¿Quién te lo ha contado?

Marian Keyes

Fragmento

1

Cuando recibí la llamada, pensé que papá había muerto. Por dos razones. Primera: últimamente estoy asistiendo a un número preocupante de entierros, de amigos de mi padres y, lo que es peor, de padres de mis amigos. Segunda: mamá me había telefoneado al móvil; era la primera vez que hacía semejante cosa, empeñada como estaba en creer que solo se puede llamar a un móvil desde otro móvil, como si fueran radios de banda ciudadana o algo así. Por consiguiente, cuando me llevé el teléfono a la oreja y la oí sollozar «Tu padre se ha ido», ¿qué tiene de extraño que pensara que papá había estirado la pata y ahora solo quedábamos mamá y yo?

—Hizo una maleta y se fue.
—¿Hizo una...?

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que papá no podía estar muerto.

—Ven a casa —dijo mamá.
—Voy...

Pero estaba trabajando. Y no en la oficina, sino en un salón de un hotel, supervisando los últimos retoques de una conferencia médica (El dorso del dolor dorsal). Era un acto importante y llevaba semanas organizándolo. Había estado en el hotel hasta las doce y media de la noche anterior controlando la llegada de cientos de delegados y solucionando problemas. (Por ejemplo, la colocación de los delegados que estaban en habitaciones de no fumadores y que habían vuelto a caer en el vicio en el tiempo transcurrido desde la confirmación de la reserva hasta su llegada al hotel.) Hoy era, finalmente, el Gran Día, y en menos de una hora debían hacer su aparición doscientos quiroprácticos que esperaban:

a) una identificación y una silla b) café y dos galletas (una sencilla, una sofisticada) a las 11.00. c) comida, tres platos (con opción vegetariana) a las 12.45. d) café y dos galletas (ambas sencillas) a las 15.30. e) aperitivo seguido de una cena de gala con regalos, baile y besuqueo (optativo).

De hecho, cuando atendí mi móvil pensé que era el tipo de las pantallas que llamaba para asegurarme que estaba en camino. Con —he aquí lo importante— las pantallas.

—Cuéntame qué ha ocurrido —dije a mamá, dividida por un conflicto de deberes. «No puedo irme de aquí...» —Te lo contaré cuando llegues a casa. Apúrate. Me hallo en un estado lamentable, solo Dios sabe lo que soy capaz de hacer.

Eso me bastó. Cerré apresuradamente el móvil y miré a Andrea, que ya había supuesto que sucedía algo.

—¿Todo bien? —murmuró.
—Mi padre.

Por la expresión de su cara comprendí que también ella pensaba que mi padre había estirado la patita (como solía decir él). (Diantre, estoy hablando como si realmente estuviera muerto).

—Dios mío... ¿se ha... está...? —Oh, no. Todavía vive. —Entonces, ¿a qué esperas? ¡Vete!

Andrea me empujó hacia la salida, sin duda visualizando en su mente una despedida en el lecho de muerte.

—No puedo. ¿Y todo esto? —Señalé el salón.
—Moisés y yo nos encargaremos de todo. Llamaré a la oficina y pediré a Ruth que venga a ayudarnos. Escucha, has trabajado mucho en este asunto, ¿qué puede ir mal?

La respuesta correcta era, cómo no: prácticamente todo. Llevo siete años organizando actos de todo tipo y he visto de todo, desde oradores excesivamente irrigados cayéndose del escenario hasta profesores peleándose por las galletas sofisticadas.

—Lo sé, pero...

Yo misma había advertido a Andrea y Moisés que esta mañana tenían que personarse en el hotel aunque estuvieran muertos, y aquí estaba yo, proponiendo abandonar la escena. Y, concretamente, ¿para qué?...

Qué día. Apenas había comenzado y ya se había torcido un montón de cosas. Empezando por mi pelo. Hacía siglos que no disponía de tiempo para ir a la peluquería y, en un ataque de locura, yo misma me había cortado el flequillo. Solo deseaba repasarme las puntas, pero una vez que empecé a cortar no pude parar y acabé con un flequillo ridículo. La gente, por lo general, decía que me parecía a Liza Minnelli en Cabaret, pero esta mañana, cuando llegué al hotel, Moisés me saludó con un «Larga vida» y el gesto de Vulcano. Luego, cuando le pedí que telefoneara otra vez al tipo de las pantallas, respondió solemnemente «Eso sería ilógico, capitán». Por lo visto, ya no era Liza Minnelli en Cabaret sino el doctor Spock de Star Trek. (Nota breve: Moisés no es un pensionista bíblico de larga barba, túnica polvorienta y sandalias de pedófilo, sino un galán moderno y bien vestido de origen nigeriano.)

—¡Vete! —Andrea me dio otro empujón hacia la puerta—. Cuídate mucho, y si podemos hacer algo, no dudes en llamarnos.

Las palabras que la gente emplea cuando alguien ha fallecido. Y de ese modo me vi aterrizando en el aparcamiento. La gélida neblina de enero me envolvió, recordándome que había olvidado el abrigo en el hotel. No me molesté en ir a buscarlo, no parecía importante.

Cuando subí al coche, un hombre silbó, al coche, no a mí. Es un Toyota MR2, un deportivo pequeño (muy pequeño, suerte que solo mido uno cincuenta y ocho). No lo elegí yo. F&F Dignan se empeñó. Quedaría bien en una mujer de mi posición, dijeron. Ah, sí, y su hijo lo vendía barat... ito.

El coche produce en los hombres reacciones contradictorias. De día todo son silbidos y guiños, pero de noche, cuando salen del pub y regresan a casa ya ebrios, la cosa cambia. El día que no pasan una navaja por mi blanda capota, le lanzan un ladrillo por la ventana. Nunca intentan robármelo, solo herirlo de muerte. El pobre coche ha pasado más tiempo en el dentista que en la carretera. Con la esperanza de granjearme la compasión de esos misteriosos amargados, la pegatina de mi ventana trasera reza: «Mi otro coche es un Cortina del 89 hecho polvo». (Anton la hizo especialmente para mí; quizá debí quitarla cuando se marchó, pero no era el momento de pensar en eso.)

El camino hasta casa de mis padres estaba prácticamente despejado. El tráfico denso circulaba en la otra dirección, hacia el centro de Dublín. Mientras avanzaba por una niebla que giraba como si de nieve carbónica se tratara, la desierta calzada me produjo la sensación de estar soñando.

Cinco minutos atrás había sido un martes normal. Mi ánimo se hallaba en estado de Primer Día de Conferencia. Nerviosa, claro —siempre surge alguna pega en el último momento—, pero nada me había preparado para esto. Ignoraba qué debía esperar al llegar a casa de mis padres. Era evidente que algo iba mal, aunque solo fuera el hecho de que mamá había perdido un tornillo. No era de esa clase de personas, pero con estas cosas nunca se sabe. «Hizo una maleta...» Ya solo eso resultaba tan improbable como que los cerdos volaran. Mamá siempre le hace la maleta a papá, tanto si es para una conferencia de ventas como para ir a jugar al golf. Sabía que mamá estaba en un error. Lo que significaba que o bien había perdido un tornillo o papá, efectivamente, estaba muerto. Un ataque de pánico me instó a apretar el acelerador.

Estacioné pésimamente frente a la casa. (Modesta semipareada de los sesenta.) El coche de papá no estaba. Los muertos no conducen.

Esa oleada de alivio perduró hasta que fue sustituida, una vez más, por el pánico. Papá nunca iba en coche al trabajo, siempre tomaba el autobús. La ausencia del coche me dio mala espina.

Aún no me había apeado del automóvil cuando mamá abrió la puerta. Vestía una bata de algodón afelpado, color melocotón, y un rulo naranja en el flequillo.

—¡Se ha ido!

Corrí hasta la cocina. Necesitaba sentarme. Aunque parezca una locura, alimentaba la esperanza de que papá estuviera allí, en una silla, comentando desconcertado: «No ceso de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos