Al escondite inglés

Reina González Rubio

Fragmento

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Capítulo 1

ORIGEN

Tess bajó la vista para admirar de nuevo la sencilla banda ancha de plata que adornaba su dedo anular izquierdo, una joya antigua que muchos años atrás había sido la alianza matrimonial de su bisabuela y que, al fallecer esta, su viudo había llevado en el meñique izquierdo como recuerdo del profundo amor que sentía por la que había sido su esposa. Solo cuando había sabido que su fin estaba cerca, se la había legado a su hija Sarah, la abuela, que nunca se la quitó. Únicamente se separó de esa reliquia familiar en ese instante lucido que antecede al sopor que precede a la muerte y había sido para entregársela a ella, su nieta.

En ese momento Sarah Harper, Bennett de soltera, estaba siendo enterrada en el tranquilo cementerio de Bridlington, en Yorkshire del Este, rodeada por las tumbas de la que un día había sido su familia. Allí yacían, muy cerca unos de otros, los bisabuelos, Thomas y Alice Bennett; detrás estaban los padres de Tess, Jeremy y Glory Hamilton, y a su espalda, junto a la tierra recién abierta, adyacente al lugar en que se había depositado el ataúd de Sarah, descansaba el abuelo Bernard. Todos, excepto el bisabuelo y la abuela, habían muerto demasiado jóvenes; la bisabuela Alice no había llegado a cumplir los treinta años, el abuelo Bernard apenas tenía sesenta años cuando un fulminante ataque al corazón le sesgó la vida, y los padres de Tess habían sido dos jóvenes veinteañeros alocados a los que el asfalto resbaladizo de una curva un día de lluvia les jugó una mala pasada.

Una suave ráfaga de viento glacial rozó su rostro y la transportó de nuevo a la áspera realidad. Quería llorar pero, a pesar del inmenso dolor que sentía, sus lágrimas se negaban a brotar. Oyó en la lejanía la voz del sacerdote mientras el ataúd era depositado en la tumba.

—Puesto que Dios todopoderoso ha querido en su infinita misericordia llevarse con él el alma de nuestra querida hermana Sarah, nosotros entregamos su cuerpo a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo…

Gradualmente el desfile de amigos y vecinos que habían asistido al sepelio cesó y se quedó sola en el umbroso cementerio para ofrecer a aquella mujer que la había criado su último adiós. Cerró los ojos y aspiró el aroma dulzón de las flores que rodeaban el lugar del enterramiento; al abrirlos se agachó para rozar los pétalos de una de las múltiples coronas fúnebres y arrancó unos capullos que fue depositando en las otras tumbas de su familia en un acto de unión con el clan que un día habían sido. No quería irse, pero los dejó allí unidos por la misma tierra que, como un manto protector, cubría su descanso eterno. Ella, sin embargo, se había quedado muy sola.

A la salida del camposanto la esperaba su amigo Alan. Era como un hermano para ella, incluso hubo un tiempo en que la abuela había albergado la ilusión de que algún día se casaran, hasta que se había dado cuenta de que aquel deseo era totalmente imposible.

—Eh, ¿cómo estás? —le preguntó a la vez que la acunaba entre sus brazos en un gran abrazo de oso.

—Siempre pensé que la abuela viviría para siempre —dijo ella con un suspiro.

—Todos lo creímos, cariño, pero al final ha resultado que ella también era mortal.

Se hizo el silencio mientras los dos seguían abrazados.

—Anda, vamos a casa y te prepararé un té bien caliente. Creo que lo necesitas —dijo Alan besando la mejilla de Tess.

—Gracias por ser mi amigo y estar a mi lado estos días tan duros.

Alan se quedó mirando fijamente a los ojos de su amiga y la besó tiernamente en la frente. Sobraban las palabras.

Una vez en casa mientras ella permanecía acurrucada en posición fetal en uno de los sillones de mimbre de la galería acristalada y miraba el hermoso jardín que con tanto mimo había cuidado Sarah Harper durante toda su vida, Alan preparó la infusión para ambos

El cielo se iba oscureciendo para dejar paso a la penumbra. Los dos permanecieron en silencio, con las tazas aún humeantes en la mano, mientras la luz iba disminuyendo lentamente.

—Vete cuando quieras, Alan, mañana tienes que trabajar.

—No voy a dejarte sola esta noche. Me quedaré aquí contigo.

—Estoy bien, de verdad —dijo ella intentando convencer a su amigo para que se marchara a la vez que levantaba la mano derecha haciendo el inequívoco gesto de un juramento.

—Sé que mientes y no me importa quedarme el tiempo que me necesites.

—Mañana tienes que abrir el pub y preparar las comidas. Además necesito estar sola; anda, compórtate como un buen chico y márchate.

Alan apuró de un solo tragó su taza e instó a Tess a hacer los mismo.

—Siempre he sido bueno así que te haré caso y me voy —consideró Alan a regañadientes mientras su amiga apuraba el té—, pero si me necesitas, mi teléfono está abierto las veinticuatro horas del día para ti.

—Lo sé, y gracias por todo.

Acompañó a Alan hasta el coche y se despidieron con un abrazó prolongado y cálido. Esperó en el umbral del portón del jardín hasta que el vehículo se perdió al final de la calle. Solo entonces se volvió y camino lánguidamente hasta la casa, abrió la puerta y, una vez en el vestíbulo, la cerró despacio mientras oía el chirrido de las bisagras que se asemejaba a un grito de dolor. Tess pensó que también el antiguo caserón lamentaba la muerte de Sarah.

Por primera vez en toda su vida estaba completamente sola en aquella vivienda. Agudizó el oído en un intento vano de percibir algún sonido, pero solo existía el silencio. Se dirigió al saloncito para sentarse en uno de los sillones, pero no logró alcanzarlo; sintió un pequeño vahído y se desplomó lentamente hasta que todo su cuerpo cayó al suelo. Se hizo un ovillo para intentar menguar hasta no ser nada y se agarró las rodillas con los brazos enterrando la cabeza entre los muslos. Comenzó a entrever pequeños puntitos negros que se fueron haciendo más grandes hasta convertirse en grandes manchas oscuras, cerró los ojos y su cuerpo comenzó a convulsionar. Las lágrimas llegaron a sus ojos y las dejó escapar, por fin logró llorar.

Tumbada en el duro suelo, mientras los últimos estremecimientos producidos por el llanto la asaltaban, se quedó profundamente dormida. Al despertar se sentía dolorida y fría. Fuera la oscuridad era total. La rigidez de su improvisada cama le estaba pasando factura a sus huesos; se levantó lentamente y encendió la luz. La habitación se iluminó de repente y el resplandor dañó su vista, entrecerró los ojos e intentó protegerlos con una de sus manos, la misma en la que la abuela Sarah había colocado el anillo familiar.

Comenzó a girarlo, pero el aro se agarraba con ímpetu a su dedo; quiso sacarlo, pero no calculo bien su fuerza porque lo desencajó con tanto brío que la alianza resbaló de su mano y cayó al suelo rodando hasta la cercana chimenea. Asustada ante el temor de perderlo se apresuró a recogerlo y al alcanzarlo lo apretó con fuerza en la palma de su mano. Era su mayor tesoro. Antes de volver a ponérselo lo examino con detenimiento y algo llamó su atención, la cara interna del anillo tenía unas palabras grabadas. Encendió una lámpara que estaba en una mesita para tener más luz, acercó la alianza a la bombilla e intentó leer la inscripción, las palabras carecían

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