Ahora y siempre (Wyckerley 3)

Patricia Gaffney

Fragmento

Capítulo 1

1

El reloj de la torre de All Saints Church tocó el cuarto de hora con un ruido sordo. Connor Pendarvis, que estaba apoyado en el retallo de un puente contemplando el río Wyck, se enderezó con impaciencia. Jack tardaba. Otra vez. A estas alturas, pensó, ya debería estar acostumbrado. Y así era, pero eso no hacía menos irritante la habitual tardanza de su hermano.

Al menos no tenía que esperarlo bajo la lluvia. Como solía ocurrir en el sur de Devon, la tarde había pasado de gris a despejada en cuestión de minutos, y ahora los reflejos del sol en la vigorosa corriente del río eran cegadores. Era junio y el aire diáfano olía a madreselva. Cantaban los pájaros, zumbaban las abejas, en las márgenes del río florecían lirios de un amarillo brillante. Las casitas que bordeaban la calle mayor lucían nuevas capas de yeso en tonos pastel, y cada jardín era una explosión de flores estivales.

El informe de la Rhadamanthus Society sobre la localidad de Wyckerley decía que era un modesto villorrio perteneciente a una parroquia pobre, pero Connor no estaba de acuerdo. Pensaba que los autores del informe debían de tener una extraña idea de la pobreza... o que jamás habían estado en Trewythiel, la aldea de Cornualles donde él se había criado. Wyckerley era acogedor, bonito, limpio; justamente lo contrario de Trewythiel. Connor había nacido allí y había visto morir poco a poco a toda su familia. Antes de cumplir los veinte, ya los había enterrado a todos.

Excepto a Jack. Que por fin llegaba, tambaleándose un poco. Desde donde se encontraba, Connor pudo ver el delator brillo de sus ojos: Jack acababa de tomarse dos o tres pintas de cerveza en la única taberna de Wyckerley, el George & Dragon. Pero su delgadez y sus chupadas mejillas grises sofocaron cualquier reproche que Connor hubiera podido hacer, y en cambio él notó aquella punzada de dolor en el pecho que le sorprendía a veces. Jack no había cumplido aún los treinta, pero parecía diez años mayor. El médico de Redruth había dicho que su enfermedad estaba bajo control y que no valía la pena preocuparse. Connor se repetía eso diariamente sin que le sirviera de nada. El miedo que sentía por su hermano era oscuro y constante como su propia sombra.

—No me mires así —le ordenó Jack desde seis metros de distancia—. He traído tu maldita carta, y dentro hay dinero, eso seguro. Lo que me convierte en portador de buenas noticias. —Sacó un sobre del bolsillo de su sucia chaqueta y se lo entregó con un floreo—. Bueno, ¿y las gracias?

—Creo que ya te las has bebido —dijo Connor con una sonrisa pues Jack era una persona encantadora, y además tenía razón en lo del sobre; pesaba de una manera que sólo podía indicar que esta noche los hermanos Pendarvis no pasarían hambre.

—Ábrelo allá, Con. Bajo los árboles. Se está más fresco.

—¿Estás cansado, Jack?

—No, lo que tengo es mucho calor.

Connor no insistió, y fueron hacia un grupo de robles que había junto al césped comunal, al otro lado de la vieja iglesia normanda. Pero el sol de la tarde era tibio, no sofocante, y Connor sabía que Jack no deseaba tanto la sombra de los robles cuanto sentarse en el banco de hierro.

—El George es un sitio acogedor —comentó mientras iban hacia allí.

—No me digas.

—De veras. La cerveza es buena, y una de las chicas que sirve se llama Rose. Creo que le gusto.

Connor puso los ojos en blanco.

—Jack, llevamos en el pueblo sólo dos horas. No me digas que ya has hecho una conquista.

—¿Por qué no? —Le miró con una sonrisa maliciosa. Sólo un año atrás el blanco de sus dientes habría iluminado su saludable rostro y el centelleo de sus ojos habría puesto en aprietos hasta a una monja. Ahora la piel se veía tensa sobre los pómulos y la quijada, y su sonrisa era esquelética. Cadavérica—. Estoy seguro de que le gusto. Le dije que volvería esta noche con mi hermanito y que podría escoger entre los dos.

—Ja.

—¡Ja! Oh, el sitio es lo bastante elegante incluso para usted, su señoría. Los vasos están limpios y nadie escupe en el suelo. Diré a los hombres que contengan su lengua blasfema porque entre ellos hay un picapleitos.

Connor resopló. Tiempo atrás había soñado con llegar a ser abogado, pero los sueños habían muerto hacía mucho. Se reía cuando Jack le llamaba «señor juez» o «su señoría», pero sentía tanta pesadumbre que había decidido no pensar más en ello.

El sol dibujaba formas moteadas en la hierba bajo los árboles. Connor estiró sus largas piernas al ver que Jack hacía lo mismo. Jack era más alto, mayor y, hasta que enfermó, bastante más fuerte. De pequeños, él siempre había sido el jefe. Ahora los papeles se habían invertido, y a ninguno de los dos le gustaba. Ni siquiera hablaban de ello. Unos meses atrás, habían llegado al punto de intercambiarse los nombres.

—Bueno —dijo Jack extendiendo los brazos sobre el respaldo del banco—, ¿cuánto han soltado esta vez los de la Rhad?

El sobre no llevaba remitente. Connor lo abrió y contó los billetes de banco que había dentro de la carta propiamente dicha.

—Suficiente para la paga y señal que he tenido que dejar por nuestro alojamiento.

—Para ti es un desahogo, querido letrado. Así no te pescarán por tergiversación de situación financiera personal. —Jack rió de su propio chiste; jamás se cansaba de inventar nombres de leyes y estatutos, cuanto más peregrinos mejor.

—He tenido que adelantar el alquiler de seis meses —dijo Connor—. Cuarenta y seis chelines. —No era dinero suyo, pero le sabía igual de mal ya que sólo estarían en Wyckerley dos meses a lo sumo.

—¿Qué tal la nueva vivienda?

—Mejor que la última. Tenemos la mitad de una casa de trabajadores a un kilómetro y medio de la mina. Compartiremos la cocina con otros dos mineros, y hay una chica que va por las tardes a hacer la cena. Y menos mal, esta vez hay un cuarto para cada uno. No tendré que soportar tus espeluznantes ronquidos.

Jack se desternilló de risa. A veces no dejaba dormir a Connor, pero era debido a la tos y a los sudores nocturnos que le impedían descansar, no a los ronquidos.

—¿Qué dicen de la mina?

—Poca cosa. Se llama Guelder. El dueño es una mujer. Parece que...

—Una mujer. —Jack abrió los ojos con sorpresa y los entrecerró con sorna—. Una mujer —repitió, meneando la cabeza—. Tendrás que sudar la gota gorda, ¿eh? Esos radicales de la Rhad se alegrarán mucho esta vez cuando lean tu informe.

Connor refunfuñó.

—Se apellida Deene. Heredó la mina de su padre hace dos años, y no hay otros accionistas. Dicen que su tío tiene otra mina en esta misma región. Él se llama Vanstone y resulta que es el alcalde de Wyckerley.

—¿Y por qué no te han mandado a la mina del tío ese? Habría sido mucho mejor.

—Seguramente, pero escucha esto. La socie

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