Prólogo
—¿Cómo van las cosas por ahí abajo, Tane?
—De lujo —respondí a Antonio, mi nuevo jefe, mientras alzaba la mano con el pulgar y el meñique extendidos y los otros dedos doblados haciendo la señal de shaka, el saludo surfero.
Me ahorré comentar que las sacudidas de la furgoneta con el logo de Adonis Tours en la que viajaba con mis otros compañeros del touroperador que nos había contratado, me estaban haciendo picadillo el coxis. Claro que, ir sentado en el suelo, junto al conductor, no servía para amortiguar los baches del asfalto de Madrid.
Mi corpachón de metro noventa y siete y yo no cabíamos en los asientos, así que había tenido que adaptarme a las circunstancias. No era la primera vez, ni sería la última, en la que viajaba de forma algo precaria.
Recordaba con especial cariño mi recorrido por el camino a Los Yungas, en Bolivia, también conocido como «el camino de la muerte». Aquello sí que fue un chute de adrenalina en plena cordillera de los Andes: un solo carril de tres metros de ancho en algunos lugares, sin guardarraíles, con grava suelta, niebla, pequeños derrumbes y mi bicicleta de paseo verde menta y cesta de mimbre para guardar el bocata de paté. Al alquilarla en un pueblo cercano, no había tenido en cuenta los desniveles y lo resbaladizo que estaría el suelo por los saltos de agua que me caían encima, así que acabé con unas pantorrillas como las de Cristiano Ronaldo de la fuerza que usaba para pedalear, pero sin despeñarme por el precipicio que se asomaba a unas vistas de infarto de la selva boliviana.
Siempre había sido un espíritu nómada, y solo había tres constantes en mi vida: el surf, el queso y los años ochenta.
Y, a partir de ese momento, también añadiría Adonis Tours a la lista. Al menos, durante el tiempo que estipulaba el contrato que había firmado de forma electrónica desde Australia.
Se me hacía extraño pensar que pasaría muchos meses en un mismo lugar. Y, por si fuera poco, en una ciudad donde no podría sentir el salitre en la piel ni escuchar el sonido de las olas o avistar un tiburón martillo.
Mi madre, influenciada por el movimiento hippy de los sesenta, asegura que he sacado mi vena trotamundos de ella. Y me lo creo, porque tardó más dos años en llegar a las antípodas desde Canarias, combinando barco y autostop —a eso le llamo yo un viajazo, y no el de Magallanes—, y fue allí donde conoció a mi padre, un maorí cuya familia había emigrado desde Nueva Zelanda a Australia en busca de un trabajo mejor. Nueve meses después nací yo, Tangaroa Evaristo Waititi López. Un alma libre, pero también arraigado a mis orígenes, como lo demuestra el tatuaje tribal que me cubre todo el brazo derecho y se extiende por el pectoral del mismo lado.
Al igual que les pasó con mi nombre, mis padres fueron incapaces de decidirse por una sola cosa —o lugar donde vivir, en este caso—, así que mi infancia transcurrió entre Tenerife y Brisbane. Fue algo más sencillo de lo que pueda parecer, gracias a los fondos de la familia adinerada de mi madre. Cuando fui mayor de edad, sin embargo, no acepté más ayuda que la que pudiera conseguir yo mismo, y me lancé a recorrer el mundo con una mochila con más mapas que Dora la Exploradora, y calzoncillos slip, porque abultan muy poco doblados. No me he detenido desde entonces.
Me financio los viajes como monitor de surf certificado por la Asociación Internacional de Surf, o cualquier otro empleo que se cruce en mi camino y para el que me sienta capacitado, como aquella vez en la que trabajé en un parque temático de Japón disfrazado de gamba de la paella en un espectáculo de baile. Movía los bigotes que daba gloria verlos.
La casualidad quiso que la oferta de trabajo de Adonis Tours me llegase cuando estaba visitando a mi familia en la ciudad de Gold Coast. O quizá la casualidad no tuviera nada que ver. Fue mi amigo Timothy, surfero e inscrito a todas las redes cibernéticas mundiales de búsqueda de empleo, quien me rebotó la oferta a mi correo electrónico con el texto «¿A que no hay narices a probar?», mientras nos encontrábamos sentados en la arena dorada, con el amanecer frente a nosotros y una cuña de queso en mis manos para desayunar.
Si Timothy hubiera sido español, habría respondido a su desafío con un ilustrativo «sujétame el cubata», pero soy más de actuar que de hablar. Encajaba con los requisitos que solicitaban: dominaba el castellano, medía más de metro ochenta de estatura —por algo me apodaban «el gigante maorí»—, y estaba más que familiarizado con los viajes. Así que, envié mi currículum mientras murmuraba:
—Yo puedo ser un chico adonis.
Y, en efecto, ya era un chico adonis y me encontraba de camino al alojamiento gratuito que nos ofrecía el touroperador a sus cinco nuevos empleados.
Me sacudí un poco las rastas y eché un vistazo a mis compañeros por el espejo retrovisor. Stefano, el italiano, movía el bolígrafo con rapidez sobre una libreta sin perder comba de nada de lo que ocurría a su alrededor. Dase, de Etiopía y con el aspecto más responsable de todos nosotros, me observaba con ojos preocupados por mi integridad física. Erik, el noruego, tenía la nariz pegada al cristal y juraría que no había parpadeado desde hacía tres minutos, por lo menos. Sean, quien se había perdido en el aeropuerto y había tocado la gaita escocesa para que acudiésemos a su rescate, acariciaba con aire distraído el preciado instrumento que descansaba sobre su regazo. La mirada de Stefano se cruzó con la mía en el espejo y se le dibujó una sonrisa en los labios, divertido por la situación.
Yo también sonreí y me acomodé mejor sobre la dura superficie, antes de apoyar el codo en el canto de la tabla de surf que había embutido como había podido a mi lado.
Estaba convencido de que me esperaba una etapa de mi vida muy interesante.
Capítulo 1
Varios meses después…
El verano en Madrid era tan caluroso y seco que daba la sensación de que alguien te enchufaba con un secador a plena potencia en toda la cara de la mañana a la noche. Te deshidrataba los ojos y te pelaba la piel, como si intentase extraer toda el agua de tu cuerpo. Por suerte, yo soy recio como un cactus, y acostumbrado a climas extremos. Para Stefano y Dase tampoco parecía suponer un problema grave. Mis otros dos compañeros de piso —ahora amigos—, en cambio, aseguraban estar en el infierno. Sobre todo, porque el aire acondicionado del edificio donde vivíamos, en pleno corazón de La Latina, nunca funcionaba.
Me eché la toalla al hombro, cerré la puerta de mi habitación con cuidado por si todavía había alguien durmiendo a esa hora de la mañana, y me acerqué a las duchas comunes de Adonis House, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.
Los grifos del agua fría estaban abiertos hasta casi pasarse de rosca y Sean y Erik, cada uno en su cubículo y tapados por una cortinilla de plástico, de esas que se te meten entre los glúteos como te descuides y no se despegan, dejaban escapar suspiros de alivio. Casi me podía imaginar el vapor que salía de sus vulnerables y pálidos cuerpos del norte de Europa que, poco a poco, iban adquiriendo la tonalidad de un cangrejo de río.
—¿Cuánto tiempo lleváis ahí metidos? Se os van a arrugar hasta los párpados.
—No el suficiente, compadre, no el suficiente —resopló Erik.
Desde que habían empezado a subir las temperaturas, ese era uno de los dos lugares habituales en los que encontrar al noruego y al escocés. El otro era la piscinita hinchable del solárium, pero siempre estaba más calentorra que un consomé y solo cabían dos Adonis tamaño estándar o uno grande. Conmigo, el agua se rebosaba por los bordes.
Las instalaciones de nuestra residencia no eran lo que se dice lujosas pero, después de haber viajado durante años en caravanas hippies con mis padres y dormir en algunos de los lugares en los que he dormido, para mí era como el Hilton.
—Oye, Tane, ¿no te sabrás alguna danza de la lluvia, por casualidad? Maorí o de cualquiera de los sitios que has explorado.
La pregunta de Erik llegó flotando hasta mí, mientras me desnudaba para meterme en la última ducha que quedaba libre y trataba de no serrarme la frente con la alcachofa. No todo son ventajas cuando se es alto.
—Buena idea —se unió Sean—. Además de atenuar el calor, he escuchado que ahuyenta a los malos espíritus, así que yo podría unirme con mi gaita y…
—¡No! —exclamamos Erik y yo a la vez.
Más que ahuyentar espíritus, la gaita de Sean despertaba hasta a las momias de El Cairo. Pero la obsesión del escocés con los temas sobrenaturales igualaba a la mía por los cassettes y las chapas de acid, ahora conocidos como smileys, así que no era nadie para opinar.
—No me sé ninguna —me apresuré a disimular—. Mejor os llevo un día a todos al Ola y Adiós y nos refrescamos un rato.
El Ola y Adiós no era un local de citas rápidas ni nada de eso, sino una academia de surf a trescientos sesenta kilómetros de la playa más cercana a la capital. Estaba construida en el centro comercial Las Chumberas y contaba con su propia ola artificial. Algo digno de ver al menos una vez en la vida.
Antonio, jefe de Adonis Tours y hombre de complexión diminuta, pero mente inabarcable, había llegado a un acuerdo con la academia y había conseguido un contrato para un monitor externo, es decir, yo. Se trataba de un gran reclamo publicitario para la empresa, ya que funcionaba tanto como plus para los clientes interesados en circuitos a Australia, que incluyesen el surf como actividad y necesitasen nociones básicas o practicar antes del viaje, como para aquellas personas que, simplemente, quisieran aprender este deporte sin salir de Madrid con un profesor que podía proporcionarles información sobre las antípodas de primera mano.
Tenía desde clases particulares hasta grupos de unas ocho personas, y mis horarios variaban cada semana, pero yo no era un hombre de rutinas inamovibles, sino que me adaptaba con facilidad a cualquier situación y el trabajo me encantaba.
Tras el asentimiento entusiasta de mis compañeros, me enjuagué bien las rastas, salí de la ducha y me sequé lo justo para que la ropa no se me quedase adherida al cuerpo en lugares clave.
Todavía me quedaban unas dos horas antes de empezar las clases, así que podía desayunar con tranquilidad y echar un vistazo en la quesería de abajo por si habían traído alguna nueva preciosidad láctea de importación. La mera existencia de la tienda ya me hacía sonreír. Que estuviera pegada a Adonis House la convertía en el paraíso… Y que su propietaria fuera una tímida y pequeña pelirroja puede que también tuviera algo que ver con el hormigueo de anticipación que se apoderaba de mí siempre que planeaba una visita.
Además, aunque la comida desaparecía misteriosamente del frigorífico y de los estantes desde que entramos a vivir en Adonis House, a pesar de nuestros esfuerzos por descubrir al culpable, me negaba a dejar pasar un solo día sin tener reservas de queso a mano. Uno nunca sabía cuándo las podría necesitar en aquel lugar peculiar, donde el ascensor funcionaba solo a cualquier hora del día o de la noche sin motivo aparente y existían cuartos que no podían abrirse nunca.
Tras devorar cuatro magdalenas y diez de las galletitas escocesas de mantequilla que Sean había encontrado en un súper del barrio —lo bueno de tener a un maleante anónimo en casa era que uno podía escurrir el bulto ante la velocidad ultrasónica a la que se vaciaban los paquetes—, regresé de nuevo a mi cuarto a por la mochila con el traje de neopreno y la tabla de surf y bajé las estrechas escaleras. Dejé atrás el primer piso, en el que se encontraban la cocina y el salón, y seguí bajando un tramo más hasta la planta que daba a la calle. Allí estaba la recepción de Adonis House, con un pequeño mostrador tras el que se parapetaba Marisa, encargada de las tareas administrativas de la agencia, de informarnos de nuestros horarios, eventos y demás trámites tales como atender reclamaciones… O eso contaba la leyenda.
Eché una mirada dudosa a la torre de reclamaciones apilada en precario equilibro a un lado de la mesa, algunas de las cuales debían de datar de la época en la que Gutenberg perfeccionó la imprenta, y me encogí de hombros. Había que intentarlo si con eso evitaba un par de lipotimias.
—Qué hay, Marisa —saludé con una amplia sonrisa para romper el hielo.
Ella alzó la cabeza e hizo una pompa de chicle de proporciones descomunales que explotó con un sonoro pop.
—Mucho trabajo. Eso es lo que hay —respondió, mientras dejaba el boli sobre una hoja repleta de números que se parecían sospechosamente a un sudoku.
—Ya veo. Oye, lo del aire acondicionado… ¿Crees que lo solucionarán pronto?
—Ya os he dicho que yo no marco los tiempos respecto a estas cosas, ojalá pudiera. —Controlé las ganas de asegurarle que tenía más poder sobre el tiempo que Cronos, sobre todo, lo de pausarlo. También parecía estar por encima de cosas mundanas como el frío o el calor—. Estará solucionado cuando lo solucionen. Pero si necesitas cumplimentar una queja, aquí tienes. ¿Te presto el bolígrafo?
Me tendió el boli en cuestión y un folio, y yo levanté mucho las cejas.
—¿Me dejas que me lleve el papel para abanicarme? Puedo doblar varios de este montón de aquí como si fueran paipáis y repartirlos entre los chicos.
Estiré la mano, pero Marisa me dio un golpe en los nudillos con el Bic antes de que pudiera acércame a la pila de reclamaciones.
—Muy gracioso. Vete a dar tu clase, anda —me regañó, aunque sus labios se curvaron un poco hacia arriba por un segundo, antes de volver a mascar el chicle con su habitual parsimonia—. ¡Y hoy no molestes a Olivia!
Su advertencia me llegó cuando ya estaba abriendo la puerta.
—No prometo nada.
Le guiñé un ojo y me las apañé para salir haciendo equilibrios con la tabla de surf y la mochila y no cargarme las bisagras. Una vez en la acera, solo tuve que girar el cuerpo a la derecha para encontrarme frente a frente con el escaparate de Si Sabe a Queso… Es Queso.
Hasta el nombre era música para mis oídos. Su propietaria, por supuesto, se puso colorada nada más verme asomar el cabezón por el cristal. Estaba atendiendo a una clienta y casi pude sentir cómo perdía la concentración desde la distancia que nos separaba.
Con un gruñido de satisfacción, me ajusté mejor la mochila al hombro y me dispuse a entrar en el estrecho establecimiento para hacer ruborizar a Olivia, una vez más, de la cabeza a los pies.
Capítulo 2
Olivia colocó la porción de parmesano que acababa de pedirle una chica morena de unos veintitantos años sobre la superficie metálica de la báscula digital. Luego tragó con dificultad e intentó descifrar los gramos que marcaba el moderno aparato en el que había invertido hacía poco para darle el mejor trato a sus clientes.
A todos menos al descomunal individuo que acababa de poner un pie en su negocio como si le perteneciera. A él preferiría no tratarlo de ninguna manera.
Pero cada semana desde hacía unos cuatro meses, aparecía en el Si Sabe a Queso de forma totalmente aleatoria. Por las mañanas, por las tardes, a diario o los fines de semana… En ocasiones, incluso dos veces al día.
Así era imposible estar en guardia para atenderle, aunque Olivia dudaba que se pudiera estar preparada para cualquier tipo de intercambio con un hombre así.
Su sola presencia causaba estragos en ella. Le subía el ritmo cardiaco, su piel clara se teñía de un rosado intenso como si le produjese algún tipo de urticaria y el pulso se le volvía tan inestable que temía rebanarse el pulgar cuando cortaba cuñas de queso duro y semiduro.
Semejante nubarrón en su horizonte se llamaba Tane.
No lo sabía porque se lo hubiese dicho él, sino porque se lo había contado Marisa, la administrativa del touroperador pegado a su tienda. Las dos habían establecido una agradable relación desde que abrió Si Sabe a Queso… Es Queso hacía cuatro años. No era una amistad al uso, ya que ninguna era dada a hablar sobre temas demasiado personales, ni se veían más allá de los ratos en los que salían a respirar un poco de aire fresco a la calle. Ni siquiera se habían intercambiado los números de teléfono, pero Marisa había adoptado la costumbre de explicarle quiénes eran los nuevos empleados de Adonis Tours cada temporada sin presentárselos directamente, solo con una breve descripción o alguna discreta señal del dedo si justo daba la casualidad de que uno pasaba por delante de ellas. Olivia lo prefería así dada su timidez, aunque había atendido con más o menos regularidad a la mayoría de los inquilinos que habían habitado el edificio contiguo antes de que cambiasen de trabajo o se mudasen a otras casas. Incluidos varios de los cinco chicos que habían llegado este año. Y, aunque todos parecían sacados de revistas de moda y le sacaban más de media cabeza como mínimo, ninguno la alteraba tanto como él.
Un surfero australiano.
Eso también se lo había comentado Marisa, aunque lo habría sospechado por la tabla de surf que llevaba pegada a él cada vez que entraba a la tienda y que conseguía que se echase a temblar de espanto cuando pasaba rozando los expositores. Sin embargo, era todo lo opuesto a los rubios bronceados y de ojos azules que salen en los anuncios de cremas de protección solar.
Al contrario, llevaba el pelo negro recogido en pulcras rastas y su cuerpo era una interminable extensión de piel morena y musculosa, adornada con unos tatuajes en forma de espirales y líneas que empezaban en su muñeca derecha y ascendían hasta desaparecer bajo su ropa. No es que Olivia tuviera ningún interés en saber dónde acabarían esos símbolos, claro.
Tampoco le importaba descubrir a qué lugar iría con ese enorme trozo de madera de colores chillones en una tierra de secano como Madrid. Mejor no saber demasiado porque esos ojos verdes —tan parecidos a las hojas de salvia que tenía plantada en una macetita en casa— siempre se detenían en ella con una intensidad que conseguía que se le escapase cualquier pensamiento coherente, cuando lo que debería hacer es pedirle que dejase la dichosa tabla fuera para que no le destrozase la tienda.
Pero estaba tan lejos del carácter de Olivia exigir eso como decirle que parase de gastarle bromas que conseguían que sus mejillas estallasen en llamas. Si no lo había hecho el día en el que Tane compró dos quesos de tetilla y se los puso sobre los amplios pectorales con un lento vaivén, una sonrisa diabólica en los labios y ninguna vergüenza por quien estuviera de público, no lo haría nunca.
Ese hombre no era normal.
Pero era un cliente asiduo, eso seguro.
Así que Olivia cuadró los hombros, evitó su mirada y puso todo el empeño del mundo en prestar atención a la venta que tenía entre manos. Los cinco primeros segundos fueron fáciles. Hasta que escuchó la voz algo ronca de Tane dirigirse a ella.
—Buenos días, Olivia.
—Hola —soltó sin ningún entusiasmo y con la vista todavía fija en el peso, aunque notó de reojo que su alta figura se había detenido cerca del mostrador.
—Hoy te noto distinta —continuó él, ajeno una vez más a sus claras intenciones de mantener las distancias.
A su pesar, Olivia repasó mentalmente el aspecto con el que había salido de casa esa mañana antes de ponerse encima el delantal negro con las siglas bordadas del Si Sabe a Queso. Sandalias bajas, vaqueros anchos, blusa beige sin mangas, rizos pelirrojos domados en la medida de lo posible y gafas metálicas sobre su nariz algo respingona. Nada fuera de lo habitual.
Por su paz mental, esa que le había costado tanto conseguir y que se le escurría de entre los dedos más veces de las que le gustaría, no respondió.
El silencio de Tane fue breve.
—No sé qué puede ser. —El tono era reflexivo en apariencia, pero Olivia podía detectar ese ligero matiz travieso y sugerente que se parecía demasiado a una caricia en el estómago… Y que le provocaba un rubor que trepaba desde el escote hasta la raíz del cabello—. Ah, creo que ya lo tengo —volvió a murmurar.
No le haría caso. Ningún caso. No le…
—Lo cierto es que esas miguitas de parmesano en tu mejilla izquierda te sientan muy bien.
Ella levantó la mano de forma automática y la dejó sobre el lado izquierdo de la cara mientras se volvía hacia Tane, con los ojos azules muy abiertos. Chocó de lleno con su expresión satisfecha, consciente de que había picado el anzuelo como un atún pescado a caña en el Atlántico.
—Vaya, por fin me miras, Olivia.
A la chica a la que estaba atendiendo se le escapó una risita tonta cuyo significado era evidente. Se habría cambiado por Olivia sin pestañear para continuar la broma, flirtear o cualquier otra cosa que se le ocurriera hacer con ese hombre exótico y de proporciones casi intimidantes. El hombre en cuestión también debió darse cuenta del interés que había despertado porque devolvió la sonrisa a la clienta.
Maravilloso. Por ella, podían seguir con aquel silencioso intercambio de feromonas una vez que terminasen las compras en su negocio. Lo antes posible.
Se pasó los dedos una última vez por la piel de forma furtiva solo por si acaso y le pareció que Tane seguía el movimiento con demasiada atención.
—Ahora te atiendo —logró decir antes de que el australiano tuviera margen de maniobra.
Creyó ver un ligero aire de decepción, como si Tane hubiera esperado otra reacción de su parte. Supuso que algo parecido a una respuesta ingeniosa, un gesto desenfadado o una réplica airada. Pero Olivia no era así. Al menos, no durante seis de los siete días de la semana.
Lo que hizo, en cambio, fue dedicarle su propia sonrisa amable a la chica mientras le tendía la porción de queso envuelta con cuidado en una mano y el datáfono en la otra.
A la morena le costó irse. Se tomó su tiempo en pasar la tarjeta por el lector y se marchó sin dejar de lanzar miraditas a su espalda pero, al final, Olivia se quedó a solas con el surfero australiano.
Tragó saliva un poco más fuerte de lo aconsejable para su glotis y volvió a dirigirse a él.
—¿Qué puedo ofrecerte?
¿La frase había sonado profesional y distante como pretendía u octogenaria?
Tane se apoyó en la tabla de surf y alzó un poco las cejas.
—Puedes ofrecerme muchas cosas, Olivia, estoy convencido. Pero ahora voy directo al trabajo, así que me tendré que conformar con un bocadito rápido.
No se le había quedado mirando los labios al decir «bocadito», ¿verdad? Era demasiado obvio, hasta para un granuja como él.
—¿Me lo darás? —insistió.
—¿El… bocadito?
Tane asintió con la cabeza.
Olivia echó un rápido vistazo a la sección de sándwiches, ensaladas y tentempiés elaborados con lácteos que ocupaba un pequeño espacio refrigerado a su derecha.
—¿Mini quiche de queso brie y espinacas?
—Suena, mmm, delicioso.
Más que una frase fue un ronroneo, y ese maldito rubor volvió a quemarle las orejas.
—¿Caliente, Olivia?
—¿C-cómo dices?
—La quiche. Si me la puedo tomar caliente.
Allí estaba. El brillo maquiavélico de sus ojos de salvia destellaba como un faro.
Olivia sofocó un gruñido y cogió las pinzas de acero para estrujar a la inocente mini quiche antes de depositarla en un horno de sobremesa, que también había comprado para diversificar sus productos y ofrecer la mágica experiencia de saborear queso fundido al momento.
Tras dos minutos interminables en los que se dedicó a mirar el interior del horno con la espalda vuelta hacia él, se giró y le alargó el paquete.
—Aquí tienes.
—Gracias —dijo, pero no hizo ademán de cogerlo—. ¿Podría pedirte un último favor?
El aire se quedó atascado en los pulmones de Olivia.
No. No podía pedirle ningún favor. Bajo ningún concepto.
La petición, inocente en apariencia, había desencadenado algo nefasto dentro de ella. En su larga y amarga experiencia, la única respuesta correcta a esa pregunta era una negación contundente. Sin importar el tema del que se tratase. Y, con un hombre tan imprevisible como él, podría querer cualquier cosa.
Pero cada vez que Olivia intentaba ser tajante, se le enredaba la lengua.
Aunque no lo conocía desde hace mucho, todo apuntaba a que, si Tane descubría que parecía estar genéticamente inhabilitada para decir la palabra «no», su vida se volvería un desastre. Una auténtica catástrofe, estaba convencida. Todo volvería a ser como cuatro años antes, y por nada del mundo podía permitirse retroceder lo mucho que había avanzado.
Se le quedó mirando sin pestañear. Por fuera era una estatua y por dentro el corazón le latía a ritmo de tambor caribeño.
Tane pareció darse cuenta de la tensión que se había apoderado de ella y cambió su gesto bromista por otro más suave, amable.
—¿No tendrás un par de servilletas?
Olivia soltó el aire en un discreto suspiro.
—Te las pongo con la quiche.
—Gracias —sonrió—. Ya me pasaré a decirte qué tal estaba.
—Como quieras —repuso ella, encogiéndose de hombros y con el susto todavía en el cuerpo. Esperaba que captase lo que quería transmitir de verdad: «no hace falta que te molestes».
Le dio su bocadito junto a unas cuantas servilletas. Esta vez, Tane sí que alargó la mano, enorme y muy morena en comparación con la suya y, aunque Olivia trató de evitar el contacto, sus dedos la rozaron y enviaron chispas a sus terminaciones nerviosas, como si hubiera tocado un cable pelado.
Se apartó de inmediato y visualizó la puerta que había tras ella como un salvavidas.
—Tengo que ir al almacén a ordenar unas cajas —dijo, a modo de despedida.
Los ojos de Tane chispearon con evidente interés y Olivia quiso darse un puntapié.
Lo último que necesitaba era despertar al monstruo del queso.
—Cajas vacías. Sin nueva mercancía. Mismos productos de anteayer.
Parecía que estaba leyendo un telegrama en voz alta, pero Tane torció las comisuras de la boca con humor.
—Bueno, quizá la próxima vez. —Se ajustó un poco una mochila que tenía el aspecto de poder contar muchas andanzas si poseyera la asombrosa facultad de hablar, o de comunicar