1
Altenmarkt im Pongau, Austria. Mayo de 2014
Klaus se detuvo ante una roca limpia y decidió sentarse a esperar. Dejó los bastones a un lado y con un golpe de talones se sacudió la nieve de las raquetas que llevaba fijadas en las botas. Su compañero venía detrás con paso más lento por aquel estrecho pasaje. Estaban realizando una caminata en la nieve, una actividad que desde hacía tiempo deseaba hacer, lejos de las pistas y el bullicio de los esquiadores. Era sábado, y tenía reservada una habitación de hotel en Altenmarkt im Pongau, una pequeña ciudad de turismo invernal situada al sur de Salzburgo, en los Alpes austríacos, rodeada de pistas para esquiar donde había buen ambiente de copas por la noche.
Un rayo de sol se coló entre las nubes que, retenidas por la cadena montañosa, habían cerrado por completo el cielo. Eran las doce de la mañana y los caprichosos listones de luz a modo de espadas se situaron frente a Klaus, internándose en una estrecha sima situada varios metros más abajo, cerca del camino que había dejado atrás junto a su compañero.
Del interior de aquella grieta, hasta entonces oscura y tenebrosa, emergió un pequeño destello, como un foco, yendo a chocar contra la pared rocosa donde Klaus estaba apoyado. Movido por la curiosidad, alzó la mano para comprobar que aquello no era un espejismo por el cansancio y la colocó en medio del haz luminoso. Confirmó entonces que había algo brillante en el interior de la hendidura que había captado la luz solar y la devolvía hacia el exterior. Inclinó su cuerpo para intentar descubrir qué provocaba esa anormalidad, aprovechando que las nubes habían cedido espacio para que el sol, como en una premonición, iluminara aquella oscuridad.
Peter llegó sudoroso y respirando con dificultad. Había cumplido los treinta y ocho años practicando sus deportes favoritos, el esquí y el snowboard, y aunque le atraía todo lo relacionado con la nieve, aquella caminata con raquetas propuesta por su amigo le estaba costando más trabajo del que imaginaba. Necesitaba un descanso.
—¿Has visto eso? —preguntó Klaus mirando hacia abajo. Peter se inclinó también, pero solo vio nieve y rocas—. Mira allí, en esa grieta.
Peter dirigió ahora su mirada hacia el lugar que indicaba su amigo y advirtió que salía un pequeño resplandor.
—Quizá se trata de un trozo de cristal y está devolviendo la luz del sol.
—Los cristales no reflejan. Los espejos sí. O cualquier objeto metálico. ¿Qué puede haber ahí que brilla de esa forma? ¿Algún mineral?
—Es posible. La fábrica de cristales de Swarovski está más al oeste, en Wattens, cerca de Innsbruck. Quizá esta zona esté cargada de minerales.
—¿Qué te parece si bajamos a echar un vistazo?
Peter accedió sin dudar. La idea de iniciar el camino de regreso le atrajo más que seguir subiendo. De nuevo se pusieron en marcha y descendieron lentamente hasta colocarse justo al borde de la hendidura. Ayudados por la inesperada colaboración del sol, les fue fácil examinar el interior de aquel resquicio de un metro de ancho y otros tres de largo, de paredes rugosas y oscuras. El interior estaba lleno de nieve hasta un metro por debajo de la superficie donde ellos se encontraban. En una primera ojeada no hallaron nada que provocara aquella luminosidad. Klaus dirigió su mirada hacia la cornisa donde habían estado antes y comprobó que el haz de luz continuaba allí, en un círculo perfecto, marcado en la roca. Siguió entonces la dirección de procedencia y le señaló la zona izquierda de donde se encontraba él. Decidió entonces caminar hacia allí para rodear la abertura y colocarse en el lado opuesto.
—¡Ahí está! Es algo metálico y redondo, como un reloj...
Peter corrió entre la nieve para colocarse junto a su amigo. Se arrodilló en el borde y alargó su cuerpo para acercarse más.
—Klaus... Ahí hay algo más... —dijo mientras se despojaba de las gafas protectoras para la nieve y forzaba su vista hacia el interior.
Klaus se introdujo de un salto en la grieta. La luz del sol desapareció de repente, secuestrada entre las nubes que no querían dar tregua aquel día. El montañero se acercó despacio, y al llegar al lugar de donde la luz había brotado se inclinó y alargó su mano para tocar aquel pequeño objeto.
—Es un reloj... Sí... ¡Joder...! ¡Y el propietario también está ahí...! ¡Hay que llamar a las autoridades...! —dijo con voz trémula, abandonando el lugar como alma que lleva el diablo.
2
Hay veces que una decisión tiene consecuencias inimaginables para el resto de tu vida. Elegir la pareja adecuada es una de ellas, sobre todo si tienes que decidir entre dos personas totalmente diferentes. Casi siempre es el corazón el que se inclina hacia uno de los dos, aunque suele equivocarse. Pero ¿quién puede guiarnos en esos momentos de ceguera en que solo vemos las cualidades del otro? ¿Qué hay de física o de química en un enamoramiento? ¿Por qué elegimos a éste y no a aquél a la hora de profesar unos sentimientos que a veces nos desbordan sin ninguna lógica? Estas preguntas son de Trivial, y diría que casi imposibles de contestar, pues si los sentimientos se pudieran controlar, la vida no tendría alicientes.
Recuerdo que mi Abuelo me dijo una vez que no se conocía profundamente a alguien hasta que no se comía con él un saco lleno de sal, utilizándola para sazonar huevos fritos. Eso es mucho tiempo. También decía que no es bueno sentir rencor, ya que es una emoción que termina por dominarte y amargarte la existencia. «La mejor venganza es ser feliz.» Es el lema que más repitió a lo largo de su vida, lo que indica que él fue una persona dichosa, y también que supo elegir bien a su pareja. Es el único caso que he conocido hasta ahora.
Desde hace unos años disfruto de aparente calma, sin sobresaltos ni temores. Es algo extraordinario, pues mi vida ha transcurrido en medio de un continuo terremoto con bruscas sacudidas, todas desagradables, que me han hecho fuerte, o al menos aparentarlo, pues ya no se me ocurren más desgracias que me puedan sobrevenir a quitarme el sueño. El terreno por donde he pisado siempre ha sido inestable, y siempre cuesta abajo, en una pendiente imposible de enderezar, donde he logrado seguir en pie gracias a algún saliente o tronco al que asirme para ralentizar mi inevitable descenso. No es pesimismo, es pura resignación.
Pero todo esto ha cambiado. Mi madrastra y yo somos felices ahora. Por primera vez nos sentimos a gusto en un sitio después de haber perdido nuestro hogar, nuestra vida, incluso nuestra identidad, pues nos hacemos pasar como madre e hija a pesar de que no tenemos lazos de consanguinidad, y ni siquiera mi verdadero nombre es Laura. También por primera vez estamos haciendo planes de futuro, dejando atrás un pasado de pesadilla. Llevamos cuatro meses viviendo en Salzburgo y Sofía trabaja como diseñadora en una joyería muy importante que tiene sucursales por todo el mundo. Sus superiores valoran mucho su trabajo y ella se pasa el día en casa haciendo bocetos de joyas en oro y piedras preciosas. Ahora sale un poco más a la calle, y las crisis de pánico que sufría hace tiempo son cada vez más esporádicas.
Sofía estuvo casada con mi padre, aunque la he llamado mamá desde que la conocí, porque ha sido una auténtica madre para mí, y su padre fue un auténtico abuelo, mi Abuelo. Ella también ha sufrido mucho. Tiene cuarenta y dos años pero aparenta menos. Es atractiva, tiene el pelo largo y castaño, y sus ojos marrones emanan una dulce mirada que inspira confianza. Cuando salimos juntas le halaga que comenten que, aunque físicamente no nos parecemos, pues yo soy rubia y tengo los ojos azules, no parece mi madre, sino mi hermana mayor. Estudió Arte y Diseño en Nueva York y trabajó como diseñadora de joyas en la empresa de su padre hasta que su vida se vino abajo.
En cuanto a mí, tengo veintiún años y he pasado la mayor parte de mi vida en un internado. Después me instalé en la casa de mi padre cuando éste se casó con Sofía. Gracias al cariño de mi Abuelo y el empeño que puso en enseñarme el secreto de las flores mientras cuidaba el jardín de casa, conseguí nada más llegar a Salzburgo un trabajo a media jornada en una floristería. Allí me encargo de hacer ramos, centros de mesa y todo lo relacionado con las flores. Margit, la dueña, se encarga de la tienda, y Jean, mi compañero, de los repartos y el invernadero. Mi jefa es una mujer elegante y con mucho estilo, tiene unos cuarenta y cinco años y a pesar de ser una experta en el cuidado de flores tropicales, en especial las orquídeas, no es demasiado habilidosa haciendo centros o ramos de flores. Tenía otra empleada pero se casó y se marchó a Viena, y andaba buscando desesperadamente una nueva que le ayudara con los encargos.
Cuando vi el cartel en la puerta ofreciendo trabajo, no dudé y entré. La primera prueba que me hizo Margit fue montar un centro de mesa de flores secas. Tomé un canasto, pegué la espuma de poliuretano al fondo y fui colocando rosas secas, cortando los tallos y pinchándolos desde dentro hacia fuera, las del centro más altas y rebajando la altura en los alrededores. Con paciencia fui clavando ramitas de romero y flores de lavanda, que con su toque malva acompañaban a las rosas amarillas y las hojas verdes, rellenando todos los huecos para que no se viera la base. Al terminar, advertí su mirada de satisfacción y me contrató aquel mismo día.
Además de este trabajo, desde hace un mes tengo otro empleo de dos tardes a la semana en una academia de idiomas. El sueldo no es demasiado alto, pero lo paso muy bien como lectora de español. Los alumnos son de todas las edades, desde adolescentes a universitarios, y hay también un grupo mayor de cuarenta años que dan mucho juego en clase, ya que ofrecen diversidad de opiniones durante las conversaciones en español.
En mi tiempo libre me dedico a pintar. Es mi gran pasión, a la que me gustaría dedicarme en el futuro. Para mí supone una evasión y una necesidad. Cuando me coloco frente al lienzo no tengo claro qué voy a hacer. Después, rebusco en la memoria y comienzo a dar pinceladas que se van uniendo y creando formas. Sofía me ayuda dándome ánimos y comparándome con grandes artistas, pues yo soy algo derrotista en cuestión de autoestima.
Hace un par de semanas, mientras pintaba en la Kapitelplatz, conocí a un pintor que también había colocado allí su caballete. Vestía de forma algo bohemia, con camisa de flores y pantalones vaqueros. Yo lo encontré encantador. Le calculé unos veintiocho o treinta años, de piel muy blanca y ojos castaños. Tenía una sonrisa franca y mirada entrañable. Se llama Norman. Cuando le dije que era española, me pidió que le hablara en mi idioma para recordar lo que había aprendido durante las temporadas que pasó recorriendo mi país. Gracias a él he ido perfeccionando mi técnica con el dibujo y el retrato. Después de nuestro primer encuentro me invitó a tomar una copa en una terraza y me contó divertidas anécdotas de sus años bohemios, cuando recorría Europa con su mochila. Yo le escuchaba embelesada y con cierta envidia. Había tenido una vida intensa, con una juventud plena de amigos, viajes y experiencias.
Cuando me preguntó sobre mí, no sabía qué contarle, pues oficialmente yo había vivido en las islas Canarias toda mi vida, pero no era verdad. La realidad es que había crecido sola. Durante los ocho años que estuve interna en un colegio, jamás recibí la visita de un familiar y no salí ni en vacaciones para ir a un hogar conocido; y de mis posteriores experiencias no me apetecía hablar. Norman me dijo que le gustaba mi estilo y se ofreció a ayudarme a mejorar la técnica, pero como yo apenas tenía tiempo, quedamos en llamarnos los fines de semana cuando realizara alguna excursión para pintar al aire libre.
3
El anuncio de la aparición del cadáver de Lukas Tillman en una estación de esquí de los alrededores de Salzburgo cayó como una losa en el estado de ánimo de Tobías Hayes. Jamás pensó que podía estar muerto, y hasta el instante en que recibió la terrible noticia había guardado un resquicio de esperanza de que algún día regresara a Londres para retomar su vida. Sin embargo, sintió una íntima satisfacción personal al comprobar que él no se equivocó. Estaba seguro de que el hijo de su íntimo amigo no era el tipo superficial que todos creyeron cuando dejó una carta en su casa de Austria informando a la familia de que se marchaba a vivir su vida y no regresaría nunca. No, Lukas no les había abandonado, como hasta ahora todos habían pensado. Tanto él como la familia Tillman siempre sospecharon que había algo oscuro en aquella espantada tan sorprendente como inesperada.
La última vez que Tobías habló con Lukas, éste le había transmitido el fastidio por las ideas conservadoras de James con respecto a la dirección de la compañía Tillman, un conglomerado de empresas cuya actividad principal eran los medios de comunicación, abarcando periódicos nacionales, cadenas de televisión y editoriales; pero tenía grandes proyectos en los que trabajaba entusiasmado. Lukas era una gran persona, de corazón noble y leal, y con una buena dosis de sensatez. Lo había visto nacer, crecer y madurar. Tenía discusiones con su progenitor, aunque todo estaba dentro de la normalidad de las diferencias generacionales. Tobías era como un segundo padre para Lukas, y estaba seguro de que se habría comunicado con él si hubiera estado vivo. Ahora comprendía por qué nunca regresó a Londres: había fallecido veinticuatro años antes en Austria.
Tobías Hayes era un hombre singular, de gran estatura y cabello corto plagado de canas, con anchas espaldas y complexión atlética, a pesar de tener setenta y dos años. Las gafas con montura al aire y el elegante traje a medida que vestía a diario le ofrecían un aspecto dinámico. Era el presidente y fundador de uno de los más prestigiosos bufetes de Londres. James Tillman, el padre de Lukas, había fallecido veinte años antes y fue su mejor amigo. Ambos habían sido compañeros de universidad en Oxford, se licenciaron en Derecho y fundaron el bufete. Años más tarde, James Tillman se dedicó a los negocios después de que su esposa heredase una gran fortuna, que supieron invertir con éxito en empresas de medios de comunicación. Tobías siguió manteniendo una excelente amistad con Tillman, y fue su bufete quien se hizo cargo del gabinete jurídico de todas las empresas pertenecientes al grupo. Tras la muerte de James, Tobías asumió temporalmente la presidencia de la empresa hasta que, cuando transcurriera el plazo del fideicomiso establecido en su testamento, los herederos tomaran posesión de la herencia. El plazo de quince años se había cumplido cuatro años atrás y Tobías cedió el testigo al único heredero, regresando a su puesto en el bufete, desde donde continuó asesorando al nuevo presidente.
Ahora, y gracias a las relaciones empresariales y personales que sembró durante su etapa de presidente temporal en la Tillman, el bufete que dirigía se había convertido en uno de los más reputados del país, con un gran número de abogados en plantilla que asesoraban a las más importantes corporaciones nacionales.
4
Aquella mañana Sofía González se levantó temprano. Su mirada se dirigió a la sala contigua a la cocina, de grandes ventanales y muebles funcionales. Era un apartamento pequeño y acogedor situado en Linzergasse, en la orilla derecha del río Salzach, en Salzburgo, pero al fin podía decir que estaba todo en su sitio, tanto en aquel hogar como en su vida. Laura y ella se habían instalado en Austria hacía solo unos meses y estaba ilusionada con iniciar allí una nueva vida, gracias a su trabajo en una empresa de joyería que le ofrecía la seguridad económica que había perdido años atrás.
Mientras tomaba un café, Sofía pensaba en algo que decía con frecuencia su difunto padre: que toda nuestra vida ya está escrita, que al nacer ya tenemos programado el momento y la hora de nuestra muerte. Cuando alguien fallecía bruscamente o demasiado joven, siempre había quien, con la buena intención de consolar a sus familiares, sentenciaba que había llegado su hora, que era su destino o que Dios había decidido llevárselo. Y si te habías casado con una persona que no te convenía, es que esa persona estaba predestinada a ser tu pareja, te gustara o no. Y si habías encontrado un buen trabajo, o uno muy malo, es que estaba esperándote y no podías negarte a tu destino.
Pero Sofía ya no pensaba igual. La vida no era una novela que ya estaba escrita con su prólogo, trama y epílogo. Eran decisiones puntuales las que marcaban su futuro, su pasado, su presente. Tomar o no el avión el día que se estrelló fue una decisión suya. Bajar por las escaleras el día que el ascensor cayó al vacío fue una decisión suya... Y dejar a su primer marido por otro hombre también fue una resolución de Sofía, tomada con osadía, eso sí, pero propia al fin y al cabo. Y si su segundo matrimonio también terminó mal, esta vez no fue culpa suya; pero mientras fuera consciente de su responsabilidad al tomar aquella decisión, los remordimientos serían solo de ella. No quería volver atrás.
Sofía aún sentía el fracaso sobre sus hombros. Se había dedicado a cuidar de los demás, a complacer a todos. Su ex marido le exigió mucho y ella aguantó hasta que ya no pudo más. A Laura, aquella niña insegura y ávida de cariño que su ex marido trajo a casa, le había ofrecido más amor que su propio padre biológico. Ahora las dos estaban solas y arruinadas, trabajando para sobrevivir, cambiando de ciudad y país cada cierto tiempo por miedo a ser localizadas. Después de años de vida nómada, había aceptado aquella situación, y en medio de aquel desastre se sintió libre. Su segunda ruptura matrimonial significó para ella un nuevo fracaso personal, pero también la liberación de unas invisibles cadenas que le impedían pensar por sí misma, obrar a su aire, hablar, salir y entrar sin temor a encontrar una llamada perdida en el teléfono o una mirada amenazante. Ahora tenía otra identidad, vivía su vida y podía llorar libremente su dolor, odiar con toda su furia al hombre sádico y egoísta que la había arruinado psicológica y económicamente, y también ofrecer todo su amor a Laura sin tener que disimularlo para no molestar a su propio padre.
El ruido de unos pasos descalzos en el pasillo le devolvió a la realidad. Laura apareció en el umbral de la cocina. Su melena rubia aún estaba revuelta y solo vestía una camiseta con un dibujo de flores talla XL que le cubría hasta la mitad de los muslos.
—Buenos días. ¿Quieres un café?
—Sí, por favor —dijo Laura sentándose sobre un banco alto frente a ella, en la barra de la cocina—. Estoy muerta, anoche estuve leyendo un libro hasta las tantas, y al apagar la luz recordé que había quedado con Norman. Me envió un mensaje ayer por la tarde para ir hoy a pintar a Kapitelplatz. Tengo un autorretrato a medio hacer y quiero terminarlo siguiendo sus instrucciones.
—¿Norman es tu amigo el pintor?
—Sí. Y lo hace realmente bien. Cuando empieza a explicar las técnicas de la pintura te aseguro que me quedo hipnotizada escuchándole. Es un tipo supereducado, con una gran preparación y un don de gentes que ya lo quisiera para mí. Y si vieras cómo dibuja... es capaz de realizar un bosquejo con todo detalle sin levantar el lápiz del lienzo, y en pocos minutos. ¡Cómo le envidio...!
—Tú tampoco lo haces mal. Has estudiado Arte y pintas unos cuadros preciosos; solo tienes que perfeccionar la técnica; ya verás cómo cada vez lo haces mejor. Estoy segura de que con la ayuda de Norman y tu talento llegarás muy lejos en el mundo del arte. —Sonrió con ternura.
—¡Uf! Mami, creo que tienes demasiada confianza en mí...
—Por supuesto que la tengo. Y creo que ese pintor podrá ayudarte a adquirir seguridad en ti misma y convencerte de que eres una gran artista, además de una joven extraordinaria, inteligente y, sobre todo, una buena persona. Ahora tienes que creértelo tú misma.
—Lo intento. Puede que algún día lo consiga.
—Pues ya es hora, cariño. Bueno, si te vas a pintar, yo dedicaré la mañana a estudiar alemán; necesito practicar un poco más y dejar de comunicarme en inglés.
—Ya estás más suelta, lo noto. Con unas cuantas clases de gramática podrás integrarte en tu trabajo y con el resto de la gente.
—Mi memoria ya no está tan fresca como la tuya y a veces me cuesta recordar palabras que aprendo a diario. Por suerte, tú lo dominas a la perfección.
—Sí, es una de las pocas cosas que tengo que agradecer a mi padre, el haberme pagado una buena educación. ¿Y tus diseños, qué tal van?
—Le he enviado por e-mail mis últimos trabajos y comentarios al director artístico. Le han gustado mucho y ha insistido en que debería ir a trabajar a la central, pues tienen más medios y unos ordenadores más potentes que el mío, con programas en 3D muy sofisticados.
—Deberías hacerle caso. Tienes que salir a la calle y volver a ser una persona normal, mami.
—Es que aún no me siento segura. No puedo evitar la sensación de que hay alguien detrás de mí...
—No hay nadie. Estamos a salvo, y para siempre. Ahora tenemos que mirar hacia delante y dejar atrás nuestros demonios. Bueno, nuestro demonio. No debo hablar en plural. Solo era uno, y de los temibles.
—Tienes razón, no puedo dejarme vencer. Tengo que hacer un esfuerzo. Creo que voy a decirle que sí al director y me iré a trabajar a la central. Te confieso que a veces necesito salir de aquí y pasear, ver gente, ir de compras...
—Es una idea excelente. Me alegra oírte decir eso. Si quieres, podemos salir esta tarde a dar un paseo por el casco antiguo.
—Estupendo...
5
Tobías Hayes escuchó por el interfono la voz de su secretaria informándole de la llegada de la persona que había citado. Dejó su cómodo sillón de cuero para dirigirse a una mesa redonda situada junto a la ventana, donde recibió al visitante con un cálido abrazo y le invitó a sentarse.
El otro hombre era Simon Green, gerente de una prestigiosa agencia de detectives privados. Tenía una peculiar mirada de ojos marrones, vivos e inteligentes. Su recio cuerpo le proporcionaba un aire de seguridad en sí mismo que inspiraba confianza. Rondaba los cincuenta años y había trabajado para el servicio secreto del gobierno británico hasta que decidió dar el salto a la empresa privada, creando la que actualmente era la más acreditada agencia de detectives del país, con excelentes contactos entre la policía, la Interpol y servicios de seguridad extranjeros. Tobías confiaba en él, pues había demostrado con creces su eficiencia en algunos casos muy complicados, donde su colaboración fue crucial para ganar el juicio.
—Aquí tienes toda la información que hemos recabado hasta el momento sobre Lukas Tillman. El informe de la autopsia y la fecha aproximada de su muerte. Como ya sabes, apareció congelado en los alrededores de una estación de esquí cercana a Salzburgo, por lo que la identificación física fue posible y no arrojó dudas gracias a la intervención de su único pariente vivo. Según me han informado las autoridades, no encontraron ninguna documentación, pero en el reverso del reloj de oro que llevaba puesto estaba grabado su nombre y su apellido con una fecha: 25.12.1989 —dijo abriendo una carpeta de cuero de la cual extrajo un dossier que entregó al abogado.
—Yo también recibí una foto por e-mail. Era Lukas Tillman, le identifiqué con facilidad. Lo conocía bien, y te confieso que no entiendo nada. Creía que estaba vivo y guardaba la esperanza de que regresara algún día. Cuando desapareció, todos creímos que se había marchado a Nueva York. Me dijeron que había volado el día 25 de enero de 1990 desde Austria —comentó con escepticismo.
—Eso se pensó en un principio. En los documentos que me entregaste se detallan todas las actuaciones realizadas por los detectives que James Tillman contrató para localizar a su hijo en los meses posteriores a su desaparición. Entre ellas hay un minucioso estudio de las listas de embarque del avión que supuestamente había tomado hacia Estados Unidos, pero el informe concluye que Lukas Tillman no voló ese día. También se analizaron los vuelos en días posteriores y desde varios aeropuertos situados en los alrededores de Salzburgo, llegando a la misma conclusión —informó el investigador—. Lukas no tomó ningún vuelo porque ya estaba muerto.
—¿Cómo estás tan seguro de la fecha de su muerte?
—Realizó un último pago con su tarjeta de crédito en un restaurante de Altenmarkt im Pongau, la estación de esquí en cuyos alrededores apareció su cadáver, con fecha 23 de enero de 1990.
—Y después subió la montaña y cayó en aquella grieta llena de nieve... —le interrumpió Tobías Hayes, moviendo la cabeza con incredulidad—. Me cuesta aceptar lo que estoy conociendo ahora sobre la muerte de Lukas. El pobre James murió sin saber que su hijo no le había dejado plantado; había muerto congelado dos días antes de tomar el vuelo que había reservado.
—No ocurrió como estás suponiendo. Este caso no es tan simple como parece. Ahí tienes el informe de la autopsia. Lukas Tillman murió debido al consumo de una fuerte dosis de cocaína pura mezclada con alcohol.
—¿Cocaína? —Tobías se incorporó en su asiento frente a él—. ¡Eso es imposible...! Lukas no tomaba drogas. No puedo imaginarle haciendo ese tipo de cosas...
—Las autoridades de Austria tienen abierta una investigación, pero como el cuerpo no presenta fracturas ni signos de violencia, carecen de indicios para sospechar que alguien haya intervenido en su fallecimiento —continuó el investigador—. Para la policía de Salzburgo es un caso más de muerte por sobredosis.
El abogado se removió incómodo en el sillón.
—No puede ser... No sé qué diablos ocurrió ese día, pero no puedo creer que decidiera evadirse de esa forma.
—Quizá estaba pasando un mal momento personal y se dejó llevar... —insinuó el investigador alzándose de hombros.
—¿Has examinado sus movimientos bancarios en los meses posteriores?
—Eso también lo hizo su padre. El día antes de morir sacó una gran cantidad de dinero en efectivo de un banco de Salzburgo, exactamente diez millones de chelines austríacos, y al día siguiente pagó la factura del restaurante con su tarjeta de crédito. A partir de ese momento no volvió a tocar sus cuentas.
—No lo entiendo. El día anterior dispone de un buen montante en efectivo y sin embargo paga con la tarjeta de crédito en el restaurante, ¿Qué haría con el dinero?
Simon Green se alzó de hombros indicando su ignorancia.
—Desapareció. Su padre nunca llegó a recuperarlo.
Un incómodo silencio se extendió por la sala. El abogado se levantó y se dirigió al ventanal. Su mirada estaba perdida. Aquellos datos lo habían dejado desconcertado. Empezaba a tener sospechas, aunque no tenía claro hacia dónde dirigirlas, a atar cabos, a revivir detalles insignificantes que ahora regresaban nítidos a su memoria, comentarios, recuerdos...
—Estoy algo confundido, Simon. Lukas y su hermana Sandra eran como unos hijos para mí. Ninguno de los dos se merecía un final así, tan... inexplicable. Y ahora esto. No sé, hay algo que no encaja: todos creímos que Lukas estaba vivo, que se había marchado del país y abandonado la compañía por las diferencias que tenía con su padre. Sin embargo, ahora su cuerpo ha sido encontrado y su muerte ha quedado reducida a una sobredosis de droga por parte de la policía. Cuatro años después, su hermana Sandra desapareció también y se la dio oficialmente por muerta. Perdimos a los tres miembros de familia Tillman en menos de cinco años. James murió de cáncer, pero sus dos hijos desaparecieron en unas circunstancias muy extrañas... Esto no tiene sentido. ¿Crees que Sandra aparecerá algún día? —preguntó tras unos instantes de silencio.
—¿Viva o muerta, como Lukas?
—No sé...
—Seamos pragmáticos, Tobías. Si después de más de dos décadas Sandra no ha regresado ni ha dado señales de vida, no creo que esté viva. Tenía una familia, no es lógico que la abandonara voluntariamente —replicó el investigador.
—Tienes razón. Sandra estaba tan llena de vida... No merecía tener un final así, tan extraño. Y ahora esto. Lukas falleció debido a una sobredosis... Me cuesta aceptar la causa de su muerte; él no era esa clase de persona. Desde que recibí la noticia no hago más que darle vueltas a este asunto, pero no encuentro respuestas. No queda nadie de la familia Tillman. Parece que una maldición cayó sobre ellos... y mi instinto me dice que hay algo oscuro en este asunto que supera la racionalidad.
Simon Green alzó los hombros una vez más manifestando su escepticismo.
—Si quieres, investigo, pero tienes que darme más datos para iniciar la búsqueda...
—No tengo demasiados... —Movió la cabeza con pesar—. ¿Sabes si el presidente de la compañía Tillman está informado de estas últimas novedades?
—Él voló a Austria para repatriar el cadáver de Lukas. Seguramente le ofrecerían una copia de la autopsia con las circunstancias de su fallecimiento. Sin embargo, no lo ha publicado en los medios de comunicación que dirige.
—Él es el primer interesado en no difundir algo que pueda manchar el prestigio de la compañía y de la familia Tillman, después del protagonismo que ha acaparado durante el funeral, convirtiéndolo en un evento social e invitando a políticos y celebridades de la ciudad. Estoy seguro de que Lukas habría deseado una ceremonia más íntima. Y tampoco me gustó el discurso que pronunció en la iglesia, describiéndole como un ser triste y desgraciado. Le faltó poco para insinuar que se había suicidado. Yo no pertenezco a la familia Tillman, pero fui la persona más cercana a Lukas después de su padre y su hermana, y la semblanza que hizo de él nada tenía que ver con el auténtico Lukas. Se nota que no le conoció en profundidad. —Tobías movió la cabeza con disgusto.
—Yo tampoco le conocí, pero me gustaron más las palabras que tú le dedicaste.
—De todos modos, es de agradecer que le hiciera ese homenaje póstumo. —Tobías dirigió su mirada hacia el investigador—. Ahora quiero saberlo todo sobre la muerte de Lukas. Averigua qué pasó el día de su muerte, con quién estuvo y por qué murió congelado en aquella fosa.
—Estoy trabajando en ello, Tobías. Tengo contacto directo con el responsable de la investigación en Salzburgo y en unos días viajaré allí para recabar datos personalmente —concluyó el investigador.
6
Alberta von Kluger, la madre de Lukas y Sandra Tillman, había nacido en España. Su padre, Sascha von Kluger, era un poderoso industrial alemán, fabricante de armas durante el III Reich, que trasladó su residencia a Madrid en 1945 tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de las autoridades aliadas, pues presentía su inminente detención. Los juicios de Núremberg habían comenzado y seguían juzgando a colaboradores del gobierno nazi. El delito que se le imputaba era haber utilizado a prisioneros judíos internados en campos de concentración como mano de obra en su poderosa industria de acero y carbón, que estuvo al servicio del gobierno durante la guerra. Decidió entonces instalarse en España, en un lujoso palacete en Madrid. En su país natal había dejado en buenas manos el negocio, que dirigía a distancia desde la capital española.
Diez años después de terminar la guerra, la orden de detención contra él había sido revocada, y aunque todo había regresado a la normalidad, Sascha von Kluger decidió no tentar a la suerte y se instaló junto a su esposa y sus dos hijos, Markus y Alberta, en una casa situada en el tranquilo pueblo de St. Wolfgang, a orillas del lago Wolfgang, en los alrededores de Salzburgo y cerca de la zona de actuación de su industria, ubicada en Munich. Desde allí siguió al frente del negocio.
Markus, el primogénito, estaba destinado a tomar el relevo de su poderoso padre. Sin embargo, su muerte en un accidente de esquí cuando solo contaba treinta años truncó el destino de aquella estirpe. Su hermana Alberta se había instalado en Inglaterra junto a su marido James Tillman, un brillante abogado perteneciente a una familia acomodada de la alta sociedad londinense. Cuando Markus falleció de manera inesperada en 1970, los Tillman se trasladaron a Austria durante unos años para hacerse cargo de los negocios familiares, pues el patriarca se encontraba enfermo. Tras la muerte de Sascha von Kluger, James Tillman y su esposa Alberta tomaron una decisión que hizo tambalear los cimientos de la industria del acero en Alemania, vendiendo el imperio creado por él y desprendiéndose de todas las posesiones familiares en el continente excepto de la villa de St. Wolfgang, que conservaron como residencia de vacaciones. Después regresaron a Londres, donde invirtieron en sociedades relacionadas con la edición y los medios de comunicación, un terreno en el que James tenía ya inversiones que le reportaban grandes beneficios. En pocos años los Tillman multiplicaron por diez el capital invertido, eran dueños de revistas y diarios nacionales y una de las familias más influyentes de Londres.
Lukas Tillman era el heredero en quien su padre había puesto la confianza para continuar la tradición empresarial. Sandra, la benjamina de la familia, recibió una esmerada educación en un exclusivo internado mientras su hermano estudiaba en Eton desde muy temprana edad. Su punto de encuentro en vacaciones era la villa familiar de Austria. Pero la desgracia siguió golpeando la estirpe Von Kluger: Alberta, la madre de Lukas y Sandra, falleció de una leucemia fulminante cuando ellos eran adolescentes. Aquel primer encuentro con la muerte produjo un fuerte impacto en Sandra, que estaba muy unida a su madre. Lukas era cinco años mayor y estuvo a su lado protegiéndola, pues sabía que era algo impresionable. Sin embargo, poco después se volvieron a separar cuando se marchó a Oxford para estudiar en la universidad. La menor de los Tillman se quedó sola en Londres, con un padre invisible dedicado por completo a los negocios y sin un referente que seguir.
Lukas Tillman era un tipo fiable, de rectitud moral inquebrantable, dispuesto a solucionar los problemas de los demás. A Sandra, por el contrario, su padre la había consentido más que al primogénito. Aunque era franca y generosa, su carácter voluble y anárquico le había dado más de un quebradero de cabeza a la familia. Sandra se marchó a París para estudiar en la Escuela de Arte y vivir intensamente, disfrutando de fiestas, amigos y viajes por el mundo. Lukas terminó los estudios en la universidad y se incorporó a la compañía familiar que su padre dirigía con mano dura. A veces discutía con él por sus diferentes puntos de vista sobre cómo realizar alguna inversión. James Tillman era un hombre testarudo y dominante que no escuchaba demasiado a sus asesores, ni siquiera a su propio hijo. A veces añoraba sinceramente a Alberta, su difunta esposa, que sabía cómo manejar aquellos conflictos familiares. En el fondo reconocía haber sido un pésimo padre que apenas paraba en casa y había descuidado la educación de sus hijos.
En una de sus frecuentes discusiones, Lukas decidió poner tierra por medio, dejó su casa de Londres y se trasladó a Austria unos días. Aquélla fue la última vez que le vieron con vida. En la casa de St. Wolfgang, Lukas dejó escrita una carta dirigida a su padre diciéndole que renunciaba a todo: a la herencia, al trabajo y a su vida anterior. Pedía que no le buscasen porque no iba a regresar nunca. Aquella carta era una despedida para siempre. Dos días más tarde tomó un vuelo a Nueva York. O al menos eso fue lo que todos creyeron, al hallar junto a la carta una factura de la reserva del vuelo. Jamás volvieron a verle.
James Tillman no estaba bien de salud y su hijo lo sabía. Por esa razón, cuando conoció su repentina renuncia sintió el dolor punzante de la ingratitud. A pesar de todo, anhelaba desesperadamente el regreso de Lukas y empleó gran determinación en encontrarle, aunque fuera en el más lejano confín de la tierra. Contrató detectives, vigiló sus movimientos bancarios, trató de localizarle en Estados Unidos y en Europa y entre su círculo de amigos. Pero no obtuvo resultado alguno. James Tillman murió de cáncer cuatro años después sin saber que su hijo había fallecido el mismo día que había escrito la nota de despedida.
7
El salón del White, el exclusivo club de caballeros de Londres, estaba casi desierto aquella mañana. Solo uno de sus miembros leía plácidamente el Daily Telegraph alrededor de la mesa situada junto a la famosa ventana de arco en la planta baja. En el otro extremo, Tobías Hayes se levantaba en aquel momento de un sillón de cuero para despedir a su acompañante, un hombre de unos sesenta años elegantemente vestido con traje a medida y corbata a juego con un pañuelo que le asomaba del bolsillo de la chaqueta.
El nuevo presidente de la compañía Tillman accedió a la sala. Exhibía un cuerpo bien proporcionado, cuidado a base de ejercicio, que le ofrecía un aspecto más joven de lo que su documento de identidad señalaba, pues estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Al atractivo físico había que sumar su carisma, con un carácter resuelto e ingenioso y grandes dotes de persuasión. Después de esperar casi cuatro años, había sido admitido como socio en aquel selecto club que ofrecía a sus miembros un espacio exclusivo y privado donde relajarse y relacionarse con la élite social y económica del país, desde políticos, dueños de grandes fortunas o aristócratas. Saludó con un gesto al hombre que acababa de despedirse de Tobías Hayes y se dirigió hacia éste. Un camarero uniformado se acercó y le pidió lo mismo que Tobías: un whisky escocés.
—Es un placer volver a verte, Tobías. Quería agradecerte personalmente las amables palabras que dedicaste a Lukas en su funeral. Realmente fueron conmovedoras —dijo sentándose en un sillón a su lado, alrededor de una mesa baja.
—Lukas era como un hijo para mí. Es lo menos que podía hacer.
—Lástima. Quién lo iba a decir... Tan joven... Cuando me enteré de las circunstancias de su muerte me costó entenderlo. Era un tipo atormentado, con un padre demasiado dominante, pero nunca esperé que se rindiera tan fácilmente. Quizá no pudo aguantar la presión y tomó el camino más corto. Supongo que sabes lo de la sobredosis...
—Sí, y aún me cuesta aceptar la forma en que murió.
—Quizá no era consumidor habitual y al tomar más de la cuenta perdió el conocimiento y se cayó en la nieve.
—Lukas no tomaba drogas. Y tampoco era una persona que sufriera altibajos —insistió el abogado.
—Entonces ¿cuál es tu teoría sobre la causa de la muerte? Él dejó escrita una carta de despedida...
—No lo sé. Pero estoy seguro de que antes de hacer cualquier disparate habría contactado con su hermana o conmigo. Manteníamos una relación fluida.
—Yo presencié algunas discusiones entre Lukas y su padre, aunque no esperaba que la cosa hubiera llegado tan lejos.
—Yo tampoco. Él confiaba en mí.
—Lo sé. Los Tillman te tenían en gran estima, y no les defraudaste.
—Nuestras familias tuvieron durante décadas una excelente relación. Era un deber para mí cuidar y proteger sus bienes en los quince años que estuve al frente.
—Yo espero continuar esa tradición. —Sonrió afable—. No llevo su sangre, pero me siento obligado a perpetuar su memoria. A través de la Fundación Tillman estoy inmerso en la conclusión de un bonito proyecto: una escuela de arte que llevará el nombre de Sandra Tillman. Te enviaré una invitación para la ceremonia de inauguración, que será dentro de unas semanas. Tengo ya confirmada la asistencia del alcalde de Londres y pronto obtendremos respuesta de Buckingham Palace. Quizá asista la esposa del príncipe Eduardo, Sophie Rhys-Jones.
—Es todo un éxito —comentó el abogado—. He oído que vas a construir un hospital que llevará el nombre de Lukas...
—Sí. La fundación ha adquirido los terrenos y pronto comenzarán las obras.
—Eres muy generoso.
—Soy un hombre agradecido. Yo no era la persona destinada a recibir la herencia de esta familia. Sin embargo, el azar tiene a veces estos caprichos; soy consciente de mi responsabilidad y he empeñado mi palabra ante la sociedad londinense para que el apellido Tillman sea recordado en generaciones futuras.
Tobías elevó la vista y observó que un hombre de mediana edad accedía al salón. Le hizo un gesto con la mano y se levantó despacio.
—Ahí está la persona con quien tengo concertada una comida de negocios. Ha sido un placer volver a verte.
—Para mí también. Nos vemos en la inauguración de la escuela de arte.
—Si estoy en Londres en esa fecha, por supuesto que acudiré —se despidió Tobías.
8
La Línea de la Concepción, Cádiz. Junio de 1977
Aquella noche había luna llena, viento de Levante con rachas fuertes y nubes altas. En la playa de La Atunara, una lancha rápida se movía sigilosamente por la orilla. El mar estaba revuelto y una luna demasiado grande aparecía de forma intermitente en la bahía. La noche ofrecía posibilidades: era sábado, y la policía estaba en otros menesteres vigilando la multitud que se había reunido en el Estadio Municipal situado a pocos metros de la frontera con Gibraltar para asistir al mitin del Partido Socialista Obrero Español, donde un joven líder, Felipe González, esperaba turno para salir al escenario mientras un grupo de rock ofrecía un concierto de música a la multitud congregada allí como preámbulo de su discurso.
El piloto navegó en línea recta mar adentro, y cuando consideró que estaba lo suficientemente lejos, viró para dirigirse hacia el Peñón. El viento arreciaba con fuertes ráfagas provocando olas que sacudían la embarcación. Minutos después comenzó a aminorar la marcha, pues el viaje era demasiado corto: solo mil metros separaban la playa de La Atunara de las aguas de Gibraltar, el paraíso del tabaco Winston y Marlboro.
Desde lejos observó un destello intermitente que le hacía señales indicándole el punto exacto de la recogida. Las luces del aeropuerto aparecían ahora como dos largas serpientes amarillas en la pista de aterrizaje, que comenzaba en el mar en un extremo y terminaba también en el mar en la zona de poniente. Toño las veía desde La Línea y escuchaba cada día el rugido de los aviones que despegaban o aterrizaban.
La operación se realizó en pocos minutos. La lancha atracó en un pequeño muelle al abrigo de la Roca por su cara este. Aparecieron unas sombras cargadas con cajas de cartón y las lanzaron sobre la parte posterior de la embarcación. Toño se encargó de colocarlas y desplegó un toldo para cubrirlas. Una de las sombras subió a bordo para acompañarle en su camino de vuelta a La Línea. Era un adolescente de cabello rubio oscuro y ojos azules. Toño arrancó el motor para dirigirse a aguas profundas y dio un fuerte acelerón, provocando el sobresalto del joven.
—¡Vamos, Willy, ahora o nunca! —gritó.
El joven le imitó con un fuerte alarido. Era su primer viaje, y si todo salía bien, a la explosión de adrenalina se le unía la expectativa de conseguir un buen puñado de billetes. Miró a Toño, de unos veinticinco años, pelo negro y lacio peinado con la raya al centro y mechones largos que le salían de la nuca; su nariz era ancha y aguileña y los profundos ojos oscuros enmarcados por unas pobladas cejas revelaban su pertenencia a la raza gitana.
Ambos estaban disfrutando de unos instantes de acrobacias sobre las olas cuando, de repente, una potente luz apareció frente a ellos y les paralizó el aliento: era una lancha del servicio de guardacostas de la Guardia Civil. Toño sintió pánico. Todo había resultado demasiado fácil: salir de la playa, amarrar en Gibraltar, recoger el tabaco y regresar. Las instrucciones en caso de problemas eran claras y tajantes: deshacerse de la carga.
—¡Tira las cajas, Willy! ¡Corre! —gritó Toño paralizado por el terror—. ¡Lánzalas por la borda...!
—¡No! Estamos muy cerca del Peñón! ¡Da la vuelta! ¡Vira el timón! ¡Vamos! —gritó el adolescente con aplomo.
El piloto maniobró con inseguridad bajo el potente foco del barco de vigilancia costera que les ordenaba detenerse y se acercaba cada vez más.
—¡Toño! ¡Me cago en tus muertos! ¡Da la vuelta! ¡Ya! ¡Acelera, vamos hacia el Peñón...!
—¡Nos van a disparar...! —gritó el aludido.
—¡No tendrán cojones...!
Toño pisó fuerte el acelerador y giró en redondo.
—¡Acelera! ¡Vamos, coño! —exigía Willy.
—¡Alto! ¡Detenga el motor...! —seguía ordenando el altavoz tras la luz cegadora.
Willy puso las palmas de las manos sobre su frente a modo de visera para protegerse del potente foco y siguió gritando a su compañero, que luchaba por escapar de las autoridades. Al fin pisó a fondo el acelerador y la lancha lanzó un rugido sobre el mar. Ahora los dos mercenarios volaban sobre las encrespadas olas de regreso hacia Gibraltar. Unos metros, solo faltaban unos metros para cruzar la línea divisoria entre España y la colonia. ¡Al fin! Ya estaban en aguas británicas. Pero la embarcación de la Guardia Civil no se detenía, a pesar de que llevaban una ventaja considerable.
—¡Corre más, que nos alcanzan! Acerquémonos a tierra, allí no se atreverán a seguirnos —pidió Willy.
La lancha redujo la velocidad y se refugió en un paraje al abrigo del Peñón, cercano al lugar donde habían realizado la carga solo unos minutos antes. Desde allí advirtieron que sus perseguidores viraban para regresar hacia La Línea de la Concepción. Toño miraba a todos lados con los sentidos agudizados por el miedo.
—Ahora debemos esperar unas horas. Regresaremos antes del amanecer. Voy a hablar por radio con el Chache —dijo lanzando un hondo suspiro y encendiendo un cigarro con las manos aún temblorosas—. Tienes cojones, Willy. Con lo enano que eres y te has portado como un tío. Vas a ganar mucha pasta en esto, colega —dijo expulsando el humo.
—Me conformo con acabar este trabajo y llevarme mis diez talegos de costo.
—El Chache te está poniendo a prueba y te ha ofrecido una mierda. Si esto sale bien, pídele el doble. Es lo justo.
