1
Hampshire, Inglaterra, 1877
Phoebe no conocía a West Ravenel en persona, pero tenía una cosa bien clara: era un bruto y un vil acosador. Lo sabía desde que tenía ocho años, cuando su mejor amigo, Henry, empezó a enviarle cartas desde el internado.
West Ravenel fue un tema recurrente en las cartas de Henry. Era un niño desalmado y brutal, pero habían pasado por alto su constante mal comportamiento, tal como habría sucedido en casi todos los internados. Se consideraba inevitable que los niños de más edad dominaran y maltrataran a los más pequeños, y cualquiera que se fuera de la lengua era gravemente castigado.
Querida Phoebe:
Creía que sería divertido ir al internado, pero no lo es. Hay un niño, se llama West, que siempre me quita el panecillo del desayuno y ya es tan grande como un elefante.
Querida Phoebe:
Ayer me tocaba cambiar las velas. West metió velas trucadas en mi cesta y anoche una de ellas salió disparada como un cohete y le quemó las cejas el señor Farthing. Me castigaron con unos golpes de vara en la mano. El señor Farthing debería haber sabido que yo no haría algo tan evidente. West no se arrepiente de nada. Dijo que no podía evitar que el profesor fuera un imbécil.
Querida Phoebe:
Te he hecho este dibujo de West para que si alguna vez lo ves sepas que tienes que salir corriendo. No se me da bien dibujar, por eso parece un payaso pirata. También se comporta como si lo fuera.
Durante cuatro años, West Ravenel había molestado y torturado al pobre Henry, lord Clare, un niño bajito y enclenque de salud delicada. Al final, la familia de Henry lo sacó del internado y lo llevó a Heron’s Point, no muy lejos de donde Phoebe vivía. El clima templado y saludable del pueblecito costero y sus afamados baños de agua marina ayudaron a que Henry recuperase la salud y el buen humor. Para alegría de Phoebe, Henry visitó su casa muy a menudo, e incluso estudió con sus hermanos y su tutor. Su inteligencia, su ingenio y sus tiernas excentricidades lo convirtieron en una persona especial para la familia Challon.
No hubo un momento concreto en el que el afecto infantil de Phoebe por Henry se convirtiera en algo nuevo. Sucedió de forma gradual, abriéndose paso en su interior con delicadas ramitas plateadas, floreciendo en un jardín lleno de piedras preciosas, hasta que un día lo miró y sintió la emoción del amor.
Ella necesitaba un marido que también pudiera ser su amigo, y Henry siempre había sido su mejor amigo. Lo comprendía todo de ella, al igual que ella de él. Eran la pareja perfecta.
Phoebe fue la primera en sacar el tema del matrimonio. Se quedó sorprendida y dolida cuando Henry intentó disuadirla con mucha ternura.
—Sabes que no puedo estar contigo para siempre —le dijo él al tiempo que la rodeaba con sus delgados brazos y le enterraba los dedos en los mechones pelirrojos que se le habían soltado del recogido—. Algún día acabaré estando demasiado débil para ser un marido o un padre de verdad. No podré hacer nada. Sería injusto para ti y para los niños. Incluso para mí.
—¿Por qué te resignas de esta manera? —le preguntó Phoebe, asustada por esa sosegada y fatalista conformidad con la misteriosa enfermedad que lo aquejaba—. Buscaremos otros médicos. Encontraremos lo que sea que te hace enfermar y también encontraremos la cura. ¿Por qué te rindes antes de que haya empezado siquiera la pelea?
—Phoebe —replicó Henry en voz baja—, la pelea empezó hace mucho. Me he pasado casi toda la vida cansado. Por más que descanse, casi no tengo fuerzas para aguantar todo el día.
—Yo tengo fuerzas por los dos. —Phoebe le apoyó la cabeza en el hombro, temblando por las emociones que la asaltaban—. Te quiero, Henry. Deja que te cuide. Deja que esté a tu lado durante el tiempo que podamos estar juntos.
—Te mereces algo más.
—¿Me quieres, Henry?
Esos ojos castaños, tan grandes y tiernos, relucieron a causa de las lágrimas.
—Tanto como un hombre puede querer a una mujer.
—¿Y qué más puede haber?
Se casaron. Una pareja de vírgenes que descubrieron entre risillas tímidas los misterios del amor con una torpeza afectuosa. Su primer hijo, Justin, era un niño de pelo oscuro con una salud de hierro que a esas alturas tenía cuatro años.
La salud de Henry sufrió el declive final dos años antes, justo antes del nacimiento de su segundo hijo, Stephen.
Durante los meses de luto y de desesperación que siguieron, Phoebe se fue a vivir con su familia y encontró un poco de consuelo en el cariñoso hogar de su infancia. Sin embargo, una vez terminado el periodo de luto, era hora de empezar una nueva vida como madre de dos niños. Una vida sin Henry. Qué raro se le antojaba. Pronto se mudaría de nuevo a Clare Manor, en Essex —una propiedad que Justin había heredado y que gestionaría cuando cumpliera la mayoría de edad—, e intentaría educar a sus hijos tal como su querido padre habría deseado.
Pero, primero, tenía que asistir a la boda de su hermano Gabriel.
El miedo le provocó un nudo enorme en el estómago mientras el carruaje se acercaba a Eversby Priory. Era el primer evento social al que asistiría fuera de la casa de su familia desde la muerte de Henry. Aun a sabiendas de que se encontraba entre amigos y familiares, estaba nerviosa. Además, había otro motivo por el que estaba tan descompuesta.
La novia se apellidaba Ravenel.
Gabriel estaba prometido con una muchacha preciosa y excepcional, lady Pandora Ravenel, que parecía quererlo tanto como él a ella. Era fácil encariñarse de Pandora, porque era descarada y graciosa, y también imaginativa, de un modo que le recordaba un poco a Henry. También había descubierto que le caían bien los otros Ravenel a quienes conoció cuando fueron de visita a casa de su familia en la costa. Estaba la hermana gemela de Pandora, Cassandra, y su primo lejano, Devon Ravenel, que acababa de heredar el título de conde y que en esos momentos era lord Trenear. Su esposa, Kathleen, lady Trenear, era simpática y encantadora. De haber acabado la familia ahí, todo sería perfecto.
Pero el destino tenía un sentido del humor retorcido: el hermano menor de Devon no era otro que West Ravenel.
Por fin iba a conocer al hombre que había convertido en un infierno los años escolares de Henry. Era imposible evitarlo.
West vivía en la propiedad, sin duda dándose aires y fingiendo estar ocupado mientras dilapidaba la herencia de su hermano. Al recordar las descripciones de Henry del enorme y bruto holgazán, Phoebe se imaginaba a West Ravenel bebiendo tumbado, como una foca en la playa, mientras lanzaba miradas lascivas a las criadas que limpiaban lo que él ensuciaba.
No parecía justo que alguien tan bueno y tan amable como Henry hubiera vivido tan pocos años, mientras que un cretino como West Ravenel seguramente viviera hasta los cien.
—Mamá, ¿por qué estás enfadada? —le preguntó con inocencia su hijo Justin desde el asiento de enfrente. La vieja niñera que estaba a su lado se había recostado contra el rincón para dormir un poco.
Phoebe cambió la cara al punto.
—No estoy enfadada, cariño.
—Tenías las cejas muy bajas y los labios apretados como una trucha —dijo él—. Solo pones esa cara cuando estás enfadada o cuando Stephen ha mojado el pañal.
Miró a su hijo pequeño, que dormía en su regazo mecido por el balanceo del carruaje, y susurró:
—Stephen está bien seco y yo no estoy de mal humor. Estoy... En fin, ya sabes que hace mucho que no me relaciono con desconocidos. Tener que lanzarme de nuevo a la vorágine social hace que me sienta un poco tímida.
—Cuando el abuelo me enseñó a pescar en agua fría, me dijo que no me lanzara de golpe. Me dijo que primero uno se mete hasta la cintura, para que el cuerpo sepa lo que viene a continuación. Será una buena práctica para ti, mamá.
Mientras sopesaba las palabras de su hijo, lo miró con cariño y orgullo. Se parecía a su padre, pensó. Incluso de pequeño, Henry había sido muy comprensivo e inteligente.
—Intentaré meterme poco a poco —le aseguró—. Qué listo eres. Se te da muy bien escuchar a los demás.
—No escucho a todos los demás —la corrigió Justin sin miramientos—. Solo a quienes me caen bien. —Se puso de rodillas en el asiento y miró la antigua mansión de estilo jacobino que se veía a lo lejos y que en otro tiempo fue el hogar fortificado de decenas de monjes. Era un edificio alto y enorme con un sinfín de delgadas chimeneas. Era terrenal, estaba plantada firmemente en el suelo, pero se alzaba hacia el cielo—. Es grande —dijo maravillado—. El tejado es grande, los árboles son grandes, los jardines son grandes, los setos son grandes... ¿Y si me pierdo? —No parecía preocupado, sino intrigado.
—Quédate donde estés y grita hasta que yo te encuentre —le contestó ella—. Siempre te encontraré. Pero no tendrás que hacerlo, cariño. Cuando yo no esté contigo, tendrás a Nana... No dejará que te alejes mucho.
Justin miró con escepticismo a la mujer mayor que dormía en un rincón y esbozó una sonrisilla traviesa al volver a mirar a su madre.
Nana Bracegirdle había cuidado a Henry desde pequeño, y por petición suya se encargaba de sus propios hijos. Era una mujer tranquila y agradable, con un cuerpo robusto que hacía que su regazo fuera el lugar perfecto para que los niños se sentaran mientras ella les leía, con los hombros del tamaño justo para los bebés llorones que necesitaban que los tranquilizasen. Su pelo era como una nube blanca bajo la cofia de batista. Los esfuerzos físicos de su profesión, como corretear detrás de niños revoltosos o sacarlos de la bañera, los realizaba en su mayoría una niñera más joven. Sin embargo, la mente de Nana estaba tan lúcida como siempre y, salvo por la necesidad de echarse alguna que otra siesta, era tan competente como siempre.
La hilera de carruajes avanzó por el camino, llevando a la familia Challon y a sus criados, así como una montaña de bolsas de cuero y baúles. La propiedad, al igual que los campos de labor que la circundaban, estaba muy bien cuidada, con setos altos y viejos muros de piedra cubiertos por rosales trepadores y por los delicados racimos morados de las glicinias. El jazmín y la madreselva perfumaban el ambiente allí donde los carruajes se detuvieron delante del pórtico de entrada.
Nana se despertó de su siesta con un sobresalto y empezó a meter cosas en su bolsa de viaje. Le quitó a Stephen de los brazos a Phoebe, que siguió a Justin cuando bajó de un salto.
—Justin... —lo llamó Phoebe, nerviosa, mientras lo veía internarse en la multitud de criados y de familiares como un colibrí para saludar a todo el mundo. Vio las siluetas conocidas de Devon y de Kathleen Ravenel, lord y lady Trenear, dándoles la bienvenida a sus invitados, que no eran otros que sus padres, su hermana menor, Seraphina, su hermano Ivo, y Pandora y Cassandra, además de un numeroso grupo personas a quienes no reconocía. Todo el mundo reía y hablaba, animado por la emoción de la boda. El temor se apoderó de Phoebe al pensar que iban a presentarle a personas desconocidas con las que tendría que entablar conversación. Ojalá pudiera seguir llevando el manto protector del luto, con un velo que le cubriera la cara.
Con el rabillo del ojo, vio que Justin subía los escalones de entrada él solo. Al darse cuenta de que Nana hacía ademán de seguirlo, Phoebe le tocó el brazo.
—Ya voy yo detrás de él —susurró.
—Sí, milady —dijo Nana, aliviada.
Phoebe se alegraba de que Justin se hubiera colado en la casa, ya que eso le daba la excusa perfecta para evitar la recepción de los invitados.
El vestíbulo también estaba muy concurrido, pero el ambiente era más tranquilo y silencioso que el del exterior. Un hombre dirigía toda la actividad, dando órdenes a los criados que pasaban. Su pelo, de un castaño tan oscuro que podría confundirse con el negro, brillaba cuando la luz lo tocaba. En ese momento estaba escuchando al ama de llaves mientras esta le explicaba algo sobre los dormitorios de los invitados. Sin embargo, al ver que se acercaba el ayudante del mayordomo, le arrojó una llave que el recién llegado atrapó al vuelo antes de alejarse para seguir con sus tareas. Un galopillo que llevaba una pila de cajas de sombreros se tropezó, y el hombre de pelo oscuro extendió un brazo para que no se cayera. Después de apilar bien las cajas de sombreros, le dijo al muchacho que siguiera a lo suyo.
La vitalidad tan masculina que irradiaba fascinó a Phoebe al instante. Superaba con creces el metro ochenta de estatura, tenía una complexión atlética y su piel lucía el tono bronceado típico de las personas que pasaban mucho tiempo al sol. Sin embargo, llevaba un traje bien confeccionado. Qué curioso. Tal vez fuera el administrador de la propiedad.
Se distrajo al darse cuenta de que su hijo se había detenido para investigar la balaustrada tallada de la doble escalinata. Lo siguió a toda prisa.
—Justin, no te alejes sin decírnoslo a Nana o a mí.
—Mira, mamá.
Siguió con la mirada la dirección de su dedito. Vio un nido de ratón tallado en la base del balaustre. Un detalle travieso e inesperado en el esplendor de la escalinata. Esbozó una sonrisa.
—Me gusta.
—A mí también.
Cuando Justin se agachó para mirar de cerca la talla, una bolita de cristal se le cayó del bolsillo y golpeó el suelo de madera. Consternados, ambos observaron cómo la bolita se alejaba rodando a toda velocidad.
Sin embargo, la bolita se detuvo de repente cuando el hombre de pelo oscuro le plantó la punta del pie encima demostrando tener un don de la oportunidad perfecto. Mientras terminaba de hablar con el ama de llaves, se agachó para recoger la bolita. El ama de llaves se alejó a toda prisa, y el hombre se volvió para mirar a Phoebe y a Justin.
El azul de sus ojos parecía increíble en contraste con su tez bronceada, y su sonrisa fue un deslumbrante relámpago. Era guapísimo, con facciones fuertes y bien definidas, y con unas arruguitas en el rabillo de los ojos por la risa. Parecía una persona irreverente y graciosa, pero también tenía un aura cínica y dura. Como si hubiera vivido experiencias de sobra en el mundo y le quedaran pocas ilusiones. De alguna manera, eso aumentaba su atractivo.
Se acercó a ellos sin prisa. Lo envolvía el agradable olor a aire libre: sol y viento, hierba recién cortada y un leve aroma a humo, como si hubiera estado junto a una hoguera. Tenía los ojos del azul más intenso que había visto en la vida, con un borde oscuro alrededor que parecía casi negro. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la había mirado de esa manera, directa e interesada, un tanto coqueta. Experimentó al instante una sensación extrañísima que le recordó a los primeros días de su matrimonio con Henry: el deseo trémulo, inexplicable y vergonzoso de querer pegar su cuerpo de forma íntima al de otra persona. Hasta ese momento, solo lo había sentido con su marido, y nunca había sido tan impactante ni visceral.
Algo culpable y desconcertada, Phoebe retrocedió un paso mientras intentaba arrastrar a Justin.
Sin embargo, su hijo se resistió, ya que a todas luces creía que era él quien debía hacer las presentaciones.
—Soy Justin, lord Clare —anunció su hijo—. Esta es mamá. Papá no está con nosotros porque está muerto.
Phoebe era consciente del intenso rubor que la cubría desde el nacimiento del pelo hasta los pies.
El hombre no pareció tomárselo a mal, sino que se acuclilló para quedar a la altura de la cara de Justin. Su voz ronca hizo que tuviera la sensación de estar tumbada en un mullido colchón de plumas.
—Yo perdí a mi padre cuando no era mucho mayor que tú —le dijo el hombre a Justin.
—Oh, yo no he perdido al mío —fue la sincera réplica del niño—. Sé muy bien dónde está. En el cielo.
El desconocido sonrió.
—Un placer conocerlo, lord Clare. —Se estrecharon la mano con mucha pompa. El hombre sostuvo la bolita de cristal a la luz y se percató de la figurita de porcelana, con forma de oveja, que había dentro—. Una pieza magnífica —comentó antes de dársela a Justin y ponerse en pie—. ¿Le gusta jugar a las bolas?
—¡Sí! —exclamó el niño. Era habitual entre los más pequeños jugar con las bolitas a distintos juegos, como el de tratar de expulsar las bolas de los demás jugadores de un círculo.
—¿Al castillo doble?
Intrigado, Justin meneó la cabeza.
—Ese no lo conozco.
—Ya jugaremos una partida o dos durante su visita, si a mamá no le importa. —El hombre miró a Phoebe con expresión interrogante.
Descubrirse incapaz de hablar la mortificó. El corazón se le estaba desbocando.
—Mamá no está acostumbrada a hablar con adultos —dijo Justin—. Le gustan más los niños.
—Yo soy muy infantil —se apresuró a decir el hombre—. Pregúntaselo a cualquiera de por aquí.
Phoebe se descubrió sonriéndole.
—¿Es usted el administrador? —le preguntó.
—La mayor parte del tiempo. Pero no hay trabajo en la propiedad, el de las fregonas incluidas, que no haya hecho al menos una vez, para comprender un poco cómo se hace.
La sonrisa de Phoebe se desvaneció cuando una extraña y terrible sospecha se le pasó por la cabeza.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? —le preguntó con tiento.
—Desde que mi hermano heredó el título. —El desconocido hizo una reverencia antes de continuar—. Weston Ravenel..., a su servicio.
2
West era incapaz de apartar la vista de lady Clare. Tenía la impresión de que si extendía un brazo para tocarla, retiraría la mano con los dedos achicharrados. Ese pelo, tan lustroso debajo del sencillo sombrero de viaje de color gris... Jamás había visto nada semejante. Era de un rojo similar al del ave del paraíso, y en el recogido se adivinaban mechones más oscuros. Tenía un cutis tan perfecto como el alabastro, salvo por una delicada lluvia de pecas sobre la nariz, semejante a una exótica especia espolvoreada sobre un postre delicioso para darle el toque final.
Su aspecto era el de una persona bien cuidada, educada y bien vestida. El de una mujer a la que habían querido y protegido. Pero había un brillo triste en su mirada...: la certeza de que existían ciertas cosas contra las que nadie tenía protección.
Por Dios, esos ojos... de un gris claro con vetas semejantes a rayos de diminutas estrellas.
Cuando la vio sonreír, sintió una ardiente punzada en el pecho. Pero en cuanto se presentó, vio que esa atractiva sonrisa se desvanecía, como si acabara de despertarse de un precioso sueño y se encontrara de repente en una realidad bastante menos agradable.
Tras volverse hacia su hijo, lady Clare aplastó con delicadeza el remolino que el niño tenía en la oscura coronilla.
—Justin, tenemos que regresar con la familia.
—Pero voy a jugar con el señor Ravenel —protestó el niño.
—No mientras están llegando todos los invitados —replicó ella—. Este pobre caballero está muy ocupado y nosotros tenemos que acomodarnos en nuestros aposentos.
Justin frunció el ceño.
—¿Tengo que quedarme en la habitación infantil? ¿Con los bebés?
—Cariño, tienes cuatro años...
—¡Casi cinco!
West atisbó el asomo de una sonrisa en sus labios y también el interés y la comprensión con los que miraba al chiquillo mientras se inclinaba hacia él.
—Si quieres, puedes quedarte en mi dormitorio —sugirió.
El niño pareció espantado por la idea.
—No puedo dormir en tu dormitorio —protestó indignado.
—¿Por qué no?
—¡Porque la gente puede pensar que estamos casados!
West clavó la vista en un lugar alejado del suelo mientras trataba de contener la risa. Cuando por fin se vio capaz de respirar, tomó una honda bocanada de aire y se arriesgó a mirar a lady Clare. Para su más secreto deleite, la dama parecía estar considerando el argumento como si fuera del todo válido.
—No había caído en eso —repuso—. Supongo que en ese caso tendrás que quedarte en la habitación infantil. ¿Vamos en busca de Nana y de Stephen?
El niño suspiró y aceptó la mano que ella le tendía. Acto seguido, miró a West y le explicó:
—Stephen es mi hermanito. No sabe hablar y huele a tortugas podridas.
—No todo el tiempo —protestó lady Clare.
Justin negó con la cabeza, como si ni siquiera mereciera la pena discutir la cuestión.
Cautivado por la fluida comunicación que había entre ellos, West no puedo evitar compararla con la relación que él tuvo con su madre, que siempre miró a su prole como si fueran los hijos de otra mujer que la incordiaran.
—Hay olores mucho peores que los de un hermanito —le dijo al niño—. Mientras estés de visita, te llevaré a que huelas lo más espantoso que tenemos en la granja de la propiedad.
—¿Qué es? —quiso saber Justin, emocionado.
West lo miró con una sonrisa.
—Tendrás que descubrirlo tú mismo.
Lady Clare, que parecía preocupada, dijo:
—Es usted muy amable, señor Ravenel, pero no será necesario que cumpla esa promesa. Estoy segura de que estará muy ocupado. No queremos importunarlo.
Más sorprendido que ofendido por la negativa, West replicó despacio:
—Como desee, milady.
Aparentemente aliviada, lady Clare se despidió con una elegante genuflexión y se alejó con su hijo de la mano como si estuvieran escapando de algo.
Atónito, West los observó sin moverse. No era la primera vez que una dama respetable le daba la espalda. Pero era la primera vez que le escocía.
Lady Clare debía de estar al tanto de su reputación. Su pasado estaba repleto de excesos y borracheras, mucho más que el de cualquier treintañero que se preciara. De manera que no podía culpar a la dama de querer alejar a su hijo de él. Bien sabía Dios que jamás arruinaría a propósito la tierna vida de un niño.
Con un suspiro para sus adentros, West se resignó a cerrar la boca y a evitar a los Challon durante los próximos días. Algo que no sería fácil, ya que la casa estaba plagada de ellos. Después de que los recién casados se marcharan, la familia del novio se quedaría tres o cuatro días más. Los duques querían aprovechar la oportunidad para pasar unos días con viejos amigos y conocidos en Hampshire. Así que se celebrarían almuerzos, cenas, excursiones, fiestas, meriendas al aire libre y largas noches de entretenimientos y conversaciones en el salón.
Como era normal, todo eso tendría lugar a principios del verano, cuando la actividad en la explotación agraria de la propiedad estaba en pleno apogeo. Al menos, de esa forma tenía una razón de peso para mantenerse alejado de la casa prácticamente todo el día. Tan lejos de lady Clare como fuera posible.
—¿Qué haces aquí tan ensimismado? —le preguntó una voz femenina con deje exigente.
Arrancado de sus reflexiones, West miró hacia abajo y se encontró con su prima lady Pandora Ravenel, una joven de pelo oscuro.
Pandora era una muchacha poco convencional: impulsiva, inteligente y casi siempre repleta de más energía de la que era capaz de gestionar. De las tres hermanas Ravenel, ella era la que menos posibilidades tenía de casarse con el soltero más codiciado de Inglaterra. Sin embargo, decía mucho de Gabriel, lord St. Vincent, que hubiera sido capaz de valorarla. De hecho, y según se rumoreaba, St. Vincent estaba localmente enamorado de ella.
—¿Quieres que haga algo? —le preguntó West a Pandora con desinterés.
—Sí, quiero presentarte a mi prometido para que me des tu opinión.
—Cariño, St. Vincent es el heredero de un ducado y tiene una enorme fortuna a su disposición. Solo por eso ya me resulta la mar de simpático.
—Acabo de verte hablando con su hermana, lady Clare. Es viuda. Deberías cortejarla antes de que alguien se te adelante.
West esbozó una sonrisa carente de humor al oír la sugerencia. Tal vez tuviera un ilustre apellido, pero carecía de fortuna y de tierras propias. Además, la sombra de su pasado siempre lo acompañaba. En Hampshire había empezado de cero, entre personas a las que los cotilleos londinenses les importaban un comino. Pero para los Challon era un hombre con una reputación atroz. Un bala perdida.
Y lady Clare era todo un trofeo: joven, adinerada, hermosa, viuda y madre de un niño que había heredado el título y las propiedades ligadas a este. Todos los hombres elegibles del país la perseguirían.
—No me apetece —replicó—. Los cortejos tienen a veces la desagradable consecuencia de acabar en matrimonio.
—Pero ya has dicho en más de una ocasión que te gustaría ver la casa llena de niños.
—Sí, de otras personas. Y puesto que mi hermano y su esposa están trayendo más Ravenel al mundo, yo estoy libre de esa responsabilidad.
—De todas formas, creo que por lo menos deberías relacionarte con Phoebe.
—¿Así se llama? —preguntó con renuente interés.
—Sí, lleva el nombre de un alegre pajarillo cantor oriundo de Norteamérica.
—La mujer que acabo de conocer no es precisamente un alegre pajarillo cantor —le aseguró West.
—Lord St. Vincent afirma que Phoebe es cariñosa y que incluso tiene un carácter un poco coqueto, pero todavía está muy afectada por la muerte de su esposo.
West intentó mantener un silencio indiferente. Sin embargo, al cabo de un instante, no pudo resistirse y preguntó:
—¿De qué murió?
—De una enfermedad que lo fue consumiendo poco a poco. Los médicos nunca se han puesto de acuerdo en el diagnóstico. —Pandora guardó silencio al ver que un nuevo grupo de invitados entraba en el vestíbulo. Se llevó a West hacia el hueco de la gran escalinata y siguió en voz baja—: Lord Clare fue un niño enfermo desde que nació. Sufría de horribles dolores estomacales, fatiga, jaquecas, palpitaciones...; era intolerante a casi toda la comida y apenas si podía mantenerla en el estómago. Probaron con todos los remedios posibles, pero nada funcionó.
—¿Por qué se casó la hija de un duque con un inválido? —quiso saber West, perplejo.
—Fue un matrimonio por amor. Lord Clare y Phoebe se encariñaron de pequeños. Al principio, él se mostró renuente al matrimonio, porque no quería ser una carga, pero ella lo persuadió para aprovechar al máximo el tiempo del que dispusieran. ¿A que es romantiquísimo?
—No tiene sentido —respondió West—. ¿Seguro que no fue un matrimonio apresurado?
Pandora lo miró perpleja.
—¿Te refieres a...? —Hizo una pausa mientras trataba de encontrar una expresión educada—. ¿A que pudieron anticiparse a los votos matrimoniales?
—O eso —contestó West—, o su primogénito era hijo de otro hombre que no estaba disponible para el matrimonio.
Pandora frunció el ceño.
—¿De verdad eres tan cínico?
West sonrió.
—Bueno, esto no es nada. Soy mucho peor. Ya lo sabes.
Pandora agitó la mano por delante de su cara, fingiendo darle una bofetada a modo de bien merecida reprimenda. Él le atrapó la mano con agilidad, le dio un beso en el dorso y la soltó.
A esas alturas habían llegado tantos invitados al vestíbulo de entrada que West empezaba a preguntarse si habría sitio para todos en Eversby Priory. La mansión tenía más de cien dormitorios, sin contar con los aposentos de la servidumbre, pero tras décadas de negligencia muchas alas estaban cerradas o en proceso de restauración.
—¿Quiénes son todas estas personas? —preguntó—. Parecen multiplicarse por momentos. Pensaba que la lista de invitados se limitaba a la familia y a los más allegados.
—Los Challon tienen muchos allegados —repuso Pandora con un deje contrito—. Lo siento. Sé que no te gustan las multitudes.
El comentario sorprendió a West, que estaba a punto de protestar aduciendo que sí le gustaban las multitudes; pero, de repente, cayó en la cuenta de que Pandora solo lo conocía tal como era en la actualidad. En su vida anterior, disfrutaba de la compañía de los desconocidos e iba de un evento social a otro en busca de constante entretenimiento. Le encantaban los cotilleos, el coqueteo y el incesante flujo de vino y de ruido que mantenían su atención constantemente en el exterior. Sin embargo, desde que llegó a Eversby Priory, esa vida le resultaba ajena.
La llegada de un grupo de personas hizo que Pandora diera unos saltitos.
—Mira, ahí están los Challon. —Y añadió con una mezcla de asombro y nerviosismo—: Mi futura familia política.
Sebastian, el duque de Kingston, irradiaba el aplomo de un hombre que había nacido rodeado de privilegios. A diferencia de muchos pares del reino, cuyo físico era de lo más normal, Kingston era un hombre de gran atractivo y belleza física, y podía presumir de una figura delgada más propia de un hombre con la mitad de sus años. Era conocido por su inteligencia y su humor cáustico, y controlaba un laberíntico imperio financiero que incluía, por más asombroso que pareciera, un club de juego para caballeros. En el caso de que sus pares aristócratas encontraran de mal gusto la vulgaridad de poseer semejante negocio, ninguno se atrevía a decirlo en público. El duque era el acreedor de muchas deudas y en su haber se contaban incontables secretos que podrían llevar a muchos a la ruina. Con unas cuantas palabras dichas o escritas, Kingston podía convertir a cualquier joven y presumido aristócrata en un mendigo.
De forma sorprendente, el duque parecía estar profundamente enamorado de su mujer, algo que resultaba muy tierno. Una de sus manos se demoraba en la base de la espalda de la duquesa, lo que ponía de manifiesto que disfrutaba con el contacto de forma indiscutible. Nadie podría culparlo en cualquier caso. Evangeline, la duquesa, era una pelirroja espectacular de voluptuosas curvas y alegres ojos azules, con la cara salpicada de delicadas pecas. Su personalidad parecía cálida y radiante, como si se hubiera impregnado de la luz de un atardecer otoñal.
—¿Qué te parece lord St. Vincent? —le preguntó Pandora con avidez.
West clavó los ojos en un hombre que parecía la versión más joven de su padre, con un pelo cobrizo tan lustroso que relucía como las monedas recién acuñadas. Guapo como un príncipe. Un cruce entre Adonis y un caballero de dorada armadura.
Con deliberada despreocupación, West contestó:
—No es tan alto como esperaba.
Pandora pareció ofenderse.
—¡Es tan alto como tú!
—Me comeré el sombrero si supera el metro y medio. —West chasqueó la lengua para expresar su desaprobación—. Y todavía lleva pantalones cortos.
Pandora le dio un pequeño empujón, dividida entre la risa y la ofensa.
—Ese es Ivo, su hermano pequeño, que tiene once años. Mi prometido es el de al lado.
—¡Aaah! Bueno, en ese caso entiendo por qué quieres casarte con él.
Pandora se cruzó los brazos por delante del pecho y soltó un largo suspiro.
—Sí, pero ¿por qué quiere él casarse conmigo?
West la tomó por los hombros y la obligó a volverse para mirarlo.
—¿Por qué no iba a querer hacerlo? —le preguntó a su vez, con un deje preocupado en la voz.
—Porque no soy el tipo de mujer con el que todo el mundo esperaba que se casase.
—Eres lo que él quiere o, de lo contrario, no estaría aquí. ¿Qué motivos tienes para preocuparte?
Pandora se encogió de hombros, nerviosa.
—No lo merezco —confesó.
—Eso es maravilloso para ti.
—¿Por qué?
—No hay nada mejor que tener algo que uno no se merece. Cuando lo necesites, repite esto: «¡Bien por mí, qué suerte tengo! No solo he conseguido un buen trozo de tarta, sino que además es una de las esquinas con una flor de azúcar y todo el mundo está muerto de la envidia».
Pandora esbozó una lenta sonrisa. Al cabo de un momento, repitió en voz baja, a modo de ensayo:
—¡Bien por mí!
West miró por encima de su cabeza y vio que alguien se acercaba, alguien que no esperaba ver precisamente, y dijo sin poder disimular la irritación:
—Me temo que debo empezar los festejos por tu boda con un asesinato de nada, Pandora. No te preocupes, será rápido y después seguiremos con la celebración.
3
—¿De quién tienes que deshacerte? —Pandora parecía más interesada que alarmada.
—De Tom Severin —respondió West con seriedad.
Ella se volvió para seguir la dirección de su mirada, clavada en el hombre delgado y de pelo oscuro que se acercaba a ellos.
—Pero eres uno de sus amigos más íntimos, ¿no?
—Yo no llamaría «íntimo» a ninguno de los amigos de Severin. Normalmente, intentamos no acercarnos tanto como para poder apuñalarnos.
Sería difícil encontrar a un hombre con treinta y pocos años que hubiera amasado fortuna y poder con la misma velocidad que lo había hecho Tom Severin. Había empezado como ingeniero mecánico que diseñaba motores, luego pasó a diseñar puentes ferroviarios y, a la postre, había construido su propia línea de ferrocarril, y pareció hacerlo con la misma facilidad que un niño que jugara a la pídola. Severin podía ser generoso y considerado, pero sus mejores cualidades no estaban ligadas a la conciencia ni nada que se le pareciera.
Severin hizo una reverencia cuando llegó a su altura.
Pandora respondió con una genuflexión.
West se limitó a mirarlo con frialdad.
Severin no era guapo al lado de los Challon —porque, ¿qué hombre podía serlo?—, ni tampoco era apuesto según los cánones convencionales. Sin embargo, tenía algo que parecía gustarles a las mujeres. West no tenía ni idea de lo que era. Su rostro era afilado y delgado, y tenía una figura desgarbada, casi esquelética, además de ser pálido como un bibliotecario. Tenía los ojos de una mezcla irregular de azul y verde, de modo que a plena luz parecían ser de dos colores distintos.
—Londres empezaba a aburrirme —dijo Severin, como si eso explicara su presencia.
—Estoy segurísimo de que no estás en la lista de invitados —repuso West con mordacidad.
—Oh, no necesito invitación —fue la serena réplica de Severin—. Voy allá a donde me apetece. Hay tantas personas que me deben favores que nadie se atrevería a pedirme que me fuera.
—Yo me atrevería —le aseguró West—. De hecho, puedo decirte adónde irte con exactitud.
Antes de que pudiera continuar, Severin se volvió hacia Pandora y le dijo:
—Usted es la novia. Lo sé por el brillo de sus ojos. Un honor estar aquí, un placer, enhorabuena y blablablá. ¿Qué le gustaría de regalo de bodas?
Pese a las estrictas instrucciones de lady Berwick en cuanto a protocolo, la pregunta hizo que la compostura de Pandora se desinflara como un globo pinchado.
—¿Cuánto se va a gastar? —le preguntó ella.
Severin se echó a reír, encantado por la inocente y grosera pregunta.
—Pida algo grande —le aconsejó—. Soy muy rico.
—No le hace falta nada —terció West con sequedad—. Mucho menos de ti. —Miró a Pandora y añadió—: Los regalos del señor Severin siempre vienen con ataduras. Y dichas ataduras arrastran tejones rabiosos.
Tras inclinarse un poco hacia Pandora, Severin dijo en un aparte, como si estuvieran conspirando ellos dos solos:
—A todo el mundo le gustan mis regalos. La sorprenderé después con algo.
Ella sonrió.
—No necesito regalos, señor Severin, pero es bienvenido a quedarse para mi boda. —Al ver la reacción de West, protestó—: Ha venido desde Londres.
—¿Dónde vas a meterlo? —preguntó West—. En Eversby Priory ya no cabe ni un alfiler. Todas las habitaciones que son un poquito más cómodas que una celda de la prisión de Newgate están ocupadas.
—Oh, no me voy a quedar aquí —le aseguró Severin—. Ya sabes lo que opino de estas mansiones viejas. Eversby Priory es preciosa, por supuesto, pero prefiero las comodidades modernas. Me quedaré en mi vagón particular, en la estación de la mina de la propiedad.
—Qué apropiado —replicó West, molesto—, teniendo en cuenta que intentaste robar los derechos de explotación de dicha mina, incluso a sabiendas de que eso dejaría a los Ravenel arruinados económicamente.
—¿Sigues irritado por aquello? No fue algo personal. Era un asunto de negocios.
Casi nada era personal con Severin. Lo que suscitaba la pregunta de por qué se había presentado para asistir a la boda. Era posible que quisiera relacionarse con la familia Challon, muy bien situada, con algún negocio futuro en mente. O podría estar buscando una esposa. Pese a su ingente fortuna y al hecho de que tenía la mayoría de las acciones de la empresa ferroviaria London Ironstone, no era bien recibido en los círculos de la alta sociedad. De momento, no había encontrado a una familia aristocrática lo bastante desesperada como para entregarle a una de sus hijas en sacrificio matrimonial. Sin embargo, solo era cuestión de tiempo.
West echó un vistazo por la multitud que se congregaba en el vestíbulo, mientras se preguntaba qué pensaba su hermano mayor, Devon, de la presencia de Severin. Cuando sus ojos se encontraron, Devon le sonrió con resignación. «Bien podemos dejar que se quede el muy desgraciado», le decía sin palabras. West respondió con un breve gesto de cabeza. Aunque le habría encantado echar a Severin a patadas de la casa, no sacaría nada de provecho provocando una escena.
—La excusa más simple me bastará para enviarte de vuelta a Londres en una caja de patatas —le d