La historia de tu vida

Luciana V. Suárez

Fragmento

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Prólogo

La historia podría comenzar una tarde de verano, o una mañana de primavera pero, en realidad, empieza una noche de otoño de 1952, en un pueblo llamado Ridgefield, ubicado en el estado de Connecticut. Era una de esas noches en que el viento parecía silbar y hacer crujir las hojas de los árboles. En esa zona, que estaba a las afueras, era peor; de no ser por la fiesta que había en la residencia Abbott y el jaleo que se había armado, habría sido terrorífico.

Era Halloween y, como siempre, las hermanas Abbott habían ido a una granja, que estaba cerca de su casa, a recoger calabazas. Habían escogido treinta; la residencia era muy grande y necesitaban ornamentarla entera. En cuanto llegaron, las tallaron con formas de brujas, calaveras y fantasmas; tuvieron que guiarse por una de las revistas que su madre compraba, The American Home. Nellie Abbott había decorado toda la vivienda con la ayuda de esa revista, aunque también había contratado a alguien para que lo hiciera (pero ella le había dado las indicaciones). Había elegido el material y había supervisado todo: la moqueta con que habían cubierto algunos de los pisos, el papel que revestía las paredes, de un color beige con diseños de hojas discretas —no le parecían apropiadas las flores: decía que eran de mal gusto—, y el barniz que les daba brillo a las barandillas. Incluso había seleccionado adornos que, en su mayoría, eran figuras de cerámica.

La residencia Abbott había sido construida a finales de 1700; era grande y pintoresca, aunque no sofisticada. Tampoco era que tuviera grandes lujos. Contaba con dos plantas llenas de habitaciones; por fuera estaba pintada en tono arena, con muros que la sujetaban y con un porche en la entrada. Por dentro todo era caoba, así que había mucho marrón lustroso. En el último año habían adquirido una nevera y un televisor, por lo que, durante un mes, las chicas no pudieron despegar los ojos de la pantalla y habían pasado días enteros viendo maratones de Yo amo a Lucy y de El show de Milton Berle.

La historia de los Abbott comienza en diferentes lugares, dependiendo de cuál de sus integrantes se trate. Reginald Abbott, el patriarca, nació a finales de 1800, en Bridgeport, una ciudad de ese condado, en el seno de una familia pobre. Como su madre había quedado embarazada muy joven —de un tipo al que solo había visto una vez, y no tenía los medios para criarlo—, tras haber dado a luz, lo había dejado al cuidado de una tía; no era como si esta tuviera dinero pero, al menos, no pasaba hambre casi nunca. Había tenido varios empleos a lo largo de sus cincuenta y seis años: mecánico de trenes, reparador de objetos, zapatero... así que era un hombre habilidoso.

Había conocido a Nellie Knapp en un pueblo llamado Darien, cerca de allí; era la quinta de ocho hijos y sus padres no eran acaudalados, pero tampoco podían considerarse pobres. Tras haberse casado, se mudaron a una casita que parecía un granero; todo era de madera y solo contaba con dos habitaciones. Vivían del sueldo que Reginald ganaba en la fábrica de sílex y madera, e incluso así a veces debían economizar.

Ahí había nacido Temperance, la mayor de sus hijas; desde pequeña se podía apreciar que sería una niña tranquila y buena. Un año y medio después, había llegado Imogen, quien, desde sus primeros días, se mostraba revoltosa e inquieta. Y casi dos años más tarde había arribado Maud, quien siempre tenía una expresión impasible, como si fuera difícil de impresionar. Nellie había escogido sus nombres no solo porque le parecían bonitos, sino también por sus significados: Temperance significaba autocontrol. Imogen, inocencia. Y Maud, luchadora poderosa. Esperaba que todos esos rasgos los tuvieran sus hijas y, en cierta forma, cada una de ellas se condecía con estos.

Los cinco habían vivido en esa casita un par de años hasta que, en 1940, poco después de que el país entrara de nuevo en guerra, Reginald había conseguido ascender a supervisor en la fábrica. Esto les había permitido adquirir esa casona, situada en Whipstick Road, aunque no estaba en tan buenas condiciones, motivo por el cual habían tenido que hacerle muchas refacciones. Pero tenía buenos cimientos, así que había valido la pena.

En esa zona no tenían vecinos y, como la carretera que cruzaba cerca era angosta, casi nunca se oía el ruido de vehículos, por lo que todo era pacífico. Enfrente de la residencia había un lago, y alrededor solo árboles y bosques.

Si bien gozaban de una buena posición económica, nunca se habían ido de vacaciones; aun así, en verano, cuando querían estar en un sitio rodeado de gente, las muchachas iban a bañarse al lago Mamanasco, que estaba cerca, o a alguna playa de ese estado. Pero cada día —y, a veces, cuando las noches eran muy calurosas— lo hacían en el lago que estaba enfrente de su propiedad; al ser la única casa por allí, siempre les había parecido que esa porción de terreno con agua les pertenecía.

—¿Sabes qué sería genial? Comprar ese caldero que vimos en la tienda —propuso Imogen, mientras ella y Temperance pintaban un ataúd de madera para la decoración. Ya habían hecho telas de araña con lana, fantasmas y brujas con papel maché, murciélagos y arañas de cartón, además de unos monstruos, esqueletos y gatos negros que habían comprado hacía años.

—Tal vez —repuso Temper.

—Y podemos llenarlo de humo —añadió Imogen después.

—¿Y cómo harás tal cosa? —le preguntó su hermana.

—Pues eso también venden; al parecer, son unas pastillas que pones en agua y crean ese efecto humeante —explicó, con un tono muy excitado por la fiesta que iban a brindar.

Se escucharon unos pasos descender los peldaños de las escaleras que llevaban a la segunda planta; sin siquiera levantar la vista, supieron que se trataba de su hermana menor, Maud. Cada una de ellas tenía una forma propia de moverse y caminar: Temperance lo hacía sin producir ruido; sus hermanas solían decir que apenas tocaba el suelo. Imogen, por el contrario, no solo parecía ir siempre con prisa, sino también dando saltos; aunque tal vez parte de la razón fuera la renguera de su pierna izquierda, producto de un accidente que había tenido a los siete años. Y Maud pisaba con firmeza cada paso que daba, y lo hacía con una postura firme y relajada.

A grandes rasgos, no se parecían. No eran de esas personas a la que la gente veía y, de inmediato, pensaban que estaban relacionadas. Temperance era alta y delgada; tenía el cabello oscuro, el rostro alargado y los ojos verdes. Imogen era de estatura baja y un poco rellenita; su cara era más bien redondeada, cubierta de pecas; el cabello, castaño claro; y los ojos, color avellana. Y Maud era una mezcla de ambas: delgada, de altura media, pelo castaño oscuro y ojos color avellana. Aun así, las tres eran muy blancas, de cabelleras lacias, sedosas y largas.

—¿Ya terminarán? Tenemos que ir a recoger las bolsas de pochoclos —les recordó.

—Estamos listas.

Salieron de la casa y se subieron al auto; era un Plymouth convertible negro, modelo del 48 y, hasta la fecha, uno de los pocos en el pueblo; el coche subió la pendiente y apareció en la carretera. Ridgefield quedaba a siete minutos de la casa de los Abbott; albergaba a poco más de 4000 habitantes, y no todas las calles estaban pavimentadas. Al ser un lugar pequeñ

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