El riesgo de proteger a una dama (Los irresistibles Trevelyan 2)

Nuria Rivera

Fragmento

el_riesgo_de_proteger_a_una_dama-3

Capítulo 1

Londres, septiembre de 1818

Jared Trevelyan necesitaba salir de Londres. Si se despistaba podía acabar cazado por alguna dama con ganas de atrapar a un marido, y él no tenía madera de esposo. 

Con veintiocho años, un cabello espeso y rubio como el trigo, ojos claros, mandíbula cuadrada y una barba que no siempre toleraba, era uno de los solteros más codiciados de la ciudad. Sobre todo, desde que se había extendido la voz de que abandonaba sus funciones en el ejército para dedicarse a gestionar sus tierras. 

Formaba parte de ese grupo irresistible que eran los primos Trevelyan y del que procuraba dejar el pabellón bien alto en sus conquistas, pero jamás, jamás, solía relacionarse con damas casaderas que lo pudieran obligar a hacer algo que no deseaba, como casarse. Todavía era joven y había muchos peces en el mar. No le faltaban mujeres que lo recibieran con gusto en su cama, y a las que solo regalaba momentos placenteros, por eso no veía razón alguna para perseguir a una cuyo objetivo solo fuera el matrimonio. 

Durante la temporada se había paseado por los salones y los bailes con indolencia, y más de una madre había pretendido engatusarlo para presentarle a sus hijas, sin siquiera disimular que pretendían echarle el guante. La boda de su primo, el nuevo marqués de Kingsbury, había dado de qué hablar y señaló, sin querer, al resto de primos como maridos adecuados, y estos habían salido de la ciudad, en desbandada, al poco de enterrar al tío Reginald. 

Él también se hubiera ido a Reedox Hall, la finca de su abuelo, el duque de Gilberston, en Cornualles, donde la familia solía reunirse; si no tuviera en mente ocuparse de Cadwell Park, la hacienda de Lancashire que estaba adscrita al título de vizconde con el que, tres años atrás, fue reconocido por la Corona por su valor y mérito en la batalla. Apenas la había visitado, así que tenía en mente ponerle remedio cuanto antes. Se marcharía hacia sus tierras tras cumplir un último recado. 

Había recibido una carta de quien fuera su coronel y le intrigaba la urgencia con la que lo citaba. Cruzó a caballo la ciudad y se presentó en su casa. 

Lo recibió un mayordomo y lo siguió hasta un despacho amplio y oscuro. Las paredes estaban forradas de lo que le pareció nogal y, en un lateral, una librería acumulaba un montón de libros que supuso hablaban de estrategias militares y momentos gloriosos de la historia de Gran Bretaña. Allí encontró al coronel. Le llamó la atención verlo sin su traje militar y apoyado en un bastón, le costaba caminar.

Sentados a ambos lados de un escritorio el viejo coronel fue directo al grano.

—Se preguntará por qué le he pedido que viniera.

—La verdad, sí, tengo curiosidad.

Hacía tres años que no veía al coronel, desde la batalla de Waterloo. Tras la victoria sobre Napoleón, él y Henry habían sido destinados a otras funciones amparadas por sus cargos militares, pero que respondían a misiones encubiertas de las que nadie hablaba, ni sabía. No eran espías, pero el primer ministro, lord Liverpool, lo llamaba un trabajo para la Corona. 

—No sé cómo decirle esto, siempre separé mi vida personal de la militar, pero en este caso están mezcladas y confío en muy poca gente para recurrir a ella.

Jared se sorprendió, más si cabía, nunca habría dicho que su relación con el coronel Crawford entrara en una definición de confianza, ni mucho menos amigable. El coronel tenía fama de severo y despiadado y fue muy estricto con Henry y con él. Recordaba muy bien el día que lo habían conocido, seis años atrás, cuando llegaron a su primer destino. El ejército no era tan ideal como se lo habían contado y su primera misión fue desastrosa; no supieron cumplir muy bien su cometido, les faltaba destreza y no importó que aquel fuera su bautismo de fuego. Lo tuvieron en España cuando libraba su guerra de Independencia, durante el asedio de Burgos, contra las tropas de Napoleón. Arthur Wellesley, quien se convirtió tiempo después en el primer duque de Wellington, había tomado el mando de todas las tropas aliadas e intentó ganar el castillo de Burgos a la guarnición francesa. Fue una reyerta que se saldó con la derrota de los ingleses. Crawford había sido especialmente duro con los hombres, Henry y él hicieron algún comentario que no gustó al coronel y este los increpó.

—Me importa poco si su abuelo, por muy duque que sea, les ha comprado un mando para jugar a los soldados, ni que el propio Wellington los tenga bajo su protección. Si no valen, los mataré yo mismo en vez del enemigo —espetó autoritario, con desdén y rabia en la voz.

El militar interrumpió sus pensamientos, como si se los hubiera leído.

—Sé lo que está pensando y estoy de acuerdo con usted. No fui amable, pero no era mi cometido. Mi cometido era sacar al mejor soldado de los hombres que tenía bajo mi mando, y creo que lo conseguí, al menos con ustedes dos. Fui yo quien los recomendó a lord Liverpool.

—Siempre creí que no les gustábamos —contestó con asombro, no esperaba aquella noticia.

—Ni me gustaban, ni dejaban de hacerlo; yo había pedido hombres experimentados en la batalla para el asedio del castillo y aparecieron los nietos de un duque, amigo de Wellington, con actitud petulante y arrogante, con sus casacas rojas impolutas y una pose más propia de una velada de Almack’s. Además, aquel no había sido un buen día… 

Quizá tenía razón, habían llegado con una conducta engreída, como la del que lo sabe todo y aquellos hombres agotados, sentados en cualquier parte del suelo, sucios y más de uno con sus ropas ajadas, fuesen menos que ellos. La soberbia les duró hasta que entraron en batalla y supieron que su vida y las de los otros dependían del hombre que tenían al lado. 

—Tengo una hija, ¿sabe?

—No, no lo sabía. No creí que estuviera casado.

—Debe de ser la imagen que doy —respondió el coronel con resignación—. Confieso que no cuidé mucho de mi familia, siempre estaba fuera; tuve un hijo al que ni llegué a conocer. Murió con apenas unos meses, hoy sería un muchacho. Mi esposa falleció hace seis años, lo supe aquel día en Burgos, el día que los conocí. 

—Lo lamento —afirmó. Aquella confesión le permitió entender el carácter huraño del coronel, quien parecía absorto en sus pensamientos y continuó tras un leve movimiento de cabeza, aceptando su condolencia. 

—Evelyn, mi hija, me había escrito para darme la triste noticia, además de culparme de todos los males posibles; por no haber estado allí, con ellas. Cuando acabó la guerra quise llevarla conmigo, pero ella prefirió quedarse a vivir con su abuela y a mí me pareció bien, pero ahora debo protegerla. Vive en Chester. Por eso lo he hecho llamar, necesito que vaya allí y la traiga conmigo a Londres. 

—No entiendo, ¿no puede viajar sola.... con una acompañante? Estoy a punto de marcharme a Lancashire, tengo una finca que atender.

Aquello debía de ser una broma del destino. Chester estaba más o menos a media jornada hasta su hacienda. Tendría que ir y regresar a Londres para volver a partir hacia el norte. Con seguridad alguien podría traerla, pensó.

—No quiero que viaje sola, me han amenaz

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