Pasión en el Orient Express (Nobles al desnudo 1)

S. F. Tale

Fragmento

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Capítulo 1

31 de septiembre de 1889

Cerré el libro sobre el dedo índice mientras perdía la vista en la anodina cotidianidad de París. Sentada en el alféizar observaba a las personas que atravesaban la ventana de mi habitación, cómo las criadas, con sus uniformes oscuros y delantales blancos, cuales pingüinos, iban y venían con sus cestas, algunas grandes, otras planas, se saludaban con la mirada; las que llevaban más prisa pasaban de largo o las más cotillas se agrupaban en la esquina y juntaban sus cabezas deseosas de oír los chismes del día. No eran las únicas que recorrían la calle donde se situaba Claresburg, mi casa desde hacía más de una década en la capital francesa, bautizada por mi padre en honor a mi madre —la segunda con el mismo nombre tras la propiedad de Oxford—; a ellas se unían mozos, comerciantes, alguna que otra dama en compañía de sus doncellas o de una amiga. Se diferenciaban de las criadas porque sus andares elegantes no les permitían tocar el suelo. Esa finura contrastaba con la humedad y hosquedad de los adoquines de la calzada por la que transitaban humildes carretas, carruajes con los escudos familiares que brillaban bajo el sol de finales de septiembre. Resoplé hastiada, siempre la misma imagen, mañana y tarde.

Entorné los ojos hacia el reloj que había en la repisa de la chimenea, quedaban breves segundos para las cuatro de la tarde y la blanca invitación que había tirado sobre el secreter relucía con la luz. Era de mi mejor amiga, Camille, que me convocaba a reunirme en su casa para tomar el té. La decliné, alegando una fortísima migraña, la cual no padecería a no ser que acudiese a su llamada, y me negaba, ya que detrás de todo ello se escondía la verdadera razón: alabar a su amado Belmont. Si a ello se le sumaban sus otras refinadas amigas que me observaban como una rara especie sobre la faz de la Tierra debido a lo acaecido hacía año y medio, y sus comentarios tales como: «Estás en la obligación de presentarnos a sus amigos», «¿sus amigos son tan guapos como él?», «están sin compromiso, ¿verdad?»... Lo lamentaba por Camille, mas aquello no estaba hecho para mí. Una vez lo soportaba; la segunda, me ahogaba en la sangre que desprendía mi lengua al morderla; la tercera, mis nervios se crispaban; y la cuarta no existía. ¡Estaba harta de Belmont y de aquella cohorte de muchachas sin sesos!

—¡Bag! —Agité el libro en el aire—. Has tomado la decisión perfecta, acabarías contemplando el estampado de los cortinones.

Justo cuando sonó la primera campanada, la voz de mi padre retumbó a lo largo y ancho del magnífico pasillo que separaba la escalinata de mi cuarto:

—¡Gen!

—¡Geny! —Volví el rostro hacia la puerta, ¿el tío Thaddeus también me reclamaba?

—¡Genia! —gritó mi padre de nuevo.

—¡Eugeny!

—¡Eugenia!

Todos mis diminutivos y mi nombre me alarmaron.

—¿A qué viene tanto revuelo? —Salté del alféizar para abrir la puerta. Con el pomo en la mano, se abrió dándome un empujón—. ¿Se puede saber por qué están tan alterados?

—Es la emoción. —Padre se frotó las manos, gesto que indicaba su entusiasmo.

—La alegría nos embarga por una noticia, ¿verdad, hermano Magnus?

—Sí, hermano Thaddeus, y tan pronto como te la hagamos saber...

—La vivacidad de tu espíritu se unirá a la nuestra.

Mi padre, Magnus Kersey, y mi tío, Thaddeus Kersey, eran gemelos y desde niños forjaron una particular forma de expresarse al estar juntos: uno terminaba la frase del otro, la mayor parte de las veces. Eran hombres de letras, historiadores, arqueólogos, antropólogos —disciplina que hacía mucho nos había llevado a América—, paleontólogos, de niños habían descubierto muchos fósiles que luego fueron objeto de estudio. Mi tío era explorador, muy amigo de Darwin, a quien había conocido en uno de sus viajes, y afamado orientalista en Oxford, universidad donde ambos impartían cursos y charlas. Los admiraba. En aquellos dos pares de ojos grises refulgía una idea que querían compartir, mas no estaba muy segura de si quería escucharla. Era peligroso que juntaran sus brillantes mentes en un asunto, nadie sabía lo que podía salir de ahí, aunque la curiosidad me inquietaba.

—¿Tienen la intención de contármela o debo adivinar de qué se trata? —Me crucé de brazos.

—Por supuesto —afirmó padre.

—Sí, querida —aseveró mi tío.

Les sostuve la mirada unos instantes, guardando silencio.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo, hermano Thaddeus?

—Como siempre, hermano Magnus.

—¿Inclusive en quién se lo va a decir?

—¡Quieren decirlo de una vez y dejarse de tanto jueguecito! —Me estaban exasperando, de verdad.

Padre, con el pecho henchido, fue el primero en hablar.

—Nos enorgullece comunicarte...

—Que nos embarcaremos en un viaje único...

—Inquietante, excitante para la mente, que nos llevará a Oriente.

—¡Oriente! —grité. Boqueaba como un pececillo fuera del agua ante aquella inesperada noticia. ¡No me la esperaba!

—Eso hemos dicho, querida niña. —Tío Thaddeus asentía contento—. Parece no dar crédito, hermano Magnus.

—Te lo dije, hermano Thaddeus.

—¿Cuándo? ¿Cómo iremos? —Fui capaz de inquirirles—. Si es en barco, me quedo en tierra.

—No, en barco no. —Padre frunció el ceño.

—Nadie ha hablado de barco —informó el tío Thaddeus.

—¡En el Orient Express, hija, en el Orient Express...!

—Dentro de cuatro días tomaremos el tren...

—De París a Constantinopla.

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Capítulo 2

4 de octubre de 1889

—¡Vente conmigo! —La propuesta me había salido exultante, sin pensar.

—¿Pasar varios días sin ver a Belmont? —había expuesto Camille casi horrorizada. Había venido a casa el día anterior de partir—. No, amiga, este es tu viaje, ¡toda tu vida es una aventura! A la vuelta quiero todos los detalles. —Me había cogido de las manos.

—Te lo contaré.

—Eugenia, prométeme que te dejarás asombrar por ese exótico Oriente y lo que no sea Oriente.

—Lo haré. —Nos abrazamos.

El carruaje frenó de modo brusco, sobresaltándome. Miré por la ventanilla para comprobar que habíamos llegado a nuestro primer destino. De pronto, la puerta se abrió y el cochero extendió la mano para ayudarme a bajar. Apenas sentía cómo el frío de octubre me rozaba las mejillas, los nervios me habían congelado desde que habíamos salido de casa. Se me habían agarrotado tanto las articulaciones que notaba cierta presión en la base del cuello. Debía estar acostumbrada a viajar, lo había hecho desde que tenía uso de razón, pero este era diferente a todos los demás, no habían programados charlas, clases o cursos en la universidad.

—¡No perdamos más tiempo! —La voz de tío Thaddeu

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