Cuatro balas y un beso (Serie Elizabethtown 4)

Isabel Jenner

Fragmento

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Prólogo

Batalla del Cráter

Afueras de Petersburg, 30 de julio de 1864

La cruenta guerra entre el Norte y el Sur llevaba más de tres años rugiendo con fuerza, pero todo cambió la madrugada en la que el ejército de la Unión hizo volar por los aires el fuerte Elliott’s Salient, el bastión confederado que se interponía entre los nordistas y la ansiada capitulación de la ciudad de Petersburg.

La sangrienta batalla que se libró justo después, y que se prolongó durante horas, no solo segó las vidas de más de cinco mil hombres de ambos bandos, sino que provocó heridas más profundas que las físicas en cuatro soldados que ya nunca volverían a ser los mismos.

El principio del fin comenzó cuando David Cassane y Mitch Chapman prendieron la mecha con la que hicieron explotar trescientos veinte barriles de pólvora bajo territorio enemigo. Tras la incursión por la mina excavada en secreto durante semanas, Cassane y un renqueante Mitch, cuyo tobillo se había torcido en su precipitada salida para evitar volar por los aires, se reencontraron con Russell Norton, Gabriel Sinclair y Brett McFarlane en el flanco izquierdo del ejército del Potomac. Sus amigos, hermanos en todos los aspectos que importaban, los esperaban impacientes mientras aguardaban nuevas órdenes de su general, Orlando Bolivar Willcox, para unirse a la refriega.

La detonación, destinada a terminar con los largos meses de asedio a Petersburg, incluso a acabar con esa maldita guerra de una vez por todas, parecía haber hecho temblar hasta los confines del mundo solo unos minutos antes. Cuando el polvo se disipó, quedó a la vista un cráter de dimensiones estremecedoras donde antes había estado el fuerte. El agujero, de ciento setenta pies de largo y ochenta de ancho, se abría desde las profundidades de la tierra como una boca oscura y despiadada, dispuesta a engullir a cualquier imprudente que tuviera la audacia de acercarse.

Sin embargo, en medio de aquel horror existía un atisbo de esperanza, un retazo de optimismo al que esos cinco amigos se aferraban con fuerza. La victoria de la Unión parecía ser clara y, con ella, se acercaba la libertad que todos anhelaban y por la que tanto habían luchado durante aquellos tortuosos años. Si Petersburg caía, Richmond, la capital de la Confederación, la seguiría, y se cumplirían los dos objetivos que los habían mantenido cuerdos en medio de la locura. Porque esa libertad, además de romper las cadenas de la esclavitud, también serviría para que cada uno de ellos pudiera empezar a reconstruir su vida sobre las cenizas que la guerra iba dejando a su paso.

Pero algo no iba bien.

La división del general James Hewett Ledlie, la primera en cargar contra las líneas enemigas, se había adentrado de lleno en el cráter en lugar de rodearlo por los bordes. Los confederados, que se habían recuperado con asombrosa rapidez de la explosión, los estaban acribillando desde arriba.

Las órdenes eran confusas, el campo de batalla se había transformado en puro caos, y más y más unidades militares de la Unión eran obligadas a avanzar y quedaban atrapadas en la ratonera mortal en la que se había convertido Elliott’s Salient.

Llegó el momento de que los soldados de la 3.ª División del Cuerpo IX de infantería de la 48.ª de Pennsylvania del Ejército del Potomac intervinieran. Debían atravesar el cráter para abrir una brecha en las defensas confederadas hasta alcanzar su retaguardia.

Russell, Mitch, David, Brett y Gabriel se miraron entre sí una última vez. Se habían hecho la promesa de permanecer juntos y con vida. Sin embargo, la única certeza que tenían era que se adentrarían en un lugar repleto de muerte.

Tal y como imaginaban, entrar en el cráter fue como transportarse a un mundo de pesadilla. Dentro del agujero resonaban los gritos de los heridos, los disparos de los rifles y el sonido de los cuerpos al caer. Con determinación y sangre, consiguieron mantener la posición entre los escombros del fuerte y cubrirse las espaldas hasta casi llegado el mediodía.

—¡Tenemos que cruzar al otro lado! —gritó Gabriel para hacerse oír en un momento dado.

Fue casi un milagro que sus amigos lo escucharan, porque el fuego de mortero Coehorn había empezado a caer sobre sus cabezas como si el mismísimo infierno hubiera abierto sus puertas para ellos. La carga confederada se había recrudecido de un modo exponencial.

Intentaron hacerse un hueco hasta un lateral del cráter, buscando protección en un terreno inestable, surcado de desniveles traicioneros como dentelladas. No muy lejos vieron a John «Lobo Azul» Walls, su compañero indio, y a Hank Maverick, camarada de penalidades y anécdotas, que les hacían señas para ponerse a cubierto bajo un saliente de roca que la propia voladura había formado. Ellos también se dirigían hacia allí, junto a otros miembros de la tercera división, y todos echaron a correr bajo una nueva andanada de disparos todavía más numerosa que la anterior. Cada vez había más enemigos dentro y alrededor del cráter.

—Esto no es una batalla —murmuró Brett, empapado en sudor—. Es una carnicería.

Estaban casi debajo del saliente cuando llegó el fin.

El tobillo lastimado de Mitch no soportó más su peso cuando pisó un hoyo oculto por la penumbra y los desechos. El hueso crujió con un sonido desagradable que lo hizo derrumbarse y quedar expuesto a la metralla que se clavaba sobre la piel de los soldados como una lluvia macabra. Gabriel y Russell, los más cercanos a él, se agacharon para alzarlo y cargarlo hasta su intento de refugio, pero esos segundos bastaron para que quedasen separados de sus dos amigos por un mar de hombres desesperados por sobrevivir.

Esa misma desesperación, pero por salvar a sus hermanos de armas, había hincado sus garras en Brett y David quienes, con los rifles en alto, trataban de cubrirlos disparo a disparo mientras se abrían paso hasta ellos.

De pronto, una bala impactó de lleno en el pecho de Cassane, que salió despedido hacia atrás, por la fuerza de la descarga, ante la mirada incrédula y horrorizada de los demás. Pero el destino no les dio tiempo a reaccionar.

La fatalidad quiso que, en ese mismo momento, un proyectil de mortero chocara contra el saliente y lo resquebrajara de lado a lado.

—¡Cuidado, va a derrumbarse! —resonó la advertencia de Hank antes de que Brett cayera inconsciente al golpearlo una roca en la cabeza y Cassane fuera sepultado por la avalancha de piedras y tierra.

***

Horas más tarde, una eternidad después del final de la batalla, se fueron filtrando noticias tan afiladas que arañaron con saña los cuerpos ya magullados de Mitch, Gabriel, Brett y Russell. Catástrofe a catástrofe. Negligencia a negligencia.

La Unión había sufrido una derrota estrepitosa y la guerra continuaría.

La noche anterior al asalto, se decidió cambiar la unidad entrenada para liderar el ataque por la frágil división del general Ledlie, y esa decisión los había condenado a todos, ya que Ledlie se había pasado cada maldito minuto de la lucha borracho y a una distancia prudencial del lugar de la explosión, sin dar ni una sola directriz a sus hombres.

La última noticia, la más dolorosa de todas, fue enterarse de que Ambrose Burnside, mayor general del ejército del Potomac, había recibido la orden de susp

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