantara, y su fe era la misma fe de ella y sería la misma de los hijos de sus hijos. Era eso, la manera en que fluían los días, como un río en el océano de los años, lo que siempre había amado de la vida sencilla. El paso del tiempo convertido en algo reconfortante. La dulce monotonía, la lenta y tranquila seguridad del paso del tiempo.

—Creo que ahí fuera tenemos un montón de lanudos hambrientos —dijo con la voz ahogada por una tristeza nostálgica—. ¡Vaya, seguro que la gente oye sus balidos hasta en el condado vecino! Será mejor que empieces a acarrear el heno, mientras yo me ocupo de nuestros propios estómagos vacíos. Vamos a llegar tarde al sermón. —Acarició de nuevo el pelo del muchacho—. Y me encuentro bien, Benjo. Lo digo de verdad.

Su corazón sintió un dulce estremecimiento al ver cómo el rostro de él se distendía en un gesto de alivio. El chico se dirigió a la puerta con paso ligero, tomó las botas de goma que estaban frente a la hornilla y el abrigo y el sombrero que colgaban de una alcayata en la pared. Su padre había sido un hombre alto y fornido, de ojos y cabello negros, y de poblada barba. Benjo se parecía a ella: delgado y de complexión menuda para su edad, ojos grises y pelo de color caoba.

Al salir había dejado la puerta abierta y el invierno penetró en la cocina con una ráfaga de viento cargado.

—Mamá —la lla

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