Lady Woodward se enamora por fin

Ana F. Malory

Fragmento

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Capítulo 1

Glaston, Reino Unido, 1823

La honorable señorita Alison Chambers, hija menor del barón Pemberton, siempre había tenido las ideas muy claras. Vivir en el campo, tener como compañeros de juego a su hermano Patrick y a su vecino Brecc, a los que secundaba en todas sus correrías y travesuras, la había ayudado a forjar su carácter —en exceso testarudo, a decir de su madre— y a valorar, por encima de todo, su libertad. A sus diecinueve años, se mantenía firme en su propósito de conservarla. Por ello, hacía tiempo que tomara la decisión de permanecer soltera. Decisión que traía de cabeza a su progenitora.

—Cuando te des cuenta del error que estás cometiendo, será demasiado tarde, te habrás convertido en una solterona a la que ningún hombre deseará tomar por esposa —le repetía la baronesa casi a diario.

—Confío en que esté en lo cierto, de esa manera me evitarán la tarea de tener que rechazarlos —le respondía Alison tenaz.

—¿Y qué será de ti cuando tu padre y yo no estemos? —insistía la pobre mujer, intentando hacerla entrar en razón.

—Soy capaz de cuidarme sola, madre —porfiaba convencida.

Llegado ese punto, y sabiendo que nada iba a lograr, al menos no en ese instante, lady Pemberton se rendía disgustada.

—No te acongojes, querida —le aconsejaba su esposo con una tranquilidad que hubiera querido para ella—. Ya cambiará de parecer, todavía es una niña.

—No lo es. A su edad otras ya están casadas, incluso a punto de tener su primer hijo. Yo misma, sin ir más lejos.

—Concédele tiempo y verás cómo termina por dejar de lado los caballos y esa absurda idea suya de negarse a contraer matrimonio —sentenciaba lord Pemberton conciliador.

Tanto él como su esposa se sabían los únicos responsables del independiente carácter de Alison; siempre le habían permitido hacer su voluntad, hasta el punto de que, en ocasiones, la muchacha pasaba más tiempo en los establos, atendiendo a los caballos, que en casa con su familia.

—Ruego al Señor para que estés en lo cierto —concluía la baronesa esperanzada.

Entre tanto, la joven dama continuaba con su rutina diaria, ajena a los rezos de sus progenitores y convencida de poder salirse con la suya. Tenía la certeza de que sus padres no la obligarían a casarse, al menos no con alguien que no fuera de su agrado. Como su intención no era fijarse en ningún hombre, podía quedarse tranquila y olvidarse del tema. Lo único que esos días enturbiaba su despreocupación era tener que asistir a la fiesta que su madre estaba organizando para celebrar el cumpleaños de su esposo. Pero, por más que le pesara, no podía negarse a participar del evento, a fin de cuentas se trataba de un día especial para su padre y deseaba estar a su lado, festejándolo. Solo esperaba que la lista de invitados no estuviera repleta de caballeros en busca de esposa, para no pasarse la velada ocultándose por los rincones.

***

—No se cansan nunca de perseguirme —farfulló malhumorada, intentando parapetarse tras el grupo de mujeres que, animadas, conversaban sobre las últimas tendencias de moda.

Como había sospechado, su madre había invitado a cuantos nobles conocía, a los hijos de estos e, incluso, a los de varios terratenientes del condado. En su empeño por encontrarle esposo, ya no hacía distinciones. Parecía importarle poco que el elegido resultara ser el heredero de un marqués, el vástago de algún vecino acaudalado o el hijo menor de un vizconde. «El abanico de opciones es amplio», pensó mordaz, mientras espiaba con disimulo los movimientos del joven que, desde hacía un buen rato, la buscaba. Talmente parecía que no hubiera más mujeres en la fiesta a las que aburrir con sus atenciones.

—¿De quién te escondes en esta ocasión?

La pregunta, formulada con sorna y en voz baja cerca de su oído, la hizo girarse sobresaltada.

—¡Brecc! —exclamó aliviada al averiguar de quién se trataba—. Me has dado un buen susto —le recriminó de buen humor; su vecino había estado fuera varias semanas y se alegraba de verlo después de tanto tiempo—. ¿Cuándo has regresado? —quiso saber, asiéndose de su brazo para alejarse del corro de matronas.

—Esta misma tarde —respondió mirándola de arriba abajo con disimulo.

Era una muchacha preciosa, pero aquella noche, con aquel vestido que realzaba sus femeninas curvas, estaba deslumbrante.

—¿Has tenido oportunidad de ver la nueva yegua que Patrick ha comprado? —le preguntó entusiasmada, ajena al deseo que de repente centelleaba en las pupilas de su amigo. Porque, para ella, Brecc era solo eso: un amigo. Un hermano.

—Sí, es un buen ejemplar —contestó con la voz más grave de lo habitual. Aunque Alison no concedió importancia al detalle, achacándolo a lo cargado que estaba el ambiente en el atestado salón—. Esta noche estás… —dudó, porque la conocía demasiado bien— diferente —dijo al fin, sin atreverse a alabar su aspecto por temor a incomodarla.

Alison no era consciente de su belleza y poca o ninguna importancia otorgaba a su apariencia.

—Me siento como un objeto empaquetado para regalo —resopló exasperada.

—Deduzco que la elección de vestido corrió a cargo de tu madre. —No tenía la menor duda de ello. Lady Pemberton se había asegurado de que Alison luciera espléndida, envuelta en tafetán, con un solo propósito: encontrarle esposo—. De todas formas, y aunque la indumentaria no sea de tu agrado, hay que reconocerle el gusto, porque se te ve… estupenda —dijo comedido, aguardando su reacción.

El comentario no pareció molestarle, porque una sonrisa apareció al instante en los carnosos labios de la joven. Un nuevo ramalazo de deseo lo sacudió por dentro. Había perdido la cuenta de las veces que fantaseara con probar su boca.

—Tú también tienes buen aspecto esta noche —manifestó, repasándolo de arriba abajo con la mirada—. Es más, creo que estás muy guapo.

—¡Vaya, gracias! Viniendo de ti, es para sentirse halagado de veras —respondió al cumplido con sorna, consciente de que las palabras de Alison no encerraban más sentimiento que el cariño fraternal que siempre le había profesado.

—¡Qué tonto eres! —Rio divertida al tiempo que le apretaba el brazo con afecto.

Una muestra más de la confianza que se tenían y que en ese instante, a Brecc, que se moría por acariciar la sedosa piel que el escote dejaba al descubierto, le resultaba tan pesada y asfixiante como una losa atada al cuello.

—¿Te apetece un ponche? —Necesitaba alejarse un momento de ella para recuperar el control de su cuerpo y sus pensamientos.

—Me encantaría, gracias.

—Buenas noches, señorita Chambers.

Ambos se giraron al tiempo hacia el elegante caballero que se aproximaba a ellos con calma y al que Brecc no conocía.

—Buenas noches, milord —le correspondió ella alegre.

—Permítame decirle que esta noche está usted arrebatadora, querida —manifestó el recién llegado, tomando la mano enguantada de la joven con suma delicadeza para inclinarse sobre ella y rozarla apenas con los labios.

—Es usted muy amable, lord Woodward —le agradeció con evidente júbilo—, aunque creo que exagera.<

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