Todo lo que no ves

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

Desde fuera, la casa de Lakeview Terrace parecía perfecta con sus tres majestuosas plantas de ladrillo marrón pálido y unas amplias cristaleras con vistas al Reflection Lake y la cordillera Azul. Dos falsas torrecillas coronadas de cobre le añadían un cierto encanto europeo y sugerían riqueza de un modo sutil. Un espeso manto de bonito césped verde ascendía suavemente hasta llegar a un trío de escalones que desembocaba en una amplia galería abierta blanca, con azaleas que en primavera florecían con un color rojo rubí.

En la parte de atrás, un vasto patio cubierto ofrecía un espacio para disfrutar en el exterior, con una cocina de verano y las mismas hermosas vistas del lago. El jardín de rosas, cuidado con mimo, inundaba el lugar con un aroma dulce y sofisticado. En temporada de vacaciones, un barco de casi trece metros de eslora flotaba tranquilamente en el muelle privado. Rosas trepadoras suavizaban los largos tablones verticales de la valla construida para tener algo de intimidad. En el garaje adyacente se guardaban un Mercedes todoterreno y un sedán, dos bicicletas de montaña, el equipo de esquí y ni un solo trasto.

Dentro, los techos eran altísimos. Tanto el salón formal como la sala grande tenían chimeneas enmarcadas con el mismo ladrillo marrón del exterior. La decoración, escogida con muy buen gusto —aunque algunos dirían por lo bajo que era demasiado estudiada—, reflejaba la visión de la pareja que estaba a cargo de todo.

Colores discretos, telas a juego, contemporáneo sin resultar demasiado austero.

El doctor Graham Bigelow compró la parcela en la urbanización de Lakeview Terrace, todavía en proyecto, cuando su hijo tenía cinco años y su hija tres. Escogió los planos que le pareció que encajaban mejor con él y su familia, hizo los cambios y los añadidos necesarios, eligió los acabados, los suelos, los azulejos, los enlosados, y contrató a un decorador.

Su mujer, Eliza, encantada, dejó que su marido se ocupara de la mayoría de las decisiones y elecciones porque, en su opinión, él tenía un gusto impecable.

Si ella tenía alguna idea o sugerencia, él la escuchaba. Y, aunque la mayoría de las veces las rechazaba, explicándole por qué lo que decía no encajaba, sí que incluyó, alguna que otra vez, algo de lo que ella había aportado.

Igual que Graham, Eliza quería la novedad, el prestigio que ofrecía la pequeña y exclusiva comunidad junto al lago en la región de High Country, en Carolina del Norte. Ella había nacido y se había criado en una familia acomodada, pero demasiado tradicional para su gusto; le parecía anticuada y aburrida. Como la casa en la que había pasado su infancia, que estaba al otro lado del lago.

No tuvo ningún problema en venderle su parte de esa vieja casa a su hermana y utilizar el dinero que consiguió para ayudar a amueblar la casa de Lakeview Terrace (¡con todo nuevo!). Por eso le dio el cheque a Graham, que era quien se ocupaba de esas cosas, sin pensárselo dos veces. Y nunca se había arrepentido.

Habían vivido allí muy felices durante casi nueve años, criando a dos hijos inteligentes y brillantes, celebrando cenas, cócteles y fiestas en el jardín. El único trabajo de Eliza, en su calidad de esposa del jefe de cirugía del Mercy Hospital, en la cercana ciudad de Asheville, era estar guapa y bien arreglada, criar bien a sus hijos, asegurarse de que todo estuviera perfecto en la casa, dar fiestas y presidir comités.

Como tenían un ama de llaves cocinera que venía tres veces a la semana, un jardinero que pasaba una vez a la semana y una hermana que estaba encantada de quedarse con los niños, si Graham y ella necesitaban salir una noche o hacer una escapada, Eliza tenía tiempo de sobra para centrarse en su apariencia y su guardarropa.

Nunca se perdía ninguna función en el colegio y, de hecho, había sido la presidenta de la AMPA durante dos años. Asistía a todas las obras de teatro, acompañada por Graham si el trabajo no se lo impedía. Se dedicaba en cuerpo y alma a las recaudaciones de fondos, tanto para el colegio como para el hospital. También acudía a todos los recitales de ballet de Britt desde que la niña cumplió los cuatro años y siempre se sentaba en el centro de la primera fila.

Además, iba a la mayoría de los partidos de béisbol de su hijo Zane. Y si se perdía alguno de vez en cuando, se le perdonaba: cualquiera que haya presenciado la tediosa pesadilla que es un partido de béisbol juvenil lo comprendería.

Aunque no lo admitiría nunca, Eliza prefería a su hija. Britt era una niña preciosa, dulce y obediente. Nunca tenía que insistirle para que hiciera los deberes o para que ordenara su habitación, y la niña era siempre educada. Pero Zane… Eliza veía en él a su hermana Emily. Tenía esa tendencia a discutir siempre o a enfurruñarse, a hacer las cosas a su manera.

Aun así, sacaba buenas notas y en el béisbol siempre estaba en el cuadro de honor. Obviamente, su ambición de llegar a ser profesional no era más que una fantasía adolescente. Iba a estudiar Medicina, como su padre, por supuesto.

Pero, por ahora, el béisbol servía como zanahoria para que todos pudieran evitar el palo. Y si Graham tenía que sacar el palo de vez en cuando para castigar al niño, era por su bien. Servía para imprimirle carácter, enseñarle límites y asegurarse de que tuviera respeto.

Como le gustaba decir a Graham: «El niño es el padre del hombre, así que tiene que aprender a cumplir las normas desde pequeño».

Dos días antes de Navidad, Eliza iba de vuelta a casa por las calles de Lakeview que acababa de limpiar la quitanieves. Había pasado unas horas estupendas comiendo con unas amigas y, seguramente, había tomado un poco más de champán del que debería, pero lo había quemado después yendo de compras. El 26 de diciembre la familia iba a ir, como todos los años, a esquiar. O más bien Graham y los niños iban a esquiar, y ella a relajarse en el spa. Ahora podría meter en la maleta un par de botas nuevas preciosas y también algunas prendas de lencería que harían que Graham entrara en calor tras el frío de las pistas.

Miró las casas que iba pasando y su decoración navideña. Pensó que estaban todas muy bonitas porque habían cumplido las órdenes de la asociación de propietarios: nada de papanoeles hinchables horteras en Lakeview Terrace. Sin embargo, su casa destacaba entre las demás, no tenía sentido ser modesta. Graham le había dado carta blanca para la decoración navideña y ella la había utilizado sabiamente. Se dijo que las luces blancas brillarían como estrellas después del anochecer, destacando las líneas perfectas de la casa, adornando, enroscadas entre sus ramas, los abetos en macetas que había en la galería exterior, e iluminando desde el interior las coronas gemelas, con sus cintas rojas y plateadas, que había colocado en las puertas dobles.

Y, por supuesto, llamarían la atención las luces blanca

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