Rebelde obsesión (Hijas del pecado 1)

Claudia Cardozo

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1880

Isabelle guardaba recuerdos muy vagos de su infancia. Si se esforzaba, podía evocar el ruido provocado por muchas personas corriendo de un lado a otro; música surgida de los lugares más insospechados, y el aroma de una cantidad desproporcionada de flores dispuestas allí donde mirara. Quizá fuera entonces cuando desarrolló la alergia que en su juventud le impedía disfrutar de los campos que a sus hermanas parecían gustarles tanto. Pero eso no lo descubrió hasta mucho después, cuando empezó a unir los cabos de su pasado.

Entonces tenía siete años, hablaba poco y era oída aún menos. Sus días pasaban como los de cualquier otro enser en la casa de su madre, una residencia ubicada en un barrio elegante de Londres; no tanto como para indicar que perteneciera a una familia notable de la ciudad, pero lo suficiente para dejar en claro su conexión con alguna de ellas.

La madre de Isabelle era un ente diáfano y omnipresente que parecía englobar en sí todas las características de la casa: ruidosa la mayor parte del tiempo; de ella surgían música y olores a partes iguales, e Isabelle estaba convencida de que ese efecto le acompañaría durante toda su vida. Lo curioso era que apenas conseguía evocar su recuerdo, no más allá de un remolino de cabellos castaños, ojos azules y una piel inmaculada. Podía rememorar con mayor claridad los vestidos que usaba, todos esplendorosos y tan suaves al tacto que muchas veces se vio rozando los bajos de sus trajes como si así pudiera grabar el recuerdo de su suavidad en lo más profundo de su mente. El gusto por la costura también debió de provenir de allí, supuso luego.

Por lo demás, era poco lo que tenía claro de aquella época. Y los recuerdos en sí no eran del todo felices. Su madre no era una mujer particularmente amorosa y apenas le prestaba mayor atención a determinadas horas del día; lo necesario para no parecer desobligada. Después de todo, hacía lo suficiente por ellas y no podían reprocharle nada.

Porque había otras, claro; dos más. Sus hermanas.

Eloise tenía cinco años, era preciosa y la niña más callada que uno pudiera imaginar; apenas abría la boca para pedir atención y podía pasar horas sentada en su sillita en el cuarto de los niños sin que la gente notara su presencia. Isabelle la quería con ese amor que sienten los niños por otros que no consiguen entender del todo; las unía un lazo profundo, y encontraba fascinante el estado de concentración en que parecía vivir todo el tiempo, pero era poco lo que podía obtener de ella en esas circunstancias y se contentaba con quererla e intentar apreciar su peculiaridad.

Clara era otra historia. Demasiado pequeña para hacerse una idea aún de cuál sería su personalidad; lo único que se podía decir de esa niña de tres años era que parecía encontrarse siempre necesitada de atención y que amaba ser consentida. Desafortunadamente, a su madre aquella particularidad estaba lejos de gustarle; le incomodaba verse requerida por sus hijas más de lo necesario. En su opinión, ese era el trabajo de Eliza.

Y qué extraordinario trabajo hizo ella, se decía con frecuencia Isabelle en los años venideros cuando se permitió pensar en el papel de la que consideraba su verdadera madre en su infancia y la de sus hermanas.

La señorita Eliza Bernthold llegó a trabajar a casa de las niñas poco antes del nacimiento de Clara. Por aquella época, Isabelle estaba por cumplir cuatro años, y Eloise era apenas un bebé que lloraba poco pero que aun así requería mucha atención. Fue una amiga de su madre quien recomendó a esa mujer que había visto por sus hijos hasta que ellos dejaron de necesitarla y fue reemplazada por un tutor que los preparara para la escuela. Sin trabajo y sin familia en la ciudad, la señorita Bernthold no dudó en aceptar el puesto de inmediato y prometió que haría lo que estuviera en su mano para salvaguardar el bienestar y la felicidad de las niñas. Desde luego, ni ella ni nadie más podía imaginar entonces cuánto de verdad había en sus palabras y cómo el destino se encargaría de obligarla a cumplir con su promesa.

En lo que a su padre se refería, era poco o nada lo que Isabelle hubiera podido decir. Dudaba haberlo visto nunca; aún más, con frecuencia se preguntaba, con la ignorancia propia de los niños, si habría siquiera existido. Su madre jamás hablaba de él; cuando mucho mencionó una vez en su presencia que le recordaba un poco a él por el mentón pronunciado y los aires de mando. Por lo demás, era una sombra que, valgan verdades, jamás echó en falta más allá de alguna ocasión en que se preguntó si le habría gustado y si él hubiera mostrado más interés por ella del que era una constante en su madre.

La única figura masculina que podía recordar en su vida era lord D.

Lord D era un buen amigo de su madre. Un hombre encantador. O cuando menos ella lo llamaba así siempre que se refería a él; claro que también usaba otros adjetivos, pero en esa época Isabelle era demasiado pequeña como para entenderlos. Lord D era también el padre de Clara y el hombre más orgulloso que alguien podría imaginar.

Todos en la casa conocían su identidad y se comportaban en su presencia en concordancia a ello. Isabelle veía varias espaldas doblarse y muchos ojos bajando la vista cuando Lord D rondaba por allí. Pero ella y sus hermanas, niñas al fin, lo consideraban tan solo un hombre pomposo y un poco afectado que siempre tenía algunas palabras indulgentes para ellas. Y obsequios. Muchos obsequios.

A su madre aquello último parecía encantarle; las niñas nunca tenían suficientes vestidos, alhajas y juguetes para su gusto. Lord D accedía a sus caprichos sin mayores reparos, y aunque era obvio que no sentía especial cariño por Isabelle y Eloise, las trataba con la misma displicencia que mostraba para con su propia hija, si bien era justo reconocer que a esta última le deparaba unas muestras de afecto mucho más evidentes.

Y así transcurrieron los primeros años de la vida de Isabelle al lado de su madre y sus hermanas. Marcada por la indiferencia de la primera y la tibia complicidad que empezó a desarrollar con las segundas. Arropada por el amor de la señorita Bernthold y la figura siempre omnipresente de lord D.

Las cosas cambiaron de golpe poco antes de su octavo cumpleaños, sin embargo. Ella lo recordaba con vaguedad, pero había cosas que se habían quedado grabadas a fuego en su mente; y aunque durante los años que siguieron se esforzó mucho por olvidarlas o hacer como si nunca hubieran ocurrido, la verdad era que hubiera podido enumerarlas sin mayores problemas.

Lo primero que ocurrió fue la llegada de la carta.

Isabelle se encontraba jugando en el cuarto de los niños con la señorita Bernthold. Ella maniobraba con una de sus muñecas en tanto mantenía sujeta a Eloise con la mano libre, bien asentada contra su pecho; Clara tenía un leve resfrío y hacía unos ruiditos desde su cama mientras les dirigía unas miradas lánguidas.

Tras días de mucho trabajo, Isabelle había conseguido coser nuevos vestidos para varias de sus muñecas, reemplazando los finos satenes de sus primeros trajes por unos más sencillos que ideó usando restos de telas que una de las doncellas sustrajo del cuartito de ropa blanca que custodiaba el ama de llaves. La niña se encontraba exultante con el resultado pese a las co

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