El capitán Hayden y la tramposa

Sandra Bree

Fragmento

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Capítulo 1

Baltimore, 1865 (octubre)

Desde un rincón del salón de baile, Drew Hayden dirigió la vista más allá de los bailarines, al ostentoso umbral. Sus ojos se quedaron prendidos en la preciosa beldad que escoltaba uno de sus oficiales. Daba la casualidad de que la había visto nada más acceder en la estancia y, desde ese momento, había ansiado saber quién era, sin embargo, por su rango de capitán, no iba a cometer la torpeza de aproximarse a una jovencita que, con toda seguridad, se había puesto aquella noche los tacones por primera vez.

Desde que la Guerra de Secesión había finalizado hacía unos seis meses, los progenitores con hijas casaderas empleaban la mínima ocasión para buscarles cónyuge. Y en cierto modo hacían bien. Después de las penurias que todos estaban atravesando, no quedaban muchos hombres bien acomodados dispuestos a comenzar una familia. Más bien, como era su caso, debían sus obligaciones a levantar, piedra por piedra, todo lo que antaño les había pertenecido. O, dicho de otro modo, a enderezar el negocio familiar que tan poco le complacía.

Se irguió, dejando la copa que estaba tomando sobre la larga mesa de las bebidas, cuando vio que el joven soldado que había estado bajo sus órdenes se dirigía hacia él, acompañado de la hermosa dama. Ella llevaba un bonito y sofisticado vestido de satén dorado con un pequeño volante de gasa en el cuello alto y en los puños. El género se ajustaba a su cuerpo hasta la cintura donde se abría por detrás en una sobrefalda que arrastraba por el suelo al caminar. Una ropa tan espléndida solo podía indicar que, o su dueña era una acaudalada heredera, o por el contario, había tenido ese vestido salvaguardado en algún lugar como oro en paño, en espera de que la guerra finalizase.

Le llamó la atención su forma de andar. Sus pasos eran enérgicos y firmes, al contrario de las demás señoras que parecían deslizarse con delicadeza bajo sus anchas faldas. Por otro lado, llevaba su cabello rubio, de un tono champán, recogido en un intrincado trenzado bajo la nuca. No obstante, no vio que luciese ninguna joya de valor. Se preguntó qué edad tendría. Era apenas una muchachita de... ¿Cuánto? ¿Dieciséis o diecisiete años?

—Capitán Hayden. —David Rives, el oficial que vestía el uniforme azul de la Unión, llegó hasta él y le tendió la mano amistosamente—. Es un placer volver a verle de nuevo.

Drew se la estrechó al tiempo que juntaba los talones e inclinaba la cabeza en un saludo militar.

—El placer es mutuo. ¿Cómo está, señor Rives?

—Mucho mejor ahora que todo ha terminado, aunque solo sea por poder dormir sobre una cama mullida.

Drew curvó las comisuras de los labios hacia arriba en una sonrisa afable.

—Tiene razón.—Clavó los ojos en su pareja—. No puedo dejar de advertir que, sin duda ,va muy bien acompañado esta noche. —Inclinó con brevedad la cabeza hacia la dama y se encontró con una límpida mirada gris clara enmarcada por unas elegantes cejas y unas largas y rizadas pestañas. Su cara era deliciosa, de mejillas tersas, mentón ovalado, labios sensuales y una expresión tan risueña y pícara que quitaba el aliento. Era mirarla y recordar los días de primavera con las praderas inundadas de flores, las aguas cristalinas de los arroyos o las mariposas volando con placidez sobre los rosales. Sin embargo, había algo en el fondo de sus ojos que le trasmitían angustia y dolor.

David Rives se apresuró a presentarlos.

—Ella es mi prometida, Ana Peterson. ¿Se acuerda de que le hablé de ella en el campamento?

Drew no lo recordaba en absoluto. Muchas veces en campaña, cuando sus hombres, descansando, se había reunido a departir de sus vidas personales en los pabellones, él se había evadido perdiéndose en sus propios pensamientos. Mientras estuvo al frente, quizá por su sentido de la responsabilidad, nunca tuvo ningún momento libre para hacer amistades o intercambiar expresiones de carácter privado con nadie.

—Lo siento, es posible que en alguna ocasión lo haya comentado. —Volvió su cara a ella y le agradó el modo en que lo observaba—. Señorita Peterson. —Con educación, tomó la mano enguantada que ella le entregaba. Olía a flores silvestres y aire fresco—. Es un placer conocerla.

—El placer es mío, capitán Hayden. —La voz femenina salió estrangulada. Carraspeó y continuó diciendo—: David me ha hablado mucho de usted. Le admira profundamente.

Drew se sintió halagado, y terriblemente hechizado. La muchacha tenía un tono de pronunciación tan dulce y sedoso, que irrumpió en su mente de forma brusca, despertando en él sensaciones desconocidas.

«¡Virgen santísima! ¿Por qué me es tan irresistible?»

—Estaba deseando que Ana lo conociese capitán. —David brindó una sonrisa a su prometida y, por primera vez en su vida, Drew sintió celos. Siempre había supuesto que algún día se enamoraría de una mujer que le impresionase de esa manera. Había pretendido hacerlo de Andrea Ranstrom, hija de uno de sus asociados. Pero la joven era demasiado frívola y materialista para él—. Hemos decidido que nos instalaremos en Minnesota, en Minneapolis, después de contraer nupcias. Como usted es de allí, nos agradaría mucho pasar a saludarle, si no tiene inconveniente.

«¿Vivir cerca de él?» Su corazón palpitó con fuerza. No entendía qué demonios le ocurría. Sin duda había bebido más de la cuenta esa noche. Una espesa bruma se había emplazado en su mente desde que la pareja se presentase y no le dejaba pensar con racionalidad. ¿O acaso lo habían envenenado? Miró por unos segundos, con recelo, la copa que descansaba en la mesa.

—¿Se encuentra bien, capitán? —le preguntó la joven.

Él asintió.

—Sí, claro. Inconveniente, ninguno —se obligó a decir. Por un breve espacio de tiempo, ideó a la dama en su residencia, tocando la pulida barandilla de la escalera principal de Headworth, observando los cuadros de sus antepasados...—. En realidad, resido a hora y media de la ciudad. —Con un fuerte impulso tomó el vaso de encima de la mesa para templar sus nervios y, al hacerlo, se vertió un poco sobre la manga de David. Se sintió mortificado—. ¡Discúlpeme, por favor! —Nunca había sufrido ataque alguno de torpeza, hasta ese momento. Él, que siempre se había mostrado arrogante, orgulloso, seguro de lo que hacía y lo que decía, llevaba varios minutos con la sensación de estar poseído por algún espíritu maligno.

—No es nada —respondió el otro con franqueza, sacudiéndose la manga. Miró a su alrededor averiguando si alguien se había percatado de lo sucedido. Drew le imitó. La fiesta ahora estaba más animada, pero nadie les prestaba atención. El oficial volvió la vista a él esbozando una sonrisa—: Le encargo a mi prometida y regreso en un minuto. Si lo aclaro rápido, no quedará señal.

La dama dio un paso hacia David, con el ceño fruncido.

—¿Necesitas que te acompañe, tesoro?

¿David Rives se tensó, o se lo pareció a Drew?

—No, deseo que permanezcas aquí y emplees el tiempo en pasarlo bien, querida Ana —respondió el oficial. Se medió giró a Drew—. ¿Le incomoda?

—En absoluto. Vaya usted tranquilo. Le doy mi palabra de que custodiaré a la señorita Peterson con mi v

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