Tu único error

Olga Hermon

Fragmento

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Capítulo 1

Ciudad de Londres. Finales del siglo XVIII

En cuanto Alexander Blackheart, conde de Hardrock, terminó de leer la misiva, su mente voló trece años atrás, justo al día en que sepultaran a la dulce y joven Marianne.

—Prométeme que si algo llega a pasarme cuidarás de mi hija, Alex.

El chaparrón de verano arreció y empezó a dispersar a todos los presentes; solo él y su amigo permanecieron de pie junto a la tumba, calados hasta los huesos.

—No pienses en eso ahora, Richard.

—¡Promételo!

—Lo prometo.

Alexander volvió al presente cuando el papel resbaló de sus manos y cayó sobre el escritorio, se mesó el cabello en un acto reflejo y terminó con las manos en el rostro como si quisiera detener los sentimientos que se le desbordaban por los ojos. Con paso cansino caminó hacia la ventana y paseó la mirada por las sombras de la noche que se estremecían con el gélido viento. Era un invierno crudo, pero, a pesar de que en la habitación ardían las llamas del hogar, su cuerpo no lograba entrar en calor al saber a su amigo del alma muerto.

—¡Alex, es una locura! ¿Cómo piensas que de buenas a primeras te puedes hacer cargo de una joven a la que hace años no ves? No tienes ni idea de las complicaciones que implican los hijos y más aún los ajenos.

La chillona voz de lady Lucrecia de Harris le recordó su presencia en el estudio y la de la pequeña Marianne dos habitaciones más allá. Esta esperaba a ser recibida luego de su largo viaje trasatlántico para cruzar del continente americano a la Gran Bretaña.

—Lucrecia. —Alexander volvió el rostro y su mirada gris brilló como dos cuchillos afilados al descubrir la carta entre sus manos—. Te lo voy a decir de una vez y para que te quede claro: Lo que haga o no en relación a la hija de mi mejor amigo solo me concierne a mí. Y, en lo que respecta a mi correspondencia, será mejor que no se repita tu atrevimiento o no respondo de las consecuencias —pronunció duro y cortante y con un rechinido de dientes recuperó la misiva.

—No tienes por qué molestarte tanto, querido, solo quiero ayudar. —La mujer hacía pequeños pucheros que, para su mala suerte, no le funcionaron, por lo que resolvió cambiar de estrategia. Como una serpiente, tras su presa, se acercó sin apartar los ojos hipnotizadores de los grises. Una vez junto a él se enredó en su fuerte cuerpo cual hiedra venenosa.

Lady Lucrecia era consciente de que, aunado a la difícil labor diaria de enamorar a su amante para convertirse en la condesa de Hardrock, ahora tenía que resolver el contratiempo que le significaba la inesperada llegada de la chiquilla.

—Lucrecia, tendrás que disculparme, pero debo dar recibimiento como es debido a mi pupila —declaró Alexander desprendiéndose de su amarre.

—Lo entiendo perfecto. Por favor, no dudes en pedirme lo que sea, sabes que cuentas conmigo de forma incondicional. Vas a necesitar la ayuda de una profesional y yo conozco a... —Su voz empezó a apagarse al ver la mirada de advertencia—. Bueno. Será mejor que me retire —concluyó en un ronroneo mientras giraba a su alrededor arrastrando las manos por los músculos de su fuerte abdomen y espalda. Eso siempre le funcionaba.

Pero de nuevo le fallaron las técnicas de seducción; le quedó bien claro cuando con resolución el conde la tomó de las muñecas y la apuró a la salida. Ya en la puerta:

—¡Doiley! —Se escuchó el imperante llamado desde el umbral—. Acompaña a lady Lucrecia al coche y trae de inmediato a la joven.

—Como usted ordene, milord.

De suerte que el ofuscamiento de la lady y la sordera del anciano no les permitió a sus oídos escuchar los apresurados pasos de la tercera en discordia, que casi fue sorprendida espiando por la brusca despedida. Lucrecia, por su parte, tendría que contener la expectación por conocer a la niña inoportuna, pues el anciano sirviente no se le separó en todo el trayecto.

La protagonista de la tarde gustaba de atisbar detrás de las puertas cuando la carcomían las ansias y la curiosidad y, aunque su comportamiento era impropio de una señorita de sociedad, estaba bien fundamentado, pues su futuro sería decidido entre esas gruesas y viejas paredes.

Cuando el mayordomo llegó a la salita del té, encontró a lady Marianne casi en la misma pose en que la había dejado una hora atrás, sentada en un extremo del sillón de tres plazas, de la salita de té, con las manos cruzadas sobre el regazo y la pelliza de fina piel, que antes colgaba de sus hombros, ahora descansando sobre el asiento a un lado de ella. Y cómo no iba a entrar en calor la niña con las carreras que se cargaba. En cuanto le comunicó que el conde la recibiría, la joven lo desconcertó al levantarse de un salto y dirigirse al corredor donde de forma abrupta detuvo su carrera. —A tiempo ella recordó que «no sabía» dónde se encontraba él—.

Como consecuencia del espionaje, las expectativas de Marianne habían descendido hasta el nivel del piso al descubrir la falta de entusiasmo de Alex y la presencia de la descarada mujer. Para colmo estaba la banal cuestión de que se sentía algo débil a causa del escaso descanso y alimento de los últimos dos días en que la salud de su nana se había venido abajo; aunque su falta de apetito tenía rato, desde que supo que había llegado la hora de reencontrarse con el hombre que había alimentado sus fantasías por años y que ahora era el poseedor del destino de su vida.

—Pase. —Se escuchó la voz de barítono, que recordaba tan bien.

—Lady Marianne Saint James McGregor, milord —anunció con pompa el sirviente una vez que la dejó cruzar el umbral.

Marianne avanzó hasta el centro de la habitación con repentina timidez. De inmediato lo ubicó junto al ventanal, de espaldas a la entrada, con las manos entrelazadas sobre sus asentaderas, más alto y fornido, soberbio enfundado en un frac con levita de terciopelo café camello y mallas beige fajadas en botas negras hasta la rodilla. El dueño de sus sueños, desde que tenía memoria, pensativo miraba la oscuridad a través del cristal. Mientras Doiley se despedía con exagerada reverencia, para su avanzada edad, Alex preparó una sonrisa para recibir a la niña que no veía desde hacía dos años y meses.

—Bienvenida a casa, pequeña —saludó en cuanto se giró de frente; casi se atraganta con su propia saliva al descubrir a una bella joven, que para colmo lo miraba como si fuera un pastel de cerezas, en vez de la niña que lloraba desconsolada cada vez que lo veía partir de su hogar.

«¡Santo cielo!». Marianne sintió el momento exacto en que su corazón dejó de latir, para un segundo después precipitarse como un potro a todo galope por una pradera. El aire en los pulmones le pesaba como plomo. No esperó que volver a verlo pudiera causar en ella tal estrago.

Con creciente interés paseó los ojos por la piel bronceada de su rostro, por el cabello negro como la noche, recogido en una coleta. Gruesos risos se habían escapado del amarre y enmarcaban la barbilla cuadrada y la frente amplia. Su mirada cayó sobre la cicatriz de la ceja, resultado de una riña callejera por defender el honor de su mejor amigo cuando aún eran unos mozuelos. La mujer de hoy, a un antojo estaba de pasar el dedo índice por la fina línea, como tantas veces lo hiciera la niñ

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