Un surfero australiano y su cita de verano (Adonis tours 2)

Isabel Jenner

Fragmento

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Prólogo

—¿Cómo van las cosas por ahí abajo, Tane?

—De lujo —respondí a Antonio, mi nuevo jefe, mientras alzaba la mano con el pulgar y el meñique extendidos y los otros dedos doblados haciendo la señal de shaka, el saludo surfero.

Me ahorré comentar que las sacudidas de la furgoneta con el logo de Adonis Tours en la que viajaba con mis otros compañeros del touroperador que nos había contratado, me estaban haciendo picadillo el coxis. Claro que, ir sentado en el suelo, junto al conductor, no servía para amortiguar los baches del asfalto de Madrid.

Mi corpachón de metro noventa y siete y yo no cabíamos en los asientos, así que había tenido que adaptarme a las circunstancias. No era la primera vez, ni sería la última, en la que viajaba de forma algo precaria.

Recordaba con especial cariño mi recorrido por el camino a Los Yungas, en Bolivia, también conocido como «el camino de la muerte». Aquello sí que fue un chute de adrenalina en plena cordillera de los Andes: un solo carril de tres metros de ancho en algunos lugares, sin guardarraíles, con grava suelta, niebla, pequeños derrumbes y mi bicicleta de paseo verde menta y cesta de mimbre para guardar el bocata de paté. Al alquilarla en un pueblo cercano, no había tenido en cuenta los desniveles y lo resbaladizo que estaría el suelo por los saltos de agua que me caían encima, así que acabé con unas pantorrillas como las de Cristiano Ronaldo de la fuerza que usaba para pedalear, pero sin despeñarme por el precipicio que se asomaba a unas vistas de infarto de la selva boliviana.

Siempre había sido un espíritu nómada, y solo había tres constantes en mi vida: el surf, el queso y los años ochenta.

Y, a partir de ese momento, también añadiría Adonis Tours a la lista. Al menos, durante el tiempo que estipulaba el contrato que había firmado de forma electrónica desde Australia.

Se me hacía extraño pensar que pasaría muchos meses en un mismo lugar. Y, por si fuera poco, en una ciudad donde no podría sentir el salitre en la piel ni escuchar el sonido de las olas o avistar un tiburón martillo.

Mi madre, influenciada por el movimiento hippy de los sesenta, asegura que he sacado mi vena trotamundos de ella. Y me lo creo, porque tardó más dos años en llegar a las antípodas desde Canarias, combinando barco y autostop —a eso le llamo yo un viajazo, y no el de Magallanes—, y fue allí donde conoció a mi padre, un maorí cuya familia había emigrado desde Nueva Zelanda a Australia en busca de un trabajo mejor. Nueve meses después nací yo, Tangaroa Evaristo Waititi López. Un alma libre, pero también arraigado a mis orígenes, como lo demuestra el tatuaje tribal que me cubre todo el brazo derecho y se extiende por el pectoral del mismo lado.

Al igual que les pasó con mi nombre, mis padres fueron incapaces de decidirse por una sola cosa —o lugar donde vivir, en este caso—, así que mi infancia transcurrió entre Tenerife y Brisbane. Fue algo más sencillo de lo que pueda parecer, gracias a los fondos de la familia adinerada de mi madre. Cuando fui mayor de edad, sin embargo, no acepté más ayuda que la que pudiera conseguir yo mismo, y me lancé a recorrer el mundo con una mochila con más mapas que Dora la Exploradora, y calzoncillos slip, porque abultan muy poco doblados. No me he detenido desde entonces.

Me financio los viajes como monitor de surf certificado por la Asociación Internacional de Surf, o cualquier otro empleo que se cruce en mi camino y para el que me sienta capacitado, como aquella vez en la que trabajé en un parque temático de Japón disfrazado de gamba de la paella en un espectáculo de baile. Movía los bigotes que daba gloria verlos.

La casualidad quiso que la oferta de trabajo de Adonis Tours me llegase cuando estaba visitando a mi familia en la ciudad de Gold Coast. O quizá la casualidad no tuviera nada que ver. Fue mi amigo Timothy, surfero e inscrito a todas las redes cibernéticas mundiales de búsqueda de empleo, quien me rebotó la oferta a mi correo electrónico con el texto «¿A que no hay narices a probar?», mientras nos encontrábamos sentados en la arena dorada, con el amanecer frente a nosotros y una cuña de queso en mis manos para desayunar.

Si Timothy hubiera sido español, habría respondido a su desafío con un ilustrativo «sujétame el cubata», pero soy más de actuar que de hablar. Encajaba con los requisitos que solicitaban: dominaba el castellano, medía más de metro ochenta de estatura —por algo me apodaban «el gigante maorí»—, y estaba más que familiarizado con los viajes. Así que, envié mi currículum mientras murmuraba:

—Yo puedo ser un chico adonis.

Y, en efecto, ya era un chico adonis y me encontraba de camino al alojamiento gratuito que nos ofrecía el touroperador a sus cinco nuevos empleados.

Me sacudí un poco las rastas y eché un vistazo a mis compañeros por el espejo retrovisor. Stefano, el italiano, movía el bolígrafo con rapidez sobre una libreta sin perder comba de nada de lo que ocurría a su alrededor. Dase, de Etiopía y con el aspecto más responsable de todos nosotros, me observaba con ojos preocupados por mi integridad física. Erik, el noruego, tenía la nariz pegada al cristal y juraría que no había parpadeado desde hacía tres minutos, por lo menos. Sean, quien se había perdido en el aeropuerto y había tocado la gaita escocesa para que acudiésemos a su rescate, acariciaba con aire distraído el preciado instrumento que descansaba sobre su regazo. La mirada de Stefano se cruzó con la mía en el espejo y se le dibujó una sonrisa en los labios, divertido por la situación.

Yo también sonreí y me acomodé mejor sobre la dura superficie, antes de apoyar el codo en el canto de la tabla de surf que había embutido como había podido a mi lado.

Estaba convencido de que me esperaba una etapa de mi vida muy interesante.

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Capítulo 1

Varios meses después…

El verano en Madrid era tan caluroso y seco que daba la sensación de que alguien te enchufaba con un secador a plena potencia en toda la cara de la mañana a la noche. Te deshidrataba los ojos y te pelaba la piel, como si intentase extraer toda el agua de tu cuerpo. Por suerte, yo soy recio como un cactus, y acostumbrado a climas extremos. Para Stefano y Dase tampoco parecía suponer un problema grave. Mis otros dos compañeros de piso —ahora amigos—, en cambio, aseguraban estar en el infierno. Sobre todo, porque el aire acondicionado del edificio donde vivíamos, en pleno corazón de La Latina, nunca funcionaba.

Me eché la toalla al hombro, cerré la puerta de mi habitación con cuidado por si todavía había alguien durmiendo a esa hora de la mañana, y me acerqué a las duchas comunes de Adonis House, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.

Los grifos del agua fría estaban abiertos hasta casi pasarse de rosca y Sean y Erik, cada uno en su cubículo y tapados por una cortinilla de plásti

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