La maldición de Adonis

María Acosta

Fragmento

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Capítulo 1

El primer día de las vacaciones de verano amaneció soleado.

El edificio donde vivían —ubicado en el barrio NoMad, de Manhattan— había sido un ajetreo constante durante toda la mañana. A la hora del almuerzo, la mayoría de sus compañeros de universidad ya se había ido y solo quedaban unos pocos rezagados que, como ellas, aguardarían hasta la tarde para iniciar su viaje de vuelta a casa.

Acababa de dar la una cuando Suze apareció en el umbral de su cuarto. Estaba terminando de hacer el equipaje y, al elevar un segundo su oscura cabeza, vio aquella figura de modelo californiana apoyada en el marco de la puerta.

—¿Estás lista? —preguntó su amiga, mirándola expectante con sus preciosos ojos verdes.

—Ya casi estoy —aseguró mientras metía las últimas prendas en su bolsa y cerraba la cremallera—. ¡Listo! —Esbozó una sonrisa triunfal—. ¿Me ayudas a bajarlo todo?

—Por supuesto. —Suze correspondió a su gesto y se hizo con una de las bolsas, mientras ella cargaba con la otra.

—¿Te acordaste de devolverle las llaves al señor Cole? —inquirió al tiempo que dejaban cerrado el apartamento y se encaminaban hacia el ascensor.

—Se las di esta mañana. Vino a despedirse y me dijo que le avisara si me decidía a abrir consulta en la ciudad, que me enviaría algunos clientes.

—Qué detalle por su parte.

—Sí que lo es. Y lo cierto es que aún no me he decidido —confesó—. Nueva York está muy bien para empezar, pero creo que mis servicios harían más falta en Munysporth; allí solo tienen un dentista, y me han dicho que va a jubilarse pronto.

—¿Así que planeas robarle el puesto? —bromeó.

—Es posible. —Sonrió.

Salieron al vestíbulo y, de ahí, al exterior, donde cruzaron el sendero de piedra que conducía hasta la verja de hierro forjado que las separaba de la calle. Justo frente a su edificio, estaba aparcado el Nissan rojo de Suze.

Guardaron su equipaje en el maletero, subieron al coche y se pusieron en marcha. Tenían por delante cuatro horas y media de viaje hasta Munysporth, así que su amiga encendió la radio en cuanto pararon en el primer semáforo.

La música de Stereophonics las acompañó en su periplo.

El edificio Healh, en la calle 72 Oeste, era una mole de piedra construida poco antes de la Gran Guerra. Situado no muy lejos de Central Park, su fachada de color crema se elevaba hasta una altura de diez pisos, y tanto el exterior como el interior habían sido decorados siguiendo el estilo art déco.

A última hora de la tarde, Patrick Welsh salía de uno de los espaciosos ascensores en la sexta planta, donde residía. Lucía atuendo deportivo, y su corto cabello negro todavía estaba humedecido tras su paso por las duchas del gimnasio de la planta baja. Era un hombre esbelto, de poco más de un metro ochenta. Rondaba los treinta años y su porte elegante, sus perfectos rasgos faciales y sus grandes ojos azules a menudo lo convertían en el centro de todas las miradas cuando estaba en público.

En este momento, sin embargo, no había nadie presente para verlo cruzar el pasillo hasta su apartamento, mientras hablaba por teléfono.

—Pues claro que iré a verte en septiembre —decía al tiempo que introducía la llave en la cerradura y abría la puerta. Se quedó un instante en el umbral, con una sonrisa en los labios que era cariñosa y triste a la vez—. Yo también te echo de menos, mamá. Estoy deseando verte. Me gustaría...

No pudo decir lo que le gustaría porque en ese instante recibió otra llamada. Se apartó el aparato de la oreja para ver el número y no tardó en reconocerlo.

—Mamá, tengo otra llamada, lo siento —se disculpó haciendo una mueca—. Sí, es del trabajo. Te llamo mañana, ¿vale? Hoy voy a estar ocupado. Te quiero. Adiós.

La madre colgó y el joven tardó unos segundos en pulsar el botón para aceptar la llamada entrante, porque estaba ocupado en cerrar la puerta y dejar su bolsa de deporte colgada en el perchero de la entrada, como era su costumbre.

—Hola, Alicia, ¿qué tal? —respondió, por fin, al adentrarse en el amplio y minimalista salón—. ¿Una propuesta? ¿Decente o indecente? —bromeó e hizo reír a la mujer del otro lado—. No hay problema: tengo la agenda libre hasta septiembre. Y me han dicho que el condado de Essex es de los más bonitos de Nueva York. Sí, por supuesto. ¿Tu hija nos acompañará? —preguntó con curiosidad—. Me dijiste que pasabais los veranos juntas... Claro, estará ocupada con su amiga. Muy bien, entonces. ¿Nos vemos en el aeropuerto? ¿Me mandas el billete o lo llevas tú? De acuerdo, pues el lunes nos veremos a las cinco, en Teterboro. No, no hace falta que me recojas; el portero me pedirá un taxi. Adiós, Alicia, cuídate. Y gracias por invitarme.

Patrick colgó y permaneció en silencio un momento, antes de exhalar un suspiro. Giró sobre sí mismo y encaminó sus pasos hacia el baño, ubicado al final de un corto pasillo que comunicaba el salón con el único dormitorio del apartamento.

Sus proyectos inmediatos eran una ducha caliente y una cena ligera. Había quedado, dentro de una hora, con sus amigos en el OK Club y lo esperaba una noche de juerga hasta la madrugada. Tenía el fin de semana libre, por primera vez en varios meses, y quería disfrutarlo.

Mañana llamaría a su madre y se despediría de ella hasta septiembre... Y el lunes volvería a sus quehaceres.

Comenzaba a anochecer cuando tomaron el desvío hacia Keene y abandonaron la carretera nacional.

Atravesaron la pequeña ciudad y condujeron durante aproximadamente media hora hasta llegar a Munysporth. La carretera se convirtió, de pronto, en la calle principal del pueblo y ambas se vieron sumergidas en un paisaje de colinas y mar, con casitas y edificios victorianos que se apilaban juntos a lo largo de un puñado de calles, las cuáles discurrían en paralelo hacia el interior. En el extremo opuesto se extendía hasta donde alcanzaba la vista el océano Atlántico, bordeado por diez kilómetros de playa de arena dorada.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Phoebe, cuyos ojos negros lo esculcaban todo alrededor.

—Es precioso. ¡Parece salido de una postal!

—Bienvenida a Munysporth, señorita Dillan.

Phoebe rio y la miró divertida.

—Gracias a usted por invitarme, señorita Tindale.

Siguió conduciendo en dirección sur, y pronto dejaron atrás el pueblo. Habían recorrido ya un buen trecho de la sinuosa carretera cuando tomó el desvío a la derecha y el paisaje volvió a cambiar. El océano quedó a sus espaldas y el campo las engulló por completo. A uno y otro lado del camino, surgían de forma intermitente las elegantes mansiones, construidas —algunas de ellas— varios siglos atrás, cuyos moradores solo las habitaban durante el verano y —a veces— en Navidad.

Llegaron hasta el final del camino y este se abrió, de pronto, para mostrarles una gran casa señorial hecha de rústica piedra y madera, con tejado de pizarra y rodeada —por sus cuatro costados— por un muro de piedra oscura que había sucumbido a la invasión de las enredaderas.

—Todo esto es impresionante —dijo Phoebe mientras recorrían el sendero de entrada.

—Es Tindale House —declaró sin poder ocultar el orgu

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