Lady Emma

Charlotte Grey

Fragmento

lady_emma-1

Londres, primavera de 1816

Lady Emma Milford, bella, inteligente y rica, con una familia más que acomodada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia, y había vivido casi veinte años sin que apenas nada la afligiera o la enojase.

Eso era, al menos, lo que la mayoría de sus contemporáneos pensarían sobre aquella jovencita de cabello castaño y ojos verdes, hija del conde de Crampton, que se presentaba aquella noche en sociedad después de haberse perdido su primera temporada. Aquel parecía el destino de las jóvenes Milford, acudir tarde a su primera cita con la alta sociedad londinense. Su hermana Jane, felizmente casada con el marqués de Heyworth, había hecho su debut dos años después de lo esperado debido a la muerte de la madre de ambas. Ahora era el turno de Emma de acudir, también tarde, a aquella cita. En su caso por motivos distintos.

A decir verdad, a Emma no le habría importado postergar aquel acontecimiento por los siglos de los siglos, pues estaba muy lejos de su ánimo contraer matrimonio con nadie. Si había accedido había sido únicamente para contentar a su padre y a su hermano mayor, Lucien, a quienes había prometido al menos una temporada antes de decantarse por la soltería, como era su deseo.

Lucien, el pobre Lucien, que había sido el objeto de uno de los mayores escándalos que se recordaban. Un mes antes de su boda con lady Clare, la hija del conde de Saybrook, su prometida se había fugado a Gretna Green con el secretario de su padre, y allí ambos se habían casado en secreto. Aquello había sucedido a finales de 1814 y Emma se negó a hacer su debut a la primavera siguiente, sabedora de que tanto ella como su hermano, que la acompañaría en la mayoría de las ocasiones, serían el centro de atención de cualquier evento al que acudiesen. Cuando expuso las razones por las que se negaba a ser presentada en sociedad, casi le pareció ver como su hermano suspiraba de alivio.

Sin embargo, existía otra razón por la que prefirió esperar un año; una razón que no podía confiarle a nadie, ni siquiera a su hermana, que en ese momento la ayudaba a vestirse.

—Estás muy pensativa —le dijo Jane mientras le colocaba un par de horquillas más. A ese paso, pensó, acabaría pareciendo un puercoespín.

—Es que esto me parece una pérdida de tiempo.

—Emma, por favor.

—No entiendo por qué he de participar en esta pantomima.

—¿Porque se lo has prometido a papá y a Lucien?

—Ah, sí. No sé en qué estaba pensando cuando lo hice...

—Sabes que ellos solo quieren que seas feliz.

—¿Y no lo sería si me quedara soltera? —refunfuñó—. ¿Nuestra tía te parece infeliz?

Emma aludía a lady Ophelia Drummond, que se ocupaba de muchos de los asuntos de la familia desde la muerte de su prima Clementine Milford, la madre de Jane y Emma.

—Te recuerdo que es viuda —comentó su hermana.

—Bueno, estuvo casada tan poco tiempo que es casi lo mismo. ¿Crees que es una persona triste?

—¡No! —sonrió Jane—. Más bien al contrario.

—Y no necesita a ningún hombre para ser feliz —prosiguió Emma—. Siempre está deslumbrante, luminosa, risueña...

—Sí, tienes razón en eso, pero...

—Si me vuelves a decir que tu matrimonio con Blake es lo mejor que te ha pasado nunca, te juro que te tiro del pelo.

Jane soltó una risita. Era cierto que lo comentaba a menudo, y Emma se alegraba mucho por ella. Blake era un buen hombre y ambos habían traído al mundo a su primera sobrina, Nora Clementine, a la que adoraba. Pero si volvía a escucharla mencionar lo feliz y dichosa que era en su matrimonio no respondía de sus actos. Jane había tenido suerte, eso era todo. Ella no. Y tampoco Lucien. Tal vez el cupo de fortuna de los Milford ya se había cumplido, porque su hermano Nathan había sobrevivido a la guerra contra los Estados Unidos de una pieza, y eso valía más que cualquier matrimonio, por muy dichoso que este pudiera ser.

En fin, debía resignarse y mantener su palabra. Tendría su temporada y, cuando esta hubiese finalizado, podría comenzar su vida de verdad. La vida con la que llevaba años soñando.

Solo serían unos meses. ¿Qué podía suceder en tan poco tiempo?

Hacía calor, le dolían los pies y se aburría. Y no necesariamente en ese orden. Su tía Ophelia y ella se habían situado en uno de los rincones de la enorme estancia de la mansión de los duques de Oakford, y Emma contemplaba con aire de fastidio el concurrido salón.

—No lo entiendo —musitaba su acompañante—. Cuando Jane fue presentada apenas quedó espacio en su carnet de baile. Eres una Milford, los caballeros deberían estar haciendo cola para solicitarte una pieza.

—Ya he bailado demasiado —sentenció, sin mirarla. Cuatro bailes, se recordó mentalmente.

Emma temía que pudiera adivinar el motivo por el que solo un puñado de los jóvenes asistentes se habían atrevido a aproximarse, aquellos a los que no había intimidado con su furibunda mirada en cuanto se habían acercado lo suficiente. Había prometido asistir a una temporada, eso era todo. No pensaba socializar ni pretendía tampoco que su casa se convirtiera cada mañana en una sucesión de visitas inoportunas con el propósito de conocerla mejor. Recordaba con absoluta nitidez cómo había sido con su hermana Jane, y ella no estaba dispuesta a participar en aquel juego.

—Será mejor que nos movamos —le aconsejó lady Ophelia—. Permanecer en el mismo lugar demasiado tiempo indica que no has recibido suficiente atención.

Emma quiso contestar que aquello le importaba tanto como el precio de las sardinas en el mercado, pero siguió a su tía en su errático deambular por el salón. Se fueron deteniendo aquí y allá para charlar con los invitados y para que lady Ophelia la presentara debidamente a quien consideró oportuno. Emma ni siquiera se molestó en retener sus nombres y nadie despertó en ella ni el más mínimo interés. Nadie excepto lady Ethel Beaumont, una viuda de buen ver que se encontraba en uno de los saloncitos adyacentes, rodeada de un pequeño grupo de damas y caballeros de todas las edades. Recordó que Jane le había hablado de ella y convino en que era una dama peculiar, con aquella forma de hablar tan desinhibida y que tanto le envidiaba. En cuanto Emma vio que uno de los caballeros se levantaba para abandonar la estancia, hizo ademán de ir a ocupar el asiento que había dejado libre. Los pies la estaban matando. Su tía la agarró con fuerza del brazo.

—No —musitó.

—Los escarpines me hacen daño —se quejó, como si volviese a ser una niña pequeña.

—Una dama jamás ocupa el asiento que acaba de abandonar un caballero.

—¿Eh? —Emma miró hacia la silla vacía—. ¿Por qué no?

—Aún estará caliente.

—Oh, por Dios. Eso es lo más absurdo que he escuchado jamás —bufó.

—Mira cuántas mujeres hay en la habitación —siseó su tía—. ¿Ves a alguna dirigirse hacia él?

Emma echó un rápido vistazo a las damas y, en efecto, comprobó que ninguna de ellas acudía a ocupar la plaza vacía, como si no estuviera allí. Peor aún, como si se hubiera convertido en ese invitado indeseado al que uno no quiere mirar, p

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos