Anhelo el mar de tus labios

Maira Mas

Fragmento

anhelo_el_mar_de_tus_labios-2

Capítulo 1

—Mami, ¡vamos a bañarnos! —exclamó Ruth sonriente.

—Sí, mi vida. Espera un momento.

Sara estaba tomando el sol en la playa de El Médano. Era fin de semana. Se sentía feliz porque eran los únicos días que podía ir al mar y disfrutar con su niña de la inédita belleza de Canarias. De lunes a viernes trabajaba en un centro educativo.

Recordó cómo había llegado hasta aquel lugar de la isla de Tenerife.

***

En mayo de 1999, le comunicaron a Sara su nuevo destino de trabajo: El Médano. Ella estaba muy contenta porque hacía mucho tiempo que deseaba vivir en las islas Afortunadas.

A principios de julio, Sara viajó con Roberto, su marido, a Tenerife. Estuvieron buscando un apartamento de alquiler en esa zona porque en septiembre ella tenía que reincorporarse a su empleo.

Fueron a la única inmobiliaria que había en el pueblo. No tenían ningún apartamento para alquilar. Disponían de un piso en venta que reunía los requisitos que ella había solicitado previamente.

Esa misma mañana lo visitaron. Era amplio. Tenía tres dormitorios, dos baños, salón-comedor, una cocina independiente y un pequeño recibidor. Se vendía amueblado. Nadie había habitado en él.

La vivienda estaba situada en la última planta de un edificio con ascensor. Además, se encontraba dentro de una urbanización cerrada, con piscina comunitaria y garaje exterior.

Cuando Sara vio el apartamento, le encantó desde el primer momento. Las paredes eran blancas. En el salón había dos sofás grandes de color azul turquesa, un mueble con vitrinas de cristal, una mesa redonda y cuatro sillas que encajaban perfectamente en aquel espacio y le proporcionaba un toque especial.

El piso estaba a su gusto, como si lo hubieran diseñado para ellas dos. Tenía ventanas en todas las habitaciones y un balcón de tamaño considerable, desde el cual se podía ver, a lo lejos, el mar y la Montaña Roja.

Después de la visita, Sara y Roberto estuvieron conversando un largo rato sobre ese apartamento.

Ella era capaz de evocar con total nitidez aquella conversación que mantuvieron.

«—No sé qué hacer, Roberto.

—Es un apartamento muy bonito. Es ideal.

—Tienes razón, pero ¿qué haremos con nuestro adosado de Barcelona?

—De momento, yo seguiré viviendo en él. ¿Sabes? Estoy enviando mi currículum a los hoteles que hay en el sur de la isla. Espero encontrar un trabajo pronto y poder vivir con vosotras en Tenerife. —Hizo una pausa—. Deberías comprar este piso, Sara. Es una excelente inversión y así tendremos dos viviendas: una en Barcelona y otra en Canarias.

—Me parece una buena idea, Roberto».

***

—Mami, te estoy esperando para ir a nadar —dijo Ruth.

—Lo siento, mi cielo. Estaba pensando en muchas cosas.

—No pasa nada. Estoy haciendo castillos de arena, ¿te gustan?

—Mucho, mi vida. ¿Puedo hacer uno yo? —preguntó Sara contenta.

—Sí, mamá. ¡Los que quieras! —exclamó la niña dándole un tierno besito.

Madre e hija pasaron un largo rato haciendo castillos de arena con el cubo y la pala. Luego, se bañaron en el mar. Sus rostros destilaban alegría. Disfrutaban del agua cristalina de la playa de El Médano.

***

Los días laborables transcurrían lentos. Sara trabajaba en un centro educativo. Era la jefa de estudios. Su jornada laboral comenzaba a las ocho y media de la mañana y terminaba a las dos de la tarde. Los lunes tenía que asistir a una serie de reuniones que duraban hasta las nueve de la noche.

Su niña estaba en una de las aulas de cuatro años de educación infantil. Cada día madre e hija se reencontraban en la hora del recreo. Se abrazaban mutuamente y compartían aquellos momentos.

Ruth jugaba en el patio del colegio con sus compañeros de clase, pero sobre todo con Esther, una niña que, desde que la conoció, se hizo muy amiga de ella. Estaba feliz. Sara veía a su hija divertirse y sonreía.

En el edificio donde vivían, Ruth también tenía amigos de su edad. A veces, los invitaba a su casa para jugar con todos sus juguetes, hacer puzles, leer cuentos y ver películas o dibujos animados. En otras ocasiones, se encontraban en el parque del pueblo, en la playa o en la piscina. Se lo pasaban estupendamente.

***

Roberto viajó a Tenerife algunos fines de semana. Era un exitoso empresario. Un hombre bien parecido y amable con todo el mundo. Tenía el pelo corto de color castaño claro y ojos azules.

Cuando llegaba a la isla, alquilaba un coche. Sara, Ruth y él iban a distintos lugares y disfrutaban de la naturaleza cálida de Canarias. Además, también aprovechaban para ir al supermercado porque ella aún no tenía vehículo.

***

Aquellas vacaciones de Navidad de 1999 las pasaron en Barcelona. Madre e hija se alojaron en el domicilio conyugal situado en un barrio residencial de la Ciudad Condal. Hacía un frío invernal en el exterior. Ambas extrañaban la primavera eterna de Canarias.

Roberto estaba malhumorado. Sara lo notó enseguida.

—¿Qué te pasa?

—Que nos vamos a separar —contestó él.

—¿Por qué? —preguntó Sara desconcertada.

—Por incompatibilidad de caracteres —dijo Roberto serio—. He llamado a mi abogado.

—Yo inicié los trámites de separación hace un par de años, pero te di otra oportunidad. He luchado para salvar nuestro matrimonio.

Roberto se quedó pensativo unos instantes.

—Este momento no es el más indicado para separarnos —respondió él.

Sara intentó disfrutar de las fiestas navideñas al lado de su marido, de sus padres y de su hija. Su niña era la razón de su existencia. Por ella respiraba y vivía.

***

Antes de fin de año, Roberto cambió radicalmente de opinión e inició los trámites de separación por su cuenta.

Sara estaba desorientada. Ningún miembro de su familia se había separado. No conocía a nadie que hubiera pasado por esa situación. Comenzó a buscar un abogado que defendiera sus intereses. Eligió a una letrada que era experta en ese tema, según comentarios de conocidos. Solicitó una cita urgente con ella porque el seis de enero debía regresar con Ruth a Tenerife.

Inés Rodríguez, la abogada que escogió, la atendió una mañana en su despacho.

—Buenos días, señora —dijo la letrada, seria.

—Hola —contestó Sara amable—. Como ya le adelanté por teléfono, necesito que me asesore con el tema de la separación.

Sara le presentó la documentación que le había entregado el abogado de Roberto. La abogada la revisó detenidamente durante más de diez minutos.

—Lo mejor es separarse de mutuo acuerdo —dijo la letrada—. Debo comentarle algo muy importante. —Bebió un poco de agua y prosiguió—: El domicilio conyugal figura a nombre de Roberto en la escritura de compraventa. Por tanto, él se quedará con la vivienda.

—¿Qué? —preguntó Sara atónita—. No puede ser. Ese adosado también es mío.

—No es suyo. Su nombre no aparece en la escritura de compraventa de la propiedad. Además, el año pasado usted compró un apartamento en Tenerife.

—Sí, pero… ¿a qué

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