Una cura para el alma

Mariam Orazal

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Londres, 25 de julio de 1865

El maldito ratón no quería entrar en la madriguera. Ni las caricias en el lomo ni los murmullos cariñosos servían para convencerlo. A pesar de que había creado un hogar confortable en aquel hueco del establo, el nuevo inquilino no estaba por la labor de ser salvado; se revolvía y chillaba de forma audible, con lo que ponía a ambos en riesgo de ser descubiertos. Y eso era una desgracia de proporciones épicas, porque si su padre se enteraba de que había vuelto a coger uno de aquellos adorables bichitos de la calle, ya no habría más helados de fresa.

Nunca. Jamás. Ni en un millón de años.

Paige sabía que las personas no vivían un millón de años y que, por tanto, el buen doctor Clearington exageraba en sus amenazas; sin embargo, aunque desconocía cuán longeva podía llegar a ser ella, la posibilidad de quedarse sin helado resultaba lo bastante alarmante como para justificar el «furtiveo».

Se agazapó entre los dos montones de paja donde había construido su cabaña ratonesca al oír los pasos arrastrados del señor Marshal. A él tampoco le gustaba que se dedicara a llevar roedores a su cochera; sobre todo desde aquella vez que se le escapó François, y el estúpido caballo de su tío se encabritó al verlo rondar por allí. Todos sus ratones tenían nombres franceses, porque a Paige le parecían más cantarines que los ingleses y porque papá decía que, «desde que murió el maldito Napoleón», le caían bien los franchutes.

Papá decía mucho eso de «maldito», pero regañaba a Paige cada vez que pronunciaba alguna de esas palabras grandilocuentes. Ella solo las decía porque admiraba el modo en que su padre hacía las cosas, incluidos sus parlamentos sobre la «maldita» gente en general. Si no fuera porque después se ponía triste al explicarle que necesitaba una madre, seguiría diciéndolas. Pero no le gustaba ver al buen doctor apenado.

Los pasos se acercaron y el corazón de la niña se puso a latir desaforado mientras apretaba a Gaspard, su nuevo amigo, contra el pecho. El ratón se revolvía entre sus dedos, y Paige temía que en algún momento se escurriría entre ellos y la delataría. Nunca volvería a valorar tanto el helado de fresa como en aquel momento.

Sin embargo, una voz lejana detuvo el caminar del señor Marshal, quien, mascullando otras de esas palabras que Paige no debía pronunciar, se volvió hacia la puerta del establo y salió.

Paige infló el pecho de aire y respiró aliviada, sin poder evitar la sonrisa: se había librado por los pelos.

El helado estaba a salvo, pero no podía seguir arriesgándose de tal modo. Debía de haber una manera de conservar a sus pequeños amigos los pocos días que tardaban en hacerse grandes. A Paige le gustaban los ratoncitos bebés que se perdían por las callejuelas, pero cuando crecían se volvían un poco antipáticos, así que los soltaba.

Tenía que haber un lugar mejor que el establo para esconderlos, dado que, cuando no era un caballo el que se espantaba, eran el viejo señor Marshal o el ama de llaves, la señora Marshal, o papá quienes relataban por sus continuos rescates.

De momento, podía guardarlo en su habitación, pues nadie entraría allí hasta, al menos, la mañana siguiente. Eso le daba tiempo para buscar otro escondrijo. Pero para llegar a su dormitorio sin pasar por el vestíbulo tendría que entrar por la cocina. Mala cosa. Allí sería difícil pasar desapercibida.

Se acercó hasta la puerta y escudriñó a través del cristal. Sí, la señora Marshal estaba con sus faenas. Paige protestó mentalmente.

—Tendremos que esperar aquí un rato, Gaspard —le explicó a su amigo grisáceo, que la miraba con aquellos ojitos tan redondos y brillantes. Se había quedado más tranquilo tras el revuelo del establo, aunque Paige no aflojaba la celda de sus manos por si tenía en mente una escapada.

Le produjo un alivio tremendo la visión de su tío Horace montado a lomos de su zaino, Talentoso —aunque de talentoso no tenía nada—, en dirección al establo.

Tal y como esperaba, él se convirtió en un motivo de distracción para todos en la casa. Entró por la puerta principal y, a los pocos minutos, él y el padre de Paige pidieron el té, con lo que la cocina quedó vacía.

Paige cruzó con mucho sigilo hasta la puerta del pasillo de servicio y caminó con tiento por el vestíbulo hacia la escalera —apoyando primero el talón de sus zapatillas y luego la punta, como le había enseñado papá—. Sin embargo, cedió a la tentación de acercarse a la biblioteca en cuanto oyó hablar a los dos hombres acaloradamente. A decir verdad, era su tío Horace quien parecía más alterado.

—El forense estaba tan contrariado que hizo acudir a todos los miembros del claustro para certificar la muerte —contaba Horace Clearington.

—No puedes estar en lo cierto. —El escepticismo de su padre era muy notable.

—Te digo que vengo de la sala de autopsias y lo he visto con mis propios ojos. Yo tampoco daba crédito cuando leí el informe del doctor Gilligan. Uno no recibe todos los días un mensaje de su superior para corroborar el género de un cadáver. Imagínate mi desazón al tener que explicarle el motivo de mi visita al ujier, pero cuando llegué había otra media docena de doctores allí. Todos para certificar lo mismo.

—Pero eso es imposible. No puedo imaginar de qué modo podría ocultar algo así durante... toda su vida. Debe de ser un error —insistió Arthur Clearington.

Ese fue el momento en el que Paige escuchó la frase que, sin saberlo entonces, iba a marcar su destino. Y no fue porque una convicción radiante se prendiera en su mente o en su alma en ese preciso instante, no. En realidad, lo único que comprendió de forma instantánea fue que, a pesar de ser una niña y no un niño, ella podría seguir los pasos de papá, que era lo que deseaba por encima de todas las cosas.

La idea anidó en un rincón de su cerebro, donde consiguió el abrigo necesario para germinar y convertirse en un fuerte anhelo que fue articulando a lo largo de toda su vida. Lo que Paige Clearington escuchó esa tarde de boca de su tío Horace fue lo siguiente:

—Arthur, te juro por la vida de mi hijo que el doctor James Barry era una mujer.

Capítulo 1

1

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos