Si me dijeras que sí

Adriano Moreno

Fragmento

Capítulo 1. Toma de contacto

Capítulo 1

Toma de contacto

Domingo

El obturador de la cámara sonó una vez y se introdujo en lo más profundo de mi sueño como un taladro en el asfalto. Sonó una segunda vez, pero maldije a todos mis antepasados y cambié de postura. No quería despertarme y hacer frente a la descomunal resaca que amenazaba con hacerme el día imposible. Sonó una tercera vez y solté una burrada mientras mis pobres ojos verdes intentaban sobrevivir a la luz del sol.

—Creo que ya tienes material de sobra para Instagram —le dije a mi hermana, que se regocijaba desde el asiento del copiloto.

Estaba tirado en la parte trasera del coche en la postura más lamentable de la historia. Parecía que me habían abatido a tiros. Sin embargo, lo que verdaderamente había estado a punto de acabar conmigo habían sido los siete cubatas y cuatro chupitos de Jäger que mis amigos me habían «obligado» a beberme apenas unas horas antes de embarcarme en una de esas aventuras que te cambian la vida, una de esas que aceptas a ciegas y, a veces, como es mi caso, a la desesperada y de empalmada.

—Despierta, chavalín. Estamos llegando —anunció mi cuñado.

Me incorporé torpemente y un cosquilleo recorrió mi cuerpo. En el horizonte asomaban un montón de edificios concentrados alrededor de cuatro imponentes rascacielos que amenazaban con romper las nubes. La ciudad estaba atrapada en una cúpula de color marrón, resultado de la alta contaminación que a partir de ahora iba a ser mi oxígeno diario. La idea me produjo un poco de asco, pero igualmente se me dibujó una sonrisa en la cara al ver el que ahora sería mi nuevo hogar: Madrid.

Llegaba a la capital de España, la capi para los provincianos como yo, para huir de un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quise acordarme y ser, por primera vez en mi vida, libre. La moto que les vendí a mis padres para justificar mi marcha no era otra que estudiar Periodismo en la Universidad Complutense. Casi, casi, la Harvard española. Y no era trola, quería hacer esa carrera. Además, en una ciudad como Madrid había más salidas profesionales para esta elección de futuro que todos los profesores me desaconsejaron encarecidamente en el instituto. Al final, decidí pasar de sus discursos patocheros y utilizar la nota que saqué en Selectividad para darme la oportunidad de experimentar una vida sin armarios, una en la que pudiera ser cien por cien Benji.

Al cabo de un rato, concretamente tras un par de atascos, unas indicaciones mal dadas de la repelente voz del GPS y varios gritos de mi hermana al santo de su marido, llegamos a Antonio Machado, un barrio situado al norte de Madrid donde cada edificio de ladrillo era una copia del anterior. Eran tan parecidos que nos costó un buen rato encontrar el que iba a ser a partir de ese momento mi humilde morada.

—Pues ya estamos —confirmó la voz temblorosa de mi hermana cuando nos plantamos frente al número 6 de la calle Valderromán.

Estaba a punto de ponerse a llorar y a mí se me daba fatal lo de mostrar las emociones en público, así que decidí adelantar el «momento despedida».

—No os entretengo más, que tenéis que iros si no queréis perder el avión.

Los dos se iban de escapada romántica a París y tuvieron que adelantar el viaje un día por orden expresa de mis padres. Ellos tenían uno de esos compromisos nupciales a los que no puedes decir que no, pero se negaron a dejarme hacer mi primer viaje a Madrid solo y cargado con todos los bártulos. En realidad, para mí mucho mejor. Todo era más fácil sin despedidas.

—Ya sabes que hasta dentro de cuatro horas no sale el vuelo, así que cualquier cosa que necesites nos dices —dijo mi hermana—. Y si te arrepientes y quieres volver al pueblo, me llamas y volvemos a por ti.

—No digas tonterías, Carmen. Aquí va a estar estupendamente.

—Creo que es tarde para arrepentirme.

—Pero esta ciudad es tan grande... y no conoce a nadie. Si es que es un niño, solo tiene diecisiete años.

—¡Tengo dieciocho, Carmen!

—Pero recién cumplidos.

—Vale, me estáis empezando a poner nervioso. Largo.

La abracé con fuerza y ella me picoteó la mejilla con esos besos de abuela que hacen un ruido espantoso. A mi cuñado, que peca de sensiblón, le empezaron a brillar los ojos y le di otro achuchón. Mi hermana me dio cincuenta euros y me dijo que me los gastara en una buena farra. Nos dimos un abrazo a tres bandas. Y entonces se fueron y me quedé solo ante el peligro.

Se me hizo un nudo en la garganta. Al principio pensé que la resaca quizá estaba digievolucionando en una nueva forma con la que atormentarme, pero no. Por primera vez en mi vida me sentí solo de verdad. No tenía a nadie a quien ir corriendo a lloriquearle por cualquier tontería. Con recelo, miré el móvil que asomaba en mi bolsillo y tuve la tentación de llamar a mi hermana para que diera media vuelta y me sacara de aquel laberinto de ladrillos.

Conté hasta diez y toqué el timbre.

—¿Dígame? —preguntó por el telefonillo una mujer con un acento canario exagerado.

—Eh..., hola, soy Benji.

—¡Hombre, ya está aquí el polluelo!

La puerta se abrió y agarré las dos maletas de la mejor manera que pude.

—Mierda, mierda y mierda.

Era un cuarto piso sin ascensor, un detalle que pasé por alto en el anuncio y que al casero se le olvidó comentarme.

Cuando conseguí subir al último escalón, con la boca fuera y la resaca recreándose vilmente, me topé con una mujer de unos veintiocho años que me esperaba en el umbral de la puerta. Era bajita y regordeta. «Tendrá un buen parto», hubiera dicho mi abuela Mamen al ver sus caderas anchas. Vestía un camisón blanco y unos pantalones de tela con un estampado de flores nada discreto.

—Pero qué chicarrón más guapo.

Lo dijo por cumplir. Mi aspecto era lamentable.

—Tú debes de ser Marilia.

—Presente. Permíteme que te ayude. —Marilia agarró una de las maletas y con una sonrisa de oreja a oreja me guio al que iba a ser mi hogar en los próximos años—. Bienvenido.

Era una casa pequeña y antigua, pero bastante acogedora. Sobre todo me llamó la atención el espacioso salón, con las paredes pintadas de rojo pasión. E. L. James podría haberse inspirado perfectamente aquí para el cuarto rojo de Cincuenta sombras de Grey, de no ser por las dos ratas enormes (que no hámsteres) que descansaban en una jaula de grandes proporciones. Eso también lo pasé por alto en el anuncio. Con un vistazo rápido avisté la cocina (más grande de lo que pensaba) y un cuarto de baño un tanto oscuro, pero funcional. El aseo servía de muro entre las dos habitaciones que tenía la casa, la de Pablo y Marilia, que compartían lecho como pareja de bien, y la mía, un espacio superreducido donde solo cabía un armario viejo, un escritorio aportillado y una cam

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