Nacida del hielo (Las hermanas Concannon 2)

Nora Roberts

Fragmento

Queridos lectores:

Irlanda ocupa un lugar especial en mi corazón. Los grandes campos verdes que se extienden bajo cielos densos, el gris entrecruzado de las cercas de piedra, la majestuosa caída de un castillo en ruinas, probablemente saqueado por los malditos cromwellianos... Me encanta cómo brilla el sol a través de la lluvia y cómo florecen las flores en los jardines y los campos sin necesidad de cultivarlas. Es una tierra de acantilados violentos y pubs oscuros y llenos de humo. De magia y leyenda y corazones rotos. Allí hay belleza incluso en el aire. Y el oeste de Irlanda tiene el paisaje más impactante de ese país impactante.

Allí, los embotellamientos de tráfico se dan por lo general cuando el granjero lleva a las vacas a pastar al campo. También es posible que un sinuoso camino campestre flanqueado por setos de fucsias silvestres lo lleve a uno a cualquier parte. Allí se ve el río Shannon correr resplandeciente como si fuera de plata y el mar retumba como el trueno.

Pero más allá del campo, lo más magnífico de Irlanda es su gente, los irlandeses. En verdad es una tierra de poetas, de guerreros, de soñadores, pero también es una tierra que abre los brazos a los extranjeros. La hospitalidad irlandesa es sencilla y amable. Ésa es, o debería ser, la definición de la palabra «bienvenido».

Al escribir Nacida del hielo, la historia de Brianna Concannon, tenía la esperanza de reflejar esa generosidad incomparable del espíritu, la sencillez de una puerta abierta y la fortaleza del amor. Así que os invito a que os sentéis un rato frente al fuego, le pongáis un chorro de whisky al té, acomodéis los pies sobre un cojín y deis tregua a vuestras preocupaciones. Os quiero contar una historia...

NORA ROBERTS

Prólogo

Prólogo

Un viento salvaje recorrió el Atlántico soltando maldiciones y cerró sus puños con fuerza sobre los campos de los condados del oeste. Pesadas y punzantes gotas de agua golpeaban la tierra y habrían desgarrado la piel de cualquier persona hasta alcanzar sus huesos. Las flores que habían florecido brillantemente desde la primavera hasta el otoño estaban ahora marchitas bajo la escarcha letal.

En las cabañas y los pubs la gente estaba reunida alrededor del fuego y hablaba sobre sus fincas y techos y sobre los seres amados que habían emigrado a Alemania o Estados Unidos. Difícilmente importaba si se habían ido el día anterior o hacía veinticinco años. Irlanda estaba perdiendo gente y casi hasta su propio idioma.

A veces se hablaba de «los problemas», la guerra sin fin que asolaba el norte, pero Belfast estaba muy lejos del pueblo de Kilmihil, tanto en kilómetros como en emociones. La gente se preocupaba más por sus cosechas, sus animales y las bodas y los entierros que llegarían con el invierno.

A unos pocos kilómetros a las afueras del pueblo, en una cocina tibia por el calor y los perfumes del horno, Brianna Concannon observó por la ventana cómo la lluvia helada atacaba su jardín.

—Estoy pensando que voy a perder la aguileña y la dedalera —dijo. Le rompía el corazón pensar en ello, pero había cavado lo que había podido y había guardado las plantas en la pequeña y atestada cabaña trasera. Los vendavales habían llegado muy temprano ese año.

—Puedes sembrar más en primavera. —Maggie examinó el perfil de su hermana. Brie se preocupaba por sus flores como una madre por sus hijos. Con un suspiro, Maggie acarició su protuberante barriga. Todavía se sorprendía de que fuera ella la que estaba casada y embarazada y no su hermana, que era la más hogareña—. Te lo pasarás fenomenal.

—Supongo. Lo que necesito es un invernadero. He estado viendo fotos y creo que se podría construir uno aquí —afirmó, y pensó que probablemente podría pagarlo en primavera si cuidaba sus gastos. Fantaseando un poco sobre las plantas que podrían florecer en su nuevo hogar de vidrio, sacó del horno una bandeja de panecillos de arándanos recién horneados. Maggie había comprado las bayas en un supermercado de Dublín—. Llévate estos panecillos a casa.

—Bueno, gracias. —Maggie sonrió, tomó uno de la bandeja y se lo pasó de una mano a la otra para que se enfriara y poder darle un mordisco—. Pero después de que me haya comido mi porción. Te aseguro que Rogan pesa todo lo que me llevo a la boca.

—Quiere que tú y el bebé estéis sanos.

—Ya, claro que sí, pero también creo que le preocupa cuánto de mí es bebé y cuánto es grasa.

Brianna se quedó mirando a su hermana. La figura y los rasgos de Maggie se habían redondeado y suavizado. Tenía las mejillas sonrosadas y se la veía contenta ahora que se acercaba al último trimestre de su embarazo. Todo contrastaba enormemente con la energía y el descaro a los que Brianna estaba acostumbrada. «Es feliz —pensó Brianna— y está enamorada. Y sabe que su amor es correspondido».

—Has ganado muy pocos kilos, Margaret Mary —le dijo Brianna a su hermana, y vio cómo la picardía, más que la furia, le iluminaba los ojos.

—Estoy haciendo un concurso con una de las vacas de Murphy y yo voy ganando. —Maggie se terminó el panecillo y estiró la mano para coger otro sin ningún pudor—. En unas semanas no seré capaz de ver la punta de la caña por el tamaño de la barriga. Voy a tener que trabajar con las antorchas.

—Podrías dejar el vidrio durante una temporada —apuntó Brianna—. Sé que Rogan te ha dicho que ya has hecho suficientes piezas para todas sus galerías.

—¿Y qué más podría hacer además de morirme de aburrimiento? Tengo una idea para una pieza especial para la galería nueva de Clare.

—Que no se abrirá hasta la primavera...

—Para entonces Rogan habrá cumplido su amenaza de amarrarme a la cama si doy un paso hacia mi taller. —Maggie suspiró, pero Brie sospechó que no le importaba mucho la amenaza. No le importaba el temperamento sutilmente dominante de Rogan. Pensó que su hermana se estaba ablandando—. Quiero trabajar mientras pueda —agregó Maggie—. Y es bueno estar en casa, incluso con este clima. Supongo que no tienes ninguna reserva para estos días, ¿no?

—Pues resulta que sí. Un estado

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