El secreto de Joel (Contigo a cualquier hora 12)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

Joel Montesino era un hombre rico. Tenía una gran propiedad en la parte alta de Barcelona, donde residía con Consuelo, su asistenta, desde hacía diez años. Aquella mujer en la que había depositado su confianza y nunca lo había defraudado. Era como una madre para él, a la que con el tiempo había llegado a apreciar.

Ella lo trataba como si fuera su hijo, pero delante de terceros nunca olvidaba el puesto que le correspondía. Le daba todo el amor que albergaba en su corazón, pues, aunque él nunca le había contado su historia, se temía que había tenido una infancia difícil que lo marcó para toda la vida.

Joel se crio en un orfanato, y su estancia allí no fue grata; sus compañeros siempre se burlaron de él por ser alto, delgado y desgarbado, lo que hizo que tuviera numerosas peleas en las que siempre lo acusaban por ser más fuerte que los demás. Eso lo conseguía practicando deporte, era su única válvula de escape.

Al ser un centro eclesiástico, pudo estudiar. Le gustaba; y al hacerse mayor se pasaba horas en la biblioteca, donde los camorristas no entraban.

Cuando cumplió los dieciséis años, las monjas le dijeron que ya iba siendo hora de dejar la institución y ponerse a trabajar. Así que, de la noche a la mañana, se encontró en la calle, con una caja de cartón con pocas posesiones y sin saber qué hacer.

Vagó por las calles varios días, robando para poder comer y durmiendo en el metro. Una tarde especialmente aburrida, pensó que tenía que deshacerse de la caja de cartón; revisó todo lo que la hermana Caridad había puesto y halló una mantita de bebé. Al desenvolverla, encontró una carpeta con su partida de nacimiento, los certificados de sus estudios; al revisarlos, un sobre cerrado cayó al suelo. Lo cogió y leyó la letra femenina: «A mi hijo».

Querido hijo:

Cuando leas esta carta, espero que tengas la edad suficiente para entenderme.

Imagino que a estas alturas tus padres te habrán dicho que no eres su hijo biológico, que te adoptaron al nacer. Espero que estés feliz con ellos, que te hayan dado todo el amor del mundo.

No quiero que pienses que quiero justificarme, no. Separarme de ti va a ser la cosa más difícil que haga en esta vida, aún no te he visto y ya te quiero. Nunca pensé en el amor tan grande que se siente, ahora empiezo a entender. Y no quiero condenarte a una vida de sinsabores y desdichas. Quiero para ti algo más, así que con todo el dolor de mi corazón te dejaré en la puerta de la capilla de Nuestra Señora de la Luz, con la certeza de que las monjitas te encontrarán un buen hogar.

Contigo te llevarás mi alma y mi corazón, nada será igual nunca más. Solo espero que tengas en cuenta que no ha sido una decisión tomada a la ligera; lo hago para que tengas una oportunidad en la vida, para que el alimento no te falte, y en el futuro seas un hombre de provecho.

Te quiero.

Alba

¿Por qué nunca le habían mostrado aquella carta? Ya hacía años que se consideraba adulto. Los que como él se criaban en aquellas instituciones maduraban más rápido que los que tenían una familia que los apoyara. La leyó y maldijo en varios idiomas que había aprendido. Siempre habría sido mejor crecer con penurias al lado de su madre que en aquel lugar. Se propuso buscarla y decírselo en persona.

Deambulando por las calles de Barcelona, llegó al mercado de La Boquería, dio una vuelta por los distintos puestos, vio a una anciana cargar con una bolsa y se ofreció a ayudarla. El dueño de la verdulería, que lo notó, lo llamó y le advirtió que, si se le ocurría hacerle algo malo a la mujer, él mismo se encargaría de hacérselo pagar.

—Estoy seguro de que con la ganancia que le ha dejado, usted mismo se lo tendría que llevar a su casa —replicó.

Al tendero pareció gustarle su respuesta, pues le dijo:

—Si quieres ganarte unos euros, vuelve, que siempre hay alguien al que ayudar.

Retornó al mercado y varios tenderos le dieron encargos para llevar compras a domicilio. Ese día pudo tomar algo caliente en uno de los locales y no tuvo que robar.

Allí conoció a varias prostitutas que se le insinuaron, pero al decirles que no tenía dinero, dejaron de acosarlo. Una de ellas, que era mayor, le ofreció un sillón para dormir en el cuartucho donde vivía. Parecía que su suerte empezaba a cambiar.

Ese fue su primer empleo, pero él aspiraba a estudiar; y con lo poco que le daban de propinas y la miseria que le pagaban los vendedores no le llegaba para nada.

Dolores, la prostituta con la que compartía cuatro paredes, no quería aceptar el poco dinero que él quería darle de lo que ganaba haciendo los encargos.

—Si no lo guardas nunca tendrás na pa esos estudios tuyos —le decía cada vez que él dejaba dinero encima de la mesa carcomida donde compartían alguna magra cena.

—Nada para los estudios —la rectificó él.

Ella había crecido en la calle y su lenguaje era el que era, se comía muchas letras; Joel la corregía, lo que ella no se tomaba demasiado bien, pero había dejado de quejarse al ver que no conseguía nada.

—No quiero que nadie me pueda acusar de ser tu mantenido.

Dolores se dobló de la risa. Era una mujer voluptuosa de mediana edad que se reía de su propia sombra. Se conformaba con una comida al día, poder pagar el alquiler y el whisky de garrafa, al que era muy aficionada. Solía decirle a Joel que el mañana nadie lo había visto, que más valía vivir el día. Y sin él saberlo, guardaba todo el dinero que le daba en un bote metálico en el armario donde amontonaba su poca ropa.

—¿Tú, mi chulo? —Volvió a estallar en carcajadas—. Nunca lo dirán, toas me tienen envidia porque vives aquí. Se piensan que nos lo montamos cada noche.

Ese comentario lo hizo reír a él también.

«Ojalá», pensó en lo que podría aprender de la mujer. Él era virgen, había vivido entre las paredes del convento y nunca tuvo oportunidad de estar con una muchacha. Las insinuaciones que le hacían cada día las chicas de la calle lograban que su rostro se avergonzara y se tiñera de rojo. Todas ellas veían en Joel un agradable bocadito con el que retozar.

Un día, Juana, que era una de ellas y que los años hacían que tuviera menos clientes, lo invitó a subir a su cuarto. Él aceptó; desde que vivía allí, había visto cómo trabajaban las mujeres y muy a menudo la polla se le ponía tan dura que la situación se volvía dolorosa. Sus hormonas dormidas durante el tiempo que permaneció en el orfanato se habían despertado de golpe, y se encontró desahogándose solo en cualquier rincón.

Juana, que lo había visto en alguna ocasión, se imaginó el problema del chaval y se propuso enseñarle unas cuantas cosas. Joel entró en aquella cochambrosa habitación siendo un niño, pero cuando salió... Nunca olvidaría las lecciones de esa prostituta que lo había iniciado. Nada de lo que le enseñó era lo que él había presenciado. Todo estaba destinado a satisfacer a las mujeres: dónde tocar, la presión precisa, movimientos de caderas, cómo ir aumentando el ritmo, las posturas más placenteras y, sobre todo, no dejar insatisfecha a su pareja.

Desde ese día, a escondidas de sus chulos, todas se dedicaron a practicar con él, lo que lo convirtió en una máquina de dar placer.

Dol

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