No sueltes mi mano (Trilogía Inmarcesible 1)

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

A Miranda no le gustaban las despedidas. Siempre le dejaban un regusto agridulce. Desde que había decidido marcharse a vivir a otro país, el día en el que había de regresar —después de una visita en la que parecía que las manecillas del reloj se aceleraban, corriendo en su contra— se convertía en un auténtico drama.

—Sigo sin entender por qué te empeñas en alejarte de nosotros —se lamentaba su madre.

—No es eso, mamá, ya lo sabes... Y no me apetece volver a tener esta conversación otra vez —se quejó ella.

—Mimi tiene razón, cariño. Es su decisión y, como tal, hemos de respetarla.

—Gracias, papá.

Julián, el padre de Miranda, tenía la vista fija en la carretera. Sin embargo, por un instante, observó a su hija por el espejo retrovisor. Ella le dedicó una media sonrisa que fue correspondida.

Él y su esposa, Carmela, vivían en uno de los lujosos chalés de la Moraleja. Julián Ros figuraba, desde hacía años, entre las veinte personas más ricas de España. Así se había hecho constar en la última lista elaborada por la revista Forbes.

Pese a estar casada con uno de los empresarios más influyentes de Madrid, Carmela —que había dejado su Córdoba natal por amor hacía más de veinte años— continuaba ejerciendo como arquitecta, su gran pasión. Julián y ella formaban un tándem perfecto.

Durante los casi once kilómetros que los separaban del aeropuerto, apenas intercambiaron una docena de palabras; todas ellas, referidas al día tan espléndido que había amanecido pese a estar comenzando el mes de enero.

A Miranda le partía el alma ver a su madre tan abatida, pero había decidido tomar las riendas de su propia vida y no había marcha atrás posible.

El coche se detuvo en una de las plazas del aparcamiento del aeropuerto. Carmela resopló al poner los pies sobre el suelo.

—Espero que tu hermano llegue a tiempo —comentó mirando a su hija.

Miranda se limitó a sonreírle y a dedicarle un claro gesto de incertidumbre. Álex nunca dejaba de sorprenderlos. Era un auténtico desastre. A veces, parecía moverse más por impulsos que por comportamientos usuales o racionales.

Todo dependía de cómo había resultado su noche y de cuánto se había alargado. La familia llevaba días planeando compartir una última cena antes de que Mimi regresara a Londres pero, minutos antes de las nueve, hora oficial en la que todos debían estar reunidos, Álex llamó para decirles que le había surgido un imprevisto y que lamentaba no poderlos acompañar, prometiendo ver a su hermana antes de embarcar.

Miranda sabía que la ausencia de su hermano, debida a su «imprevisto», no era nada más que una excusa. Cualquier plan le sería más atractivo que pasar toda una velada escuchando las quejas de su madre.

La vida la había bendecido con dos maravillosos hijos que poco a poco se iban alejando de ella, o eso era lo que sentía. Carmela no entendía por qué su hija había elegido marcharse a una ciudad en la que el mejor trabajo que había encontrado había sido el de empleada en una cadena de comida rápida.

Miranda era joven e inteligente. Se había diplomado en Turismo, dominaba varios idiomas y había cursado varios másteres universitarios; entre ellos, uno de Administración y Dirección de Empresas y otro de Recursos Humanos, y ambos la habilitaban para poder trabajar en cualquiera de las empresas de su padre.

Álex, por su parte, era uno de los ingenieros informáticos con más proyección de la ciudad. Él siempre había sido el cerebrito, mientras que Mimi se había quedado con el sambenito de ser esa loca soñadora que, pese a sus descalabros amorosos, aún creía en el amor y en los finales felices.

Eso había hecho que se convirtiera en el blanco fácil de las bromas de su hermano, que la adoraba; y ella a él. Los hermanos Ros se llevaban algo menos de tres años de diferencia. «Dos años, ocho meses y catorce días», solía recordarles con frecuencia su madre.

Álex y ella siempre habían estado muy unidos, y así seguía siendo. La distancia no era olvido. Menos aún para aquellos que se quieren de verdad. Tal era su caso.

Se encontraban desayunando en una de las cafeterías del aeropuerto cuando Julián miró su reloj y las apremió. Miranda, que había hecho todos los trámites desde casa y debía embarcar en apenas unos minutos, dio un último sorbo a su zumo de naranja y se puso de pie. Al reparar en su madre, vio como sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

—Mamá, no llores, por favor. Sé cuidar muy bien de mí misma. Además, ya sabes que papá y tú podéis venir a visitarme siempre que queráis. Y no olvides que soy un culo inquieto y que, de cierto, en cierto tiempo, necesito verte —dijo, tratando de animarla, mientras se abrazaba a ella.

—Nunca me acostumbraré a ver como se va mi chiquitita —respondió Carmela en un suspiro.

—Mamá, a mis veintiséis años, ya no soy una niña.

—Siempre serás mi chiquitita —le reiteró y se hizo a un lado para dejar que su marido, también, se despidiera de ella.

—Cuídate, hija. Y recuerda que, si las cosas no acaban saliendo como esperas, siempre podrás recurrir a tu padre.

—Lo sé, papá. Aunque sobra decirte que a cabezota no hay quien me gane.

—Qué me vas a decir a mí. —Sonrió. Ambos lo hicieron.

Miranda se disponía a echar a caminar cuando una voz familiar le pidió a gritos que se detuviera.

—¡Alto ahí, jovencita! —Era Álex, que había llegado in extremis—. Pensabas que no llegaría, ¿eh? —le dijo una vez que estuvo frente a ella.

—Confiaba en que lo hicieras. —Le sonrió y se abrazó a él—. ¿Jaqueando a alguien? —musitó en su oreja.

—Algo así, hermanita.

Álex le sacaba una cabeza a su hermana. Él había heredado los rasgos de su padre. Ambos eran altos y delgados, aunque Julián había ganado peso en los últimos años.

A Carmela le molestaba que su hijo se empeñara en dejar que su cabello, castaño y ondulado, cayera hasta rozar sus hombros; pero él era un espíritu libre, un joven indomable. Y si algo no le agradaba a su madre, con más razón lo llevaba a término.

Miranda, sin embargo, era el vivo retrato de su madre años atrás. Su metro setenta, una altura nada desdeñable, no evitaba que tuviera que ponerse de puntillas para besar a su hermano o a su padre.

Su piel era clara —ese era un rasgo que compartían todos ellos—, mientras que su cabello era más oscuro que el de Álex, tirando casi a negro, y se había cortado el flequillo justo antes de volar a Madrid.

«Ese flequillo no te sienta nada bien, Mimi. Le quita protagonismo a tus bonitos y enormes ojos verdes», le había dicho Carmela nada más verla.

Ella se lo había tomado con naturalidad, como siempre hacía cuando se trataba de su madre; una mujer íntegra y de férreos valores que se caracterizaba por una sinceridad que, en ocasiones, se hacía prescindible.

—Te quiero, Mimi —le dijo Álex, antes de separarse de ella, clavándole una cómplice mirada de color avellana.

—Yo también te quiero, hermanito. Os quiero —añadió, al darse media vuelta, aguantando unas lágrimas que a Carmela llevaban minutos resbalándole por las mejillas.

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