Un extraño en mi vida

Judith McNaught

Fragmento

Capítulo 1

1

Parado frente a las ventanas del elegante ático, el hombre alto y moreno miraba en silencio el panorama de las luces que se abrían en abanico contra el horizonte crepuscular de San Luis. La amargura y la resignación que embargaban a Ramón Galverra se hicieron evidentes en el movimiento nervioso con que se aflojó el nudo de la corbata, se llevó a la boca el vaso de whisky y bebió un gran trago.

A sus espaldas, un hombre rubio entró con paso rápido en el salón en semipenumbra.

—¿Y bien, Ramón? —preguntó ansioso—. ¿Qué han decidido?

—Lo que siempre deciden los banqueros —dijo Ramón con aspereza, ni siquiera se dio la vuelta—. Preocuparse por sus propios intereses.

—¡Hijos de perra! —explotó Roger.

Furioso y frustrado, con un gesto nervioso se pasó la mano por sus cabellos rubios, giró sobre sus talones y se dirigió decidido a las botellas alineadas sobre el bar.

—Cuando el dinero entraba a raudales estaban de tu parte —rugió mientras se servía whisky.

—Ellos no han cambiado —dijo Ramón, malhumorado—. Si el dinero siguiera entrando a raudales, seguirían estando de mi parte.

Roger encendió una lámpara, después miró malhumorado el magnífico mobiliario estilo Luis XIV del espacioso salón, como si ahora, en esas circunstancias, le resultara ofensivo.

—Estaba tan seguro, tan absolutamente seguro de que los banqueros se pondrían de tu parte cuando les explicaras el estado mental de tu padre antes de morir... ¿Cómo es posible que te culpen de sus errores y su incompetencia?

Ramón se volvió y se apoyó en el marco de la ventana. Miró un instante el resto de whisky que había en su vaso, se lo llevó a los labios y apuró hasta la última gota.

—Me culpan por no haber evitado que mi padre cometiera errores fatales y por no haber reconocido a tiempo su incompetencia.

—No haber reconocido... —repitió Roger, furioso—. ¿Cómo se supone que podrías haber reconocido que un hombre que siempre actuó como si fuera Dios Todopoderoso un día empezara a creérselo? Y aun si lo hubieras notado, ¿qué podrías haber hecho? Las acciones estaban a su nombre, no al tuyo. Fue el accionista mayoritario de la compañía hasta el día de su muerte. Tú tenías las manos atadas.

—Ahora las tengo vacías —respondió Ramón, sacudiendo los hombros anchos y musculosos sobre su figura de un metro noventa.

—Mira —dijo Roger en un arrebato—, no toqué antes este tema porque pensé que podría herir tu orgullo, pero sabes que estoy muy lejos de ser pobre. ¿Cuánto necesitas? Si lo que tengo no basta tal vez pueda conseguir el resto.

Un destello de humor se dibujó por primera vez en los labios finamente delineados y en los arrogantes ojos oscuros de Ramón Galverra. La transformación fue sorprendente: se suavizaron los rasgos de una cara que, en los últimos tiempos, parecía haber sido fundida en bronce por un artista que quisiera retratar una fría y cruel determinación y la antigua grandeza española.

—Cincuenta millones ayudarían... Setenta y cinco millones serían mejor.

—¿Cincuenta millones? —repitió Roger, de pronto lívido, mirando asombrado al hombre al que conocía desde que los dos estudiaban en la Universidad de Harvard—. ¿Cincuenta millones solo ayudarían?

—Exacto. Solo ayudarían.

Ramón dejó el vaso sobre la mesa de mármol, se dio la vuelta y se encaminó hacia la habitación de invitados que ocupaba desde que llegó a San Luis, hacía ya una semana.

—Ramón, ya que estás aquí deberías ir a ver a Sid Green —se apresuró a decir Roger—. Estoy seguro de que él puede reunir esa suma. Y te la debe.

Ramón negó con la cabeza. Sus aristocráticos rasgos españoles se endurecieron en una expresión de profundo desprecio.

—Si Sid quisiera ayudar, se habría puesto en contacto conmigo. Sabe que estoy aquí y que tengo problemas.

—Quizá no —repuso Roger—. Hasta ahora te las has ingeniado para mantener en secreto que la compañía está en quiebra. Tal vez no lo sepa.

—Lo sabe. Es miembro del equipo directivo del banco que se niega a ampliar nuestro préstamo.

—Pero...

—¡No! —exclamó Ramón—. Si Sid quisiera ayudar ya se habría puesto en contacto conmigo. Su silencio es elocuente, y yo no voy a rogarle. He convocado a los auditores y abogados de mi empresa a una reunión dentro de diez días en Puerto Rico. En esa reunión les daré instrucciones para que declaren la compañía en quiebra.

Ramón se dio la vuelta y salió del salón con pasos largos y firmes en los que se exteriorizaba una ira contenida.

Cuando volvió vestía tejanos y camisa blanca, y su abundante cabello negro estaba todavía algo húmedo por la ducha. Roger lo miraba en silencio mientras Ramón se arremangaba la camisa hasta los codos.

—Ramón —le rogó—, quédate una semana más en San Luis. Si le das tiempo, quizá Sid se ponga en contacto contigo. Te repito que yo no creo que él sepa que estás aquí. Ni siquiera sé si está en la ciudad.

—Está en la ciudad. Por mi parte, tal como lo he planeado, dentro de dos días saldré para Puerto Rico.

Roger se dio por vencido con un profundo y largo suspiro.

—¿Qué diablos vas a hacer en Puerto Rico?

—Primero me ocuparé de la quiebra de la compañía, y después haré lo que hizo mi abuelo, y su padre antes que él —respondió, cortante—. Voy a trabajar la tierra.

—¡Has perdido el juicio! —exclamó Roger—. ¿Cultivar ese pequeño terreno, con aquella cabaña donde tú y yo llevamos a esas dos chicas de...?

—Ese pequeño terreno —lo interrumpió Ramón con serena dignidad—, y la cabaña en la que nací, es todo lo que me queda.

—¿Y qué hay de la casa cerca de San Juan, y de la finca en España, y de la isla en el Mediterráneo? Vende una de tus casas, o la isla, y podrás vivir lujosamente el resto de tus días.

—Ya no dispongo de ellas. Las di en garantía para conseguir dinero para la empresa, un dinero que no podré devolver. Antes de que termine el año los bancos que me prestaron el dinero caerán como buitres sobre mis bienes.

—¡Maldito sea! —exclamó Roger con furia impotente—. Si tu padre no estuviera ya muerto podría matarlo con mis propias manos.

—Ya se te habrían adelantado los accionistas —dijo Ramón con una sonrisa forzada.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?

—He aceptado la derrota —dijo Ramón con serenidad—. Hice cuanto podía. No tendré reparos en trabajar la tierra junto a la gente que durante siglos la trabajó para mi familia.

Roger trató de no demostrar compasión, sabía que Ramón no solo la rechazaría sino que lo aborrecería por ello.

—Ramón —dijo—, ¿hay algo que yo pueda hacer?

—Sí.

—Dímelo —lo

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