Un revólver y siete rosas (Serie Elizabethtown 1)

Brenna Watson

Fragmento

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Prólogo

Virginia, junio de 1864

Le dolían tanto los pies que apenas podía continuar avanzando. Desde que habían abandonado Cold Harbor, donde la Unión había sufrido una de sus mayores derrotas, se habían dirigido a Petersburg para unirse al asedio de la ciudad. Allí pretendían hacerse con el control de aquel punto estratégico y cortar las comunicaciones ferroviarias que abastecían al ejército del general Lee.

Gabriel Sinclair no recordaba cuántas horas llevaba caminando y, cuando al fin alcanzaron su destino y obtuvieron permiso para descansar, lo primero que hizo fue quitarse aquellas malditas botas. Contempló, con una mueca de dolor, sus pies ensangrentados y los dedos casi agarrotados y deformes a fuerza de llevar un calzado dos números menor al que le correspondía. Al menos, pensó, no iba descalzo. No hacía muchos días que había contemplado el cadáver de uno de aquellos confederados, que había cubierto sus pies con pedazos de cartón pintados de negro.

A su lado se tendió su primo Russell. Él y Mitchell Chapman, Mitch, parecían los únicos conformes con su indumentaria, el último a causa de unas relucientes botas que le había hecho llegar su padre desde Saint Louis, aunque al parecer seguía echando de menos sus zapatos Oxford. «No hay como tener un padre banquero», se dijo, aunque sin atisbo de acritud. Mitch era un buen chico, y generoso además. Compartía con sus compañeros casi todo lo que le hacían llegar desde casa, desde dulces a camisas nuevas. De hecho, le había sugerido a Gabriel intercambiar con él las botas de vez en cuando, solo para que pudiera descansar los pies, pero se había negado a aceptar. Ya era suficiente con que sufriera uno de los dos, aunque en ocasiones, como esa en concreto, se arrepentía de no haber accedido.

David Cassane se sentó cerca de ellos, apoyó la espalda contra un árbol y, como era su costumbre, abrió aquel cuaderno de tapas negras que siempre llevaba con él para ponerse a escribir. Gabriel admiraba su capacidad de concentración. Era capaz de abstraerse hasta en las condiciones más adversas.

—¿Qué crees que escribirá ahora? —preguntó Brett McFarlane con su habitual sonrisa. Se dejó caer junto a Russell, que protestó cuando lo empujó sin querer—. Si no hemos hecho otra cosa que caminar durante días.

—Seguro que está escribiendo sobre ti —bufó Russell.

—Entonces necesitará un cuaderno más grande —bromeó Brett.

Mitch había encendido un pequeño fuego y colocado una cafetera encima. Por suerte, en ese momento disponían de agua en abundancia, aunque nunca se sabía cuánto iba a durar la buena fortuna. Gabriel aún recordaba la última vez que había recogido el agua de lluvia con sus botas y había tenido que beber de ellas antes de llenar su cantimplora.

David finalizó su escritura antes de lo acostumbrado, guardó el cuaderno en el bolsillo superior de su chaqueta, y la pluma, con sus iniciales grabadas, en el macuto.

—¿Qué creéis que hacemos aquí? —les preguntó a bocajarro.

—Impedir que los confederados entren o salgan de Petersburg —respondió Mitch, que siempre parecía el mejor informado de todos.

—Es decir, que esto puede alargarse durante días.

—Sí, supongo.

Cuando la cafetera comenzó a silbar, Mitch la retiró del fuego y sirvió café para todos. Gabriel nunca había sido muy aficionado a aquella bebida tan amarga, pero era una de las pocas cosas que el ejército distribuía con profusión.

Mientras disfrutaban de aquellos minutos de descanso, observó a los hombres que lo rodeaban uno a uno. Se habían conocido en Pennsylvania, al poco de alistarse en el ejército, y en los tres años infernales que llevaban juntos se habían vuelto inseparables. Juntos también padecieron hambre y sed, un calor abrasador y un frío que a punto estuvo de llevárselos al otro lado. Se habían curado mutuamente las heridas y compartido las provisiones y, en las noches más oscuras, se habían consolado compartiendo lágrimas y sueños. Eran los mejores amigos que un hombre podía tener, estaba convencido.

Gabriel Sinclair aún no podía saber lo que les aguardaba, ni sospechar siquiera que muy pronto iban a perder a uno de ellos en la que sería conocida como una de las acciones más sangrientas de toda la guerra: la batalla del Cráter.

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Capítulo 1

Elizabethtown, Kansas. Octubre de 1870

El sol aún estaba alto cuando Eleanor Montgomery se bajó del tren en Elizabethtown. La estación no era más que un conjunto de tablas desbastadas y una pequeña oficina, con los cristales tan cubiertos de polvo que era imposible apreciar si había alguien en su interior. Un hombrecillo emergió del edificio para ocuparse de que su equipaje fuese colocado en el andén. Cuando el tren se puso en marcha de nuevo, le dedicó una leve inclinación de cabeza y regresó a su cubículo. Eleanor recorrió con la mirada el modesto apeadero para cerciorarse de que su marido, James Montgomery, no había acudido a recibirla.

Tras casi una semana de viaje desde Richmond, Virginia, llegaba por fin a su destino, al Salvaje Oeste del que tanto había oído hablar. Se preguntó una vez más si había tomado la decisión acertada. Un año antes, tras el fallecimiento de su madre, le sugirió a su esposo la idea de reunirse con él en el Oeste, pero James alegó multitud de buenas razones para que no lo hiciera, y ella se plegó a sus deseos.

La guerra le había arrebatado a Eleanor cuanto poseía, empezando por su padre y sus dos hermanos, y luego su plantación de tabaco, que vio arder hasta los cimientos a manos de los yanquis. Su madre y ella se vieron obligadas a aceptar la generosidad de los Cathaway, viejos amigos de la familia, para poder sobrevivir.

James Montgomery III había sido amigo de su padre toda la vida, a pesar de ser algo más joven, y había aceptado la propuesta de desposar a su hija como un favor personal. Su fortuna había sucumbido bajo el ejército del general Ulysses S. Grant, al igual que la de Eleanor y su familia, y los habitantes del viejo Sur habían tratado de estrechar aún más los lazos que los unían. Con veinticuatro años ya cumplidos, Eleanor seguía soltera, y las posibilidades de encontrar un esposo apropiado se habían desvanecido con la guerra. Su padre, que se recuperaba de una herida por aquel entonces que acabaría con él meses después, había propuesto un matrimonio de conveniencia que fue aceptado por ambas partes. Eleanor recordó, no sin cierto rubor, su noche de bodas. James era veinte años mayor que ella, un viudo bien parecido que resultó ser un hombre considerado y atento, en el lecho y fuera de él. Hacía años que Eleanor había abandonado sus sueños románticos de juventud, y vio el matrimonio con James como la última oportunidad de no convertirse en una solterona.

Solo un mes después del matrimonio, él se había mudado al Oeste en busca de fortuna, con la esperanza de regresar con dinero suficiente como para empezar de nuevo. Cinco

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