Mi adorable y dulce capitán (Hermanos Hillsborought 2)

Elizabeth Bowman

Fragmento

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Prólogo

Brístol, Inglaterra, enero de 1819

George Hillsborought, capitán del Regimiento de Lanceros del ejército de Su Majestad, empacó con pretendida demora sus pertenencias momentos antes de abandonar el campamento militar que durante mucho tiempo había tomado por hogar.

Acababan de concederle, al igual que a algún que otro afortunado oficial de su compañía, un permiso de tres meses después de una intensiva campaña de dos años en ultramar.

—¡Hillsborought, alegra esa cara, hombre! —exclamó el teniente Everett, compañero y leal amigo del mentado, desde el fondo del barracón. El teniente había sido otro de los afortunados en recibir el merecido permiso y a esas horas se ocupaba también en empacar sus propias pertenencias, sin duda con mayor entusiasmo que su superior inmediato—. ¡Cualquiera diría que no te agrada regresar a casa con los tuyos después de dos largos años lejos de la patria!

Compuso George una expresión de escepticismo, tal vez de resignación, en la que destacó su forzada sonrisa mientras ajustaba las correas de cuero de su petate y terminaba por echárselo al hombro, con el mismo espíritu conformista con el que Atlas se echaría en su día, sobre la espalda, todo el peso del mundo.

¿Cómo explicar que en realidad, y de algún modo, desde que su hermana Evangeline se desposara dos años atrás con el coronel Hamilton y se dirigiera a Proudstone House para hacer de él su nuevo hogar, Hillsborought Manor había dejado de ser un aliciente llamativo en la vida del tranquilo y carismático capitán?

Enarcó las cejas y sonrió para sí con gran conformismo. En realidad, no resultaba imperativo explicar gran cosa puesto que aquel hombre que enfardaba sus posesiones en silencio era conocedor de este y de otros muchos detalles de la existencia de su capitán.

Hacía dos años que no regresaba a Hampshire, básicamente porque hubo de permanecer dos años lejos del magno imperio, pero lo cierto era que sin las risas y las continuas travesuras de la díscola hermana pequeña, teniendo en cuenta que sus padres continuaban convirtiendo la propiedad familiar —cada vez con mayor ahínco y empeño, en especial por parte de la señora Hillsborought— en el centro neurálgico de la vida social de Hampshire, regresar a aquella magnífica residencia ya no era tomado por George como un sinónimo de vuelta a la paz, al hogar y a la familia. ¡Nada más lejos de la realidad!

Con el correr de los años, aquellos muros ancestrales le resultaban cada vez más ajenos y fríos, del mismo modo que le resultaban cada vez más indeseables e insufribles los continuos corrillos de comadres y terratenientes ociosos que cada tarde se reunían en torno al matrimonio Hillsborought, siempre atentos al cotilleo del momento y a la mejor manera de arreglarle la vida al vecino. También de caldear el buche a costa de la despensa de la casa Hillsborought, siempre bien provista de los mejores caldos de la zona.

Las sociedades rurales poco tenían que envidiar a las de la capital en lo que a lenguas viperinas y mezquindad se refería, y eso George lo tenía claro. Siempre lo había tenido claro, en realidad, y daba gracias al cielo por haber podido verse libre de frecuentarlas debido al obligado absentismo que exigía su profesión. Hasta hacía dos años, regresar a Hillsborought Manor suponía encontrarse con la personalidad rebelde y refrescante de Evangeline, lo cual resultaba gratificante después de todo y conseguía entibiar su corazón y consagrarlo de un afecto infinito hacia la pequeña y díscola señorita; Evie, a pesar de todos sus defectos, o quizás precisamente debido a ellos, era su niña bonita, la que siempre corría a recibirlo al atrio con una sonrisa en ristre y un abrazo dispuesto a ser entregado sin reservas, formulismos o etiquetas.

En la actualidad, regresar a Hillsborought podía implicar mil y una posibilidades, pero ninguna incluía abrazos, recibimientos jubilosos, charlas sotto voce en el jardín, paseos pretendidamente lentos por el parque o largas jornadas de complicidad fraternal. Nada que ver con una apacible y feliz perspectiva de reunión familiar.

¿Familia? ¿Qué familia? ¿Existía acaso algún vestigio o esperanza de familia para George? Su hermana residía en ese momento en su propia casa; sus padres continuaban siendo tan fríos y estirados como las rígidas cuerdas de un arpa, atentos tan solo a nutrir su populosa vida social y a celebrar fiesta tras fiesta... y a sus veintiocho años, el capitán George Hillsborought continuaba soltero. Soltero, lo que equivalía a solo y vacío de afectos.

El ejército se había convertido, sin conceder con el correr de los años opción a considerarlo con detenimiento o, si cabe, a escoger otro camino distinto, en su única familia. En una tan exigente, acaparadora y ornada con tal instinto de posesividad que había terminado por monopolizar despiadadamente la atención de George.

Esbozó una sonrisa torcida al pensar que eso mismo le había sucedido a su cuñado, el coronel Hamilton, un hombre que no dudó en entregar su juventud a la solitaria y estricta vida castrense y al que, sin embargo, no le había ido tan mal después de todo. Nada mal, en realidad, pues acabó desposándose en su madurez con una joven hermosa que supo amarlo con auténtica devoción.

¿Podría eso acontecerle a él? ¿Toda una vida de soledad y entrega podía culminar, acaso, con una recompensa tan merecida como anhelada, con la perspectiva de un amor verdadero, apacible y pleno y un futuro plagado de sonrisas infantiles y correteos por los pasillos de un modesto cottage?

—¿Qué me dices, Hillsborought? —La intervención de Everett, que acababa de situarse a su altura sin haberse George siquiera apercibido de ello, lo arrancó de sus cavilaciones—. No resulta tan mal plan después de todo, ¿verdad?

George parpadeó para devolverse al presente, frunció el ceño y paladeó su desconocimiento, que le supo amargo y pastoso. A juzgar por la mirada inquisitiva de James Everett y por su sonrisa invitante, estaba claro que el teniente llevaba un buen rato hablándole, seguramente incluso le habría propuesto algo de lo que George no tenía el menor conocimiento, y ahora aguardaba una respuesta.

—En realidad, y teniendo en cuenta tu apatía y la poca prisa que te das por salir de aquí, yo diría que es la mejor opción que podría presentársete, amigo mío. —Sonrió Everett ante la falta de reacción del capitán, palmeándole un omóplato con la confianza que ofrecen años de convivencia y camaradería.

George no supo qué decir, y lamentó profundamente haber dispersado su atención de tal modo que no era capaz a esas alturas de entender el parloteo de su buen amigo. Su cara debía de representar un auténtico poema. Uno lleno de enigmas e ignorancia.

—No te lo pienses más —continuó animándolo James Everett—, de hecho, acabo de decidir que no voy a concederte tan siquiera la opción de negarte. —Ufano, el teniente elevó la barbilla en tanto esbozaba una sonrisa satisfecha, recolocando su propio macuto sobre el hombro derecho—. ¡Te vienes conmigo a Biddestone y no admito discusión al respecto! Serás mi invitado.

George se obligó de nuevo a parpadear para despejar su desconcierto.

—¿Hablas en serio? ¿A Biddestone?

—¿Qué se te pierde en Hillsborought Manor, despué

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