¡A sus órdenes! (Enredos con la ley 6)

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Capítulo 1

Principios de febrero

Marcos miraba el móvil con fijeza. Era la tercera vez que le llamaba y la tercera vez que no respondía, quitándole la voz para que el sonido no lo tensara todavía más de lo que estaba. ¡Qué estupidez haber borrado su contacto tanto tiempo atrás, se lamentó, si tenía el número de Julia grabado a fuego en la memoria! Claro, que mejor que cualquier recuerdo sobre ella estuviese en su cabeza y no en su corazón. Le había quedado bastante maltrecho y, aun así, en ese momento latía a, como mínimo, cien pulsaciones por minuto. Ni haciendo series le bombeaba tan deprisa.

Tenía que contestar, sabía que tenía que hacerlo, y no solo para demostrarse que no era ningún cobarde, no debía explicaciones a nadie y sabía que le sobraban valor y cojones para enfrentarse a lo que fuera que tuviese que decirle.

Pero eso mismo, el motivo de tan extraña llamada debía de ser muy importante para que un domingo al azar contactase con él tras de once años. Aun así, ¿qué cojones querría, después de tanto tiempo?

No había sabido de ella desde que desapareciera. Firmaran el divorcio exprés —algo novedoso entonces— al año de haberse cumplido su boda, como la ley exigía para evitar primero la separación, aunque hiciera ya diez meses que habían roto no solo la convivencia, sino cualquier tipo de relación.

Desde que ella le había dejado, se recordó, a los dos meses de casarse.

Los papeles llegaron a su domicilio, Julia no mezclaba lo personal con lo profesional y, por tanto, no usaría ningún medio de comisaría, en un sobre marrón de papel verjurado con su nombre y dirección escrito a máquina, completamente impersonal. Ni una nota que lo acompañase, ni una llamada o un email previo que le advirtiese de la documentación que estaba por llegar. Nada.

Y ahora Julia marcaba su número tres veces en una sola mañana; en concreto, en menos de dos horas. Tanta insistencia debería de preocuparle, pero hacía años que la borró de su vida, volviéndose inmune a los momentos vividos. Lo que no explicaba su corazón acelerado, pues, en verdad, había obliterado cualquier recuerdo y vivido sin mirar atrás.

Dejó de parpadear su nombre en la pantalla después de casi un minuto de insistencia. Respiró hondo, sabiendo que el alivio duraría poco.

Sintiéndose un crío, decidió llamarla él. Se sirvió un vaso de agua helada a pesar de que los termómetros marcaban once grados —lo que significaba bastante frío en Valencia—, abrió las cortinas del comedor para poder ver el mar, aprovechando que vivía en un pequeño piso enfrente del puerto, cerca de la villa de la novia de su amigo Mateo y que el horizonte se divisaba desde los enormes ventanales de suelo a techo de su comedor, y se sentó en el sofá, obligándose a calmarse, preparándose para lo que vendría.

Llevaba, en realidad, un buen rato pensando en cómo contestar, guardándose la rabia que le había sorprendido, aflorando con una intensidad inesperada. Un terremoto de grado máximo en la escala de Richter.

Cogió el móvil y, en lugar de darle a rellamada, marcó de memoria, demostrándose lo que ya sabía: habría olvidado a Julia, pero no su número, y eso decía mucho en contra de sí mismo.

Ella lo cogió al segundo tono.

—¿Marcos?

Escucharla de nuevo le afectó durante un instante. Bromeó mucho en el pasado con ella al respecto, diciéndole que se había enamorado de su voz de locutora de radio, tan sensual. Esa voz que le había susurrado en la cama detalles muy calientes de lo que quería.

—Sí, soy Marcos —respondió con tono neutro, no queriendo reconocer que sabía quién era, deseando restarle importancia, una que no merecía—. Tengo tres llamadas perdidas suyas, ¿con quién hablo, por favor?

Su voz de policía afloró, seria, segura.

Si creyó o no que no conocía a su interlocutora, no le importó. Y si a ella le dolía, le irritaba o le daba igual, no quería saberlo.

—Marcos, soy yo: Julia. —La sintió titubear—. Julia Córdoba. —Silencio—. ¿Cómo estás?

Temblando, se dio cuenta; estaba temblando. Y la piel parecía querer salírsele del cuerpo.

—Sorprendido —mintió, en cambio—. ¿Está todo bien? ¿Ocurre algo?

—Sí, sí —se apresuró a responder, esquivando la pregunta; hacía mucho tiempo que había perdido el contacto con su padre y mantenía el mínimo con su madre—. Todo bien. Mis padres se hacen mayores, ya sabes, pero bien.

Sus padres eran un par de cabrones que, esperaba, ardieran en el infierno en el que tanto creían el día que les llegase la hora.

—Me alegro. —El tono indiferente lo desmentía.

Volvió a callar, un silencio que se prolongó más de quince segundos.

—Vas a ponérmelo difícil, ¿no? —la escucho preguntarle, con voz cansada.

Apretó el puño derecho, el que no sostenía el teléfono, con fuerza hasta que los nudillos se le volvieron blanquecinos.

—No pretendo ponértelo de ninguna manera, Julia. Estoy sorprendido, eso es todo. Ha pasado mucho tiempo.

—Sí —le confirmó—: más de diez años.

Su tono parecía apenado. ¡Que no tuviera la vergüenza de simular dolor!, se indignó. No lograría alterarle dijera lo que dijese. O no más de lo que ya estaba, se lamentó, viendo cómo sus manos seguían temblando ligeramente.

—¿Y? —le espetó—. Dudo mucho que esta sea una llamada de cortesía.

—Más o menos. Te llamo precisamente para avisarte, por cortesía.

Todo el cuerpo del inspector Puig se puso alerta. Quiso gritarle que no tuvo esa misma cortesía el día que desapareció, así que bien podía meterse su sentido de la buena educación por donde le cupiese.

«Calma, indiferencia», se exigió.

—¿Avisarme? ¿Va a haber un ataque del ISIS en la ciudad? —Se felicitó por su chanza, su voz incrédula.

Sabía, además, que ya no estaba en la Unidad, que era como llamaban en la Policía Nacional a la brigada central antiterrorista: la Unidad Central de Inteligencia o UCI.

Pero no reconocería haber estado atento a nada que tuviera que ver con su vida.

—¡Espero que no! —No necesitaba verla para saber que estaba sonriendo, solo por su tono lo entendió y algo en él se enterneció. ¡Maldita mujer!—. Hace algunos años que dejé inteligencia, en todo caso.

—Ajá —atinó a contestar, buscando el equilibrio en sus emociones.

Lo sabía, sabía que era inspectora jefe de la UPR, Unidad de Protección y Reacción, en la capital. Que había ascendido entrando en otra brigada diferente y que su carrera apuntaba a meteórica.

—Te llamo por eso, por un nuevo cambio de destino. Me han ofrecido un puesto como inspectora jefe en la Policía Judicial… —Que no lo dijera, rogó Marcos, la espalda rígida y las sienes latiéndole con fuerza; que no se atreviera a decirlo— …de Valencia. Quería que lo supieras por mí.

Cayó vencido contra el respaldo del enorme sofá. Julia en Valencia… eso era todo lo que su cabeza repetía: Julia. En. Valencia.

—¿Marcos? ¿Sigues ahí? —preguntó ella, extrañada después de más de diez segundos de silencio.

—Sí, claro —se aclaró la voz—, pero no sé qué esperas que diga. ¿Cuál es la respuesta correcta a eso? ¿Enhorabuena?

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