Caminos extremos

Noelia Belén Liotti

Fragmento

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Capítulo 1

Fuera de límites

Desde que desperté aquel 3 de diciembre, supe que ese día jamás se borraría de mis recuerdos. Lo podía sentir en el aire, pues hasta el clima insinuaba que los días soleados y de bonanza habían llegado a su ocaso. Era inefable lo que se inflamaba en mi inconsciente, como si la vida misma pretendiera prevenirme de que el cielo estaba a punto de caer.

Me desperecé entre mis suaves sábanas y luego abrí el ventanal de mi cuarto. La esfera de fuego del cielo era intimidada por un sinfín de cumulonimbos que se acumulaban con frenesí a fin de opacar su brillo matutino. Pero los rayos del sol se envalentonaban por ganar la delantera y procuraban inundar con su magia todo cuanto estaba a sus pies. Respiré profundo y me dejé acariciar por la brisa matutina, pues, pese a mis turbulentos pensamientos, en cuestión de horas estaría disfrutando de una estupenda fiesta, o al menos eso creía.

Aquella noche, Alan Moura, el mayor de mis primos, y su novia, Trinidad Capistrano, celebrarían su ansiada fiesta de compromiso. Sería la antesala perfecta de una boda de ensueño.

Yo no tenía hermanos, pero tanto Alan como Aaron me consideraban como tal. Pese a que me superaban en edad por varios años, ellos siempre habían vislumbrado en mí un motivo de alegría y cariño. Pocos meses antes de que naciera, mi tía había perdido un muy ansiado embarazo, pues por fin llegaría una niña a la familia. Mas la congoja de aquella funesta pérdida logró suavizarse un poco ante mi llegada a este mundo. Ellos eran mis compañeros de aventuras, mis cómplices, mis mejores amigos. Por ello no podía dejar de estar sonriente en un día tan anhelado como aquel.

A decir verdad, no tenía por qué permitir que mi felicidad flaqueara. Con veintiséis años recién cumplidos y el mundo entero por ganar ¿qué clase de problemas podrían quebrantar mi paz?

Tenía la familia más hermosa que el cielo pudiera haberme obsequiado, amigos fieles, juventud y sueños. Al poco tiempo de recibirme de médica, conseguí un puesto en la residencia de oftalmología del hospital Sylberg, uno de los mejores nosocomios polivalentes de la Capital Federal. Era el trabajo que deseaba, pero no voy a negar que era agotador y el ambiente laboral muchas veces se tornaba hostil. Pese a ello, me sentía plena con la vida que llevaba y confiaba en que mi destino siempre me guiaría por el camino certero. Pero el motivo de mis cavilaciones tenía nombre y apellido.

Había conocido a Jeremías Di Stéfano en un cumpleaños de mis primos, hacía un par de meses atrás. Entre las reflexiones que hice cuando empecé a salir con él fue que, al ser amigo de ellos, debía ser alguien de su confianza. Pero mis pensamientos se derrumbaron en cuanto los puse al corriente de las intenciones de Jeremías para conmigo. Me había enredado en una telaraña, y no me resultaría tan fácil salir. Mis primos no solo no habían aceptado nuestro vínculo, sino que, en cierto modo, me habían rogado que me deshiciera de él.

Mas, en definitiva, él no era mi novio ni nada por el estilo, por lo que no tenía por qué crear un mundo por algo tan insignificante. Solo debía aclararle que sus sentimientos no eran correspondidos y punto. Pero el problema era él.

Jeremías tenía treinta y un años y más dinero del que podría acumular un policía. ¿Cómo conseguía sus posesiones? Eso no lo sabía. Y para sumar puntos en su contra, su personalidad no me resultaba del todo fiable. Me habían bastado un par de salidas con él para adivinar con qué clase de ser humano me había estado involucrando. Impulsivo, con graves carencias de pensamientos reflexivos, temperamento irascible y autoritario; esas no eran las cualidades que buscaba en un hombre. Por lo que, más allá de su buen porte y sus ojos verdes, por mí podía guardarse su belleza en los bolsillos. No eran vanidades las que podían conquistar mi orgullo. Porque, para ser honesta, prefería morir en la sincera compañía de Champion, el bóxer más seductor de este mundo, a tener una vida minada de disgustos por haber escogido un camino errado.

Pero yo no era una mujer fácil de quebrar, no iba a permitir que mi bonanza flaquera por su culpa. Siempre había sido una mujer decidida, esa era mi prerrogativa.

La noche llegó a paso agigantado. Quizá no estaba preparada para los retos que la vida me propondría a continuación. O, en tal caso, el destino se había empecinado en que me replanteara si en verdad yo era tan indisoluble como me figuraba. ¿Encontraría mi verdadero valor? ¿Solo eso o habría algo más? Todo lo desconocía, pero de algo estaba bien segura: la Candelaria Satie que el mundo solía conocer, jamás volvería a ser la misma después de fundirse en la oscuridad de esa noche.

Trinidad me había ayudado a elegir la vestimenta ideal. Se trataba de un estupendo vestido corto de terciopelo en color rojo oscuro, con detalles de pedrería bordados sobre el escote corazón, delicadas mangas sobre mis brazos, entallado al cuerpo y con un muy sensual escote en la espalda y una pequeña apertura lateral en la falda. Stilettos de charol negros de doce centímetros de taco, largos pendientes y una pulsera de strass completaban mi vestuario.

Una vez concluida la bellísima ceremonia de compromiso en la parroquia Divino Niño, nos dirigimos a la suntuosa casa de mis primos en Ciudad Jardín a fin de festejar con creces un acontecimiento tan venturoso. Un caluroso día de sol se había tornado tan turbulento como sospechaba que Jeremías se tomaría mi negativa a salir con él, ¡y me tocaba a mí apaciguar a quien no hacía en su vida otra cosa que cumplir su voluntad!

Allí todo era felicidad y regocijo. Los invitados conversaban y reían mientras la suave música de fondo le daba un tinte elegante a la velada. Mis familiares se acercaron a mí para preguntarme por mi nuevo trabajo y mis primos me advirtieron que lucía despampanante. Aunque debo admitir que más disfrutaba el silencio nocturno que oír halagos que solo pretendían encender mi ego.

En el mientras tanto, encontré a Jeremías en el bar de la casa, platicando con demasiada simpatía con una amiga de Trinidad. Francamente, no veía la hora de poder deshacerme de él, por lo que le escribí y acordé encontrarnos a las veintidós y treinta.

El hogar de mis primos, o «el castillo», como lo llamaba de niña, era un terreno de casi media manzana, así que no me resultó difícil esconderme de sus ojos hasta esa hora. Solo pretendía un poco de serenidad. Subí al segundo piso y me adentré en el lugar más magnífico de toda la casa: la biblioteca. Deleité mi vista caminando entre paredes repletas de cientos de libros de todas las épocas, recordando tantos veranos en los que, recostada sobre los sillones Chesterfield, me dejaba adentrar en los mundos más increíbles. Austen, Pushkin, Doyle, Chesterton, Christie, Tolkien, Sábato. ¡Amaba ese lugar con toda mi alma! Amaba la magia que encerraban los tesoros más invaluables en los cofres más pequeños.

Abrí las enormes puertas del vitral y salí al balcón. Estaba tan impaciente y arrebatada como las mismísimas nubes del cielo. Solo se oía el sonido de mis tacos al chocar contra la cerámica; era magnífico respirar aire puro para calmar mis nervios. Me aferré a las barandas del balcón, dejando que la brisa nocturna jugara con mi castaño y largo cabello, y llevé mis ojos hacia el par

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