Conquistando a Mr. Darcy

Ivette Chardis

Fragmento

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Capítulo 1

El secreto de los Brawn

A los dieciséis años, Bethany participó en el ritual secreto de los Brawn, llevado a cabo bajo unas estrictas normas, sobre las cuales no podía poner resistencia por mucho que lo intentara.

Su curiosidad era más grande que su testarudez, y debía aceptar la voluntad de sus padres si quería ser iniciada, tal y como le había sucedido a su hermana Janet hacía apenas tres años. Aunque las dos compartían amistad y cariño a partes iguales, fue imposible sonsacarle nada del viaje que había hecho junto a sus progenitores.

Un inicio que provocaría un antes y un después en sus vidas. Colaborar en la empresa familiar era uno de ellos, además de ser la elegida para las misiones más excitantes.

Los Brawn poseían una tienda de antigüedades en el centro de Londres. A ojos de una adolescente podría estar exento de emoción. Sin embargo, Bethany sabía a ciencia cierta que el trabajo de sus padres no trataba solo de atender a los clientes en el local, sino que el magnetismo de aquella profesión radicaba en la búsqueda de los objetos más estrafalarios que existieran.

Su época preferida, los temidos años veinte del siglo XXI. En 2064 pasaba algo desapercibida la era de la pandemia. Vacunarse cada año contra la COVID era tan natural como reír. Sin embargo, a ella le fascinaban las mascarillas de tela, cuyos coleccionistas abundaban, al igual que las tabletas y los móviles de pantallas enormes.

No se sentía cómoda con las lentillas de última generación con capacidad para conectarse a las redes. Se pagaba con un simple pestañeo y con otro se ligaba sin ningún contratiempo, a sabiendas que aquella persona era totalmente afín. ¿Dónde estaba la pasión, la adrenalina de no saber cómo podría terminar una historia?

Los artefactos de principios de siglo gozaban de una excelente aceptación en el mercado, pero existían otros mucho más viejos que conservaban un aspecto impoluto. Los Brawn eran famosos por ello y Bethany reconocía el misterio que albergaba un banco de madera tallado, ni más ni menos, en el siglo XVIII, y que todavía oliera a madera recién cortada.

Janet se quedó al cuidado de su hermana menor Kate —de seis años— para que, en marzo del 2064, ella y sus padres pudieran viajar, en su decimosexto cumpleaños, hasta el condado de Derbyshire; y de allí a la mansión Pemberley, en el campo.

Se alojaron en una gran mansión del siglo XIX convertida en hotel y, aunque no se sentía atraída por la época victoriana ni por la regencia —como la mayoría de los ingleses—, sí que empezó a experimentar una ligera armonía rodeada por los árboles que conformaban el bosque frondoso que cercaba la casa, por el cual podía escaparse a realizar su caminata habitual y recorrer el río. Jugar a tirar piedras, evadirse del bullicio de la ciudad y, sobre todo, calmar su mente antes de los exámenes finales.

Sin embargo, pese a aquella afinidad con la naturaleza, la curiosidad carcomía a Bethany. Esperaba algo más que estrechar lazos con sus progenitores; saludar a los empleados, que los reverenciaban como si fueran los propietarios; sonreír y quedar bien, nada fuera de lo normal.

Tiró una última piedra, con fuerza, contra el agua; las ondas expansivas provocaron que los peces huyeran, y el grito de su madre la sobresaltó de tal manera que su malhumor aumentó.

—¡Ya es la hora!

—¿Para qué?

—Para mostrarte el camino...

La suite a la que la llevaron estaba despojada de muebles. Su madre encendió cuatro velas situadas en los extremos, que representaban a los cuatro puntos cardinales. En medio de la sala, un círculo de sal.

Bethany se cubrió la boca con la mano para esconder una carcajada. Parecía sacado de una mala película de terror. Su padre carraspeó desde el fondo. Su sombra fue mucho más evidente cuando las velas se prendieron. Dio un respingo, no esperaba para nada tanta ceremonia.

—¿No debo ponerme una túnica? —preguntó todavía con la risa en la garganta.

—Bethany, por favor, compórtate.

—¿No tengo que limpiar mi aura...?

—¡Silencio! —rogó su padre.

Bethany optó por no ponerlos más de los nervios. Su padre, normalmente, no era muy estricto, por lo que su seriedad la alarmó. Llevaba consigo una pequeña caja de música tallada con exquisitez. Se acercó a ella y se la entregó.

—Que la música te muestre si eres la elegida. —Le hizo un signo para que avanzara y se colocara en el centro del círculo de sal.

—Ahora, hija mía, emprenderás un viaje en el que no podremos acompañarte. Debes ser valiente. La sangre de los Brawn te protegerá. Nos mantendremos anclados hasta tu vuelta.

Bethany no entendió el significado de esas palabras. Se habían vuelto locos. Daban demasiada importancia a las reliquias. Tenían su valor, por supuesto. Un negocio que los había convertido en una de las familias más prósperas de la zona y del gremio; sin embargo, transformarlo en una cuestión de merecimiento, dependiendo del ADN, parecía irracional. Pero sus padres, normalmente, se comportaban como si fueran de otra galaxia, y ella se había acostumbrado a sus extravagancias desde niña.

Abrió la caja de música y esperó a que sonara la melodía tal y como le habían indicado. No sucedió nada.

—¡La figurita tiene que bailar!

Bethany chasqueó la lengua. La trataban como a una cría.

Intentó girar la diminuta llave de la caja de música hacia la derecha; no obstante, la bailarina, que alzaba una pierna por encima de su cabeza, no se movió. Inspeccionó la caja. Buscaba un mecanismo, pero era tan vieja que algo debía de estar obstaculizándolo.

Su madre, desde lejos, le hizo señas. Con la tenue luz de las velas, solo pudo intuir unos extraños gestos. Finalmente, ambos progenitores giraron sobre sí mismos hacia la izquierda, y adivinó lo que querían darle a entender.

Sujetó la llave e hizo lo mismo, como si quisiera atrasar las horas en un reloj analógico. El suelo de madera se desvaneció bajo sus pies. Estrechó la caja de música contra su pecho y se agachó por instinto.

Chilló cuando las ventanas desaparecieron. Cerró los ojos. Respiró profundo y esperó a que el balanceo de la tierra se detuviera. Contó diez hasta diez antes de abrirlos.

—¡Virginia, ven aquí! —Escuchó la voz de un muchacho a lo lejos. Los dedos pequeños de una niña la tiraron al suelo—. ¿Qué has hecho, Virginia? Lo siento, señorita, ¿se ha hecho daño?

Bethany batió por fin las pestañas y comprobó que la persona que le hablaba era un chico de su edad, muy bien parecido. Se sonrojó nada más verlo. No porque no estuviera habituada a relacionarse con el género masculino, sino por su cortesía.

En otras circunstancias, hubiera contestado con una grosería y el muchacho hubiera huido despavorido por su mal carácter. Sin embargo, debido a la extraña situación en la que se encontraba, se dejó llevar por una amabilidad algo inusual en ella.

—Estoy bien, gracias.

—Fitzwilliam Darcy sexto, encantado.

Bethany se levantó de golpe.

—Bethany Brawn segunda. —Estrechó la mano del chico con fuerza.

Fitzwilliam abrió los ojos, espantado, y Virginia se burló de los dos.

—Corre a casa, renacuaj

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