El arte de engañar al karma

Elísabet Benavent

Fragmento

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1

La estrella estrellada

La sala, como no podía ser de otra manera y tal y como lo fueron sus primas hermanas anteriores (muchas y durante muchos años), era un cuartucho oscuro y mal ventilado que olía a café y a bocadillos de fiambre barato. Un foco potente casi no permitía distinguir los rasgos de los directores del casting que, sentados en sillas plegables, parecían ya cansados y muy hartos. La casuística de los horarios que te otorguen en una audición es una ciencia aparte.

Dejé mi bolso en un rincón y me planté frente al foco. Sonreí con comedimiento y me presenté.

—Catalina Beltrán, encantada.

—Adelante, Catalina —respondió uno de los hombres, enfrascado en la lectura de unos papeles manuscritos.

Ni me miraron. Ni de pasada.

El piloto rojo de la cámara indicaba que mi prueba había empezado ya con el simple acto de decir mi nombre. Normalmente te dan la oportunidad de pasar texto una o dos veces antes de grabar, pero me di cuenta de que andaban con prisa. Carraspeé para aclararme la voz, cerré los ojos un segundo y solté tal cual el parlamento que me habían mandado por e-mail para el casting.

—Debiste decírmelo, tía. Yo no sabía que Arturo iba a enamorarse de mí y tampoco sabía que mataría a tu hermano en aquella refriega. Todo fue un error…, ¡todo! —Tragué saliva, en la mejor representación de una adolescente consternada, azotada por la culpabilidad—. Y lo peor… es que todo el instituto lo sabe. Que tú me odiabas, que Arturo y yo follábamos en el almacén del gimnasio y que el verdadero motivo por el que tu hermano murió fue que… quería matarte.

El guion era terrible. Lo sé. Daba ganas de ponerse a vomitar entre risas, como cuando te sobreviene una arcada estando de fiesta y haces lo que puedes mientras tu mejor amiga te hace reír. Pero si me ofrecían el papel de una niñata de diecisiete años en una película de instituto y asesinatos conspiranoicos…, no estaba el horno como para ir rechazando papeles. Malos tiempos para tener principios… y buen gusto. Y muy mala suerte en mi vida. En la anterior, probablemente, fui el doctor Mengele.

—¡Quería matarte, Anto! —declamé visiblemente afectada.

—Cristina… —dijo alguien.

—Es Catalina —le corregí con educación, saliéndome del papel.

—Catalina, sí, perdón…, ¿cuántos años tienes?

Una daga clavándose con inquina diecisiete veces en mi corazón hubiera dolido menos.

—Prácticamente podríamos decir que treinta —respondí cambiando el peso de una pierna a otra y acompañando el movimiento de un suspiro.

—Ajá…, ¿sabes que el personaje para el que estamos haciendo la prueba tiene doce menos, no?

—Sí —asentí—. Pero, bueno…, en Al salir de clase había gente haciendo de adolescente que ya había terminado de pagar su segunda hipoteca.

—Las cosas han cambiado.

—Ya…

—Se han debido equivocar mandándole el papel…, ¿no sería el de la madre? —escuché que se decían en un susurro uno al otro.

—Sí, debe de ser.

—¿¡La madre!? —Me horroricé.

—Una madre joven —respondieron con una sonrisa condescendiente.

—Mira, guardamos esta prueba y si hay un papel más acorde para ti…, ya te llamaremos.

«Ya te llamaremos», el mantra más escuchado de mi existencia.

—¿Tenéis algún papel de teleoperadora de casi treinta hasta el higo de su vida de mierda? Ese lo bordo.

Sonrieron con educación, aunque estoy segura de que ni siquiera me escucharon. Debían de estar preguntándose por qué narices seguía yo allí dentro.

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2

Venga, Catalina…

La puerta de mi hogar era muy fea. Pero fea…, fea como solo puede ser algo que se fabricó en serie en los años sesenta para la clase trabajadora y que sobrevivió sin mimos. El día que fui a visitar el piso por primera vez ya me lo pareció. Era una puerta realmente horrorosa, brutalista, que parecía haber sido hecha con la madera sobrante de algún ataúd muy grande y feo. Por la gloria de España…, era tremenda. Visualmente podía ser la metáfora más gráfica de cuarenta años de franquismo. O de mis sueños laborales. O de mi búsqueda del amor. O de mi cuenta corriente. En serio.

A decir verdad, para no culpar solamente a la pobre puerta, diré que no se me ocurre un lugar de España más antiestético que el rellano de aquel piso. A menudo, cuando abría la puerta del ascensor (también una delicia arquitectónica y ejemplo de estilo, nótese mi ironía), me imaginaba a los obreros encargados de la hazaña, allá por 1962, diciéndose el uno al otro: «Manda huevos, qué cosa más fea».

Sí, el rellano, la puerta, el timbre, la mugre que acumulaba el gotelé que rodeaba el timbre, la luz del descansillo, las mirillas…, todo era horrible, pero escondía, como suele pasar en estos casos, un tesoro: el piso de Teresa. Y el piso de Teresa era mi hogar.

El día que me entrevistó como posible inquilina, me sorprendió la luz de la casa y cómo la potenciaba el amarillo pálido de las paredes y el verde intenso de los cientos de plantas que adornaban, a distintas alturas, cualquier rincón. El suelo hidráulico dibujaba cenefas y espirales en colores bellísimos, ya apagados por el tiempo, y el salón se abría tras un enorme arco con algunas volutas y tallas.

—Perdona que te lo diga…, pero esa puerta no le hace justicia al piso —le dije señalando el megalito de madera.

—Ya. —Sonrió afable—. Mi madre era una nostálgica y…, fíjate, lo reformó de puertas para adentro para que pareciera uno de esos pisos antiguos del barrio de Salamanca, pero mejor… Porque, ya sabes lo que dicen…

Arqueé las cejas, intentando que siguiera, pero no parecía darse por enterada.

—¿Qué dicen?

—Ah. —Se sobresaltó con mi pregunta y se rio. Era una mujer de unos cincuenta con aire de profesora de pócimas en un castillo—. Que Chamberí es lo auténtico. Salamanca es solo para nuevos ricos.

No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, pero quise vivir allí de inmediato. Y gracias a aquella decisión, una vida que podría haber sido solo una orgía de costumbrismo tenebrista digna de Caravaggio fue, además, divertida. Pero esta historia empieza, justamente, cuando fue entrando la luz, como ya te imaginas.

La puerta horrorosa se abrió con un chirrido de pasaje del terror y le devolví una sonrisa comprensiva. Pobre puerta; yo también tenía días así, con poca dignidad.

—¡Hola! —grité quitándo

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